El lloro de BarbarellaEl lloro de Barbarella

9 de junio de 2118

Desde la mierda que pasé en el Parque de Atracciones con los zumbados de Amstrad Red, he intentado volver a las calles a ser el viejo Byron de siempre. Sin embargo, Ciudad Capital huele a rancio, hiede a problemas que no son de los existenciales, pero cuando uno curra de lo que curro yo, transmitir calma enfría y mantiene amistades.

La información es una pieza jugosa, un zumo que ha de probarse poco a poco sin atragantarse; los suburbios están bullentes de miedo, y nadie se atreve a pronunciar una palabra. La caída de la Troupé de los Payasos ha agitado demasiados avisperos, resintiendo el negocio; menos mal que conozco un par de comunas dónde una buena lata de Smash es recibida con miradas perdidas y bocas babeantes.

Siento algo en mi interior, y no es un buen rabo erecto, que no me deja dormir. Por la mañana vomito nada más que baba y gargajos blanquecinos: duermo solo. Quizás demasiado.

10 de junio de 2118

Me ha despertado un mensaje en mi terminal móvil: Mamadou Ngondo quiere volver a verme. Los de Amstrad Red son persistentes, pues aunque todavía me pregunto qué pinto yo con esos punkarras alocados, saben cómo llevarme a su lado para que dé rienda suelta a mis talentos. Uno es pieza de deseo, claro está.

Hospital Norte 1

Los chicos de la banda me ven el tiempo pasar en la sala de espera del ala de cuidados intensivos del hospital, sin saber muy bien qué hacer. Klaus no está por ningún lado, así que igual ha acabado muerto en cualquier esquina. De todos modos, nadie parece echarle en falta.

Panzer está muy hablador, en contraste con la última vez: un hombre tan rudo y musculoso es un auténtico placer de presenciar. Pero debería centrarme y no divagar en mis pensamientos: Amstrad Red sigue buscando al culpable de que Kaos, el vocalista y líder de la banda, esté en un profundo coma.

Entre las pistas que Ngondo ha reunido, hay un e-mail acusatorio de una tal Barbarella poniéndole pingando. Empleando sus limitadas capacidades como hacker, descubre que los nodos, o la red, o lo que sea toda esa mandanga de términos incomprensibles que es la informática, de esa mujer, están muy bien defendidos. Otra idea de lo que puede haber pasado con Kaos reside en que, en ese momento en el que estábamos todos reunidos, aparecen unos agentes del gobierno bastante intimidatorios. Datos y Panzer deciden ir tras ellos a ver qué encuentran. Les deseo buena suerte.

Por mi parte, soy un auténtico Don Juan, un artista del paladeo intercorporal, y se me ocurre engatusar a un médico para hacerme pasar por él. Lástima que mi decisión acabe en su pecho hundido: otra muerte inesperada a mi funesta cuenta.

El cuerpo del pobre médico queda sentado encima de una taza de váter del hospital, en un rictus desesperado por ser asaltado por alguien tan pomposo en los baños de caballeros. Gracias a mi disfraz perfecto, me hago con los datos del diagnóstico de Kaos, que pasa sus días en una habitación gris y austera, sin más compañía que sus aparatosas máquinas de soporte vital. ¿Es esta la vida que me espera si me pasaría algo similar? Qué va, seguro que acabaría en la cuneta de alguna autopista de la ínsula, desnudo y lleno de cicatrices, sin nadie que me recuerde. Observo con tristeza a Kaos e intento regresar con Ngondo, pero una atractiva enfermera me para: quiere que le acompañe a realizar una delicada operación a alguien. Se me sube el corazón a la garganta, no he caído en la cuenta de que quizás, sólo quizás, aquel doctor con el pecho hundido era una persona de utilidad para con la sociedad. Pero ya es demasiado tarde, no hay tiempo que perder, y mis tácticas de escaqueo son altas como torres, así que me escabullo entre los pasillos para regresar al mismo escusado dónde estaba Mamadou jugueteando con su ordenador portátil, y el cadáver del médico. Antes de que nos marchemos, me encargo de preparar una inverosímil pero sospechosa escena del crimen con unos barbitúricos y unas agujas. ¿Quién iba a decir que el doctor Mendoza era un ávido consumidor de alucinógenos? ¿Y que tenía deudas con la mafia china? Para mí, eso fue poco más que 100 digiecus.

Villa de caravanas

Panzer y Datos han averiguado que los agentes del gobierno que visitaron a Kaos pertenecen a la Seguridad Social, un organismo que se encarga de aquellos miserables que no tienen familia: los huérfanos como yo. Y es extraño que tal organización gubernamental esté preocupándose por un artista alcohólico y adicto de binary-punk de tres al cuarto, así que nos hace levantar más sospechas aún. Pero el Colega más Barato tiene muchos ases en la manga, y se me ocurre pasar los informes de Kaos a mi querido Cheng, un cirujano callejero que se encarga de coser y vendar a matones y mafiosos, y de restaurar hímenes de hijas traviesas. La palabrería técnica y médica que aparece ahí es infumable, ni siquiera tras molerlo y echarle unas algas, así que Cheng es la mejor opción.

Mientras tanto, somos contactados por Link, la chica de los Chiptunes que salvamos en el Parque de Atracciones, para ver cómo nos va la vida. Como Ngondo no es un hacker profesional, se le ocurre pedirle que le eche una mano en el hackeo de los nodos de la tal Barbarella, y para ello nos invita a su hogar, en Villa de caravanas. Vamos para allá en la furgoneta del grupo, con Panzer al volante, a ver qué nos puede decir al respecto.

Pues parece que la cosa no es tan sencilla, y debido a la encriptación que tiene esa red, Link necesita que le hagamos un favorcillo a cambio. Parece que salvarle la vida no ha sido suficiente, pero, ¿quién soy yo para darle un precio a la existencia de los demás si he acabado con un reputado doctor para obtener información secreta sobre un punkarra en coma?

El trabajo es sencillo, y relacionado con lo que suele hacer el equipo técnico de una banda de binary-punk y su camello: asaltar un camión lleno de tecnología punta, hacerse con el control y conducirlo hacia un punto específico para que los miembros de los Chiptunes desguacen lo que tengan que desguazar.

Autovía 6

A ninguno de mis compañeros les pareció extraño, ni chocante, ni peligroso, así que yo chitón y a seguir con el plan. Les pongo en contacto con Mohammed, un viejo amigo del ejército que ahora se dedica a vender armas en el mercado negro. Su área de trabajo no me agrada demasiado, pero es un engranaje más de la gran rueda del progreso.

Una vez listos, preparamos el asalto como si de una película de acción fuese. La operación parecía sencilla: nos ponemos unos pasamontañas, nos colocamos en la entrada al polígono dónde el camión ha de hacer la entrega, le obligamos a frenar y nos llevamos el vehículo. Pero nada en Amstrad Red es simple o fácil, por supuesto. El objetivo estaba siendo perseguido por dos furgonetas negras, con peligrosos individuos disparando y acosando al camionero. Otra banda que necesitaba el material que transportaba, por supuesto.

Datos, Panzer y Mamadou no tardan en abrir fuego contra esos malandrines, y yo me quedo paralizado. Demonios, en la vida he estado en conflictos reales, y desde que conozco a estas personas me he visto envuelto en varios tiroteos, en una lucha a muerte contra un mecha hecho de coches de choque y ahora un asalto armado contra un camión de mercancías. Joder, qué peludo es todo. Pero he de centrarme: Byron, eres esencial para esta gente. Te han devuelto una chispa que nunca habías tenido. Desenfundo mi pistola y disparo contra esos miserables, acabando con ninguno porque mi puntería es desastrosa, pero vaciar balas sienta demasiado bien.

Lástima que el conductor acabase muerto, él no había hecho nada malo. Con el camión asegurado, nos podemos marchar, no sin antes ver como Panzer escapturado por la policía: un helicóptero llega demasiado rápido y no podemos asegurarlo todo. Perdemos nuestra furgoneta y nuestro conductor, pero la lealtad de la banda me enternece. El buen Ngondo recuerda al inspector Flores, un agente freelance que se había encargado de los tumultos en el Smeckma. Gracias a sus conocidos, la estancia de Panzer en comisaría se reduce a una multa y la retirada de cualquier arma de fuego que llevase encima. Un buen precio a pagar por la libertad, supongo.

Después de que Link nos entregase la información que le habíamos pedido, nos retiramos a descansar con el sentimiento de haber hecho un buen trabajo. Aunque esa noche algo no me dejaría dormir, y tendría que tirar de mis sedantes favoritos.

11 de junio de 2118

La información que hemos obtenido tras hacer felices a los Chiptunes, con un robo a mano armada de aparatos tecnológicos incluido, nos dirige hacia las Villas Franco, en la Beltraneja, zona norte de Ciudad Capital. La puñetera zona pija, dónde están todos los peces gordos de la farándula. La tal Barbarella es la mujer de un cantante famoso, un artista de música ligera que poco o nada tiene que ver con el mundo underground. Tengo mis dudas sobre la implicación de Kaos en todo esto, pero los nuevos amigos que he hecho insisten en descartar posibles culpables. Vamos allá, Byron.

Mansión de Barbarella

Tenía que vivir en una de las urbanizaciones más exquisitas de la Beltraneja, cojones. Cuando llegamos a la entrada nos dimos cuenta de la cagada que iba a ser: el lugar estaba vigilado por seguridad privada, por perros guardianes y todo estaba electrificado. Vamos, muy sencillo.

Como me siento cual ratón atrapado en una trampa funesta, intento utilizar mis artes de seducción y labia para convencer a los gorilas de que me dejen entrar a darle una buena dosis de sintecoca al dueño de la mansión, pero no se tragan nada de lo que les propongo. Después, viendo que mis colegas de Amstrad Red han encontrado una alcantarilla que puede (o no) conectar con el interior de la mansión.

No perdemos tiempo y nos sumergimos en tal pestilente lugar, que tenemos que recorrer medio a oscuras porque a nadie se le ha ocurrido traer una linterna, y aguantando olores indescriptibles. No obstante, la idea de entrar mediante la alcantarilla da sus frutos: después de que Panzer reviente una débil pared con sus poderosos músculos biónicos, una amplia sala con maquinaria de filtración o alguna porquería similar: no importaba ya, estábamos dentro.

Pero teníamos que enfrentarnos a los numerosos guardias de la finca: es normal, tienes un montón de pasta, un casoplón en el que puede vivir una ciudad entera, y tienes que defender todo eso. Por lo tanto contratas a un montón de matones sin escrúpulos para que protejan tus bienes más queridos. Menudos miserables que se asfixian cuando un auténtico catador de drogas mezcla lejía con detergente y un poco de fósforo diacrítico (ni siquiera sé qué es eso ni si tiene sentido, qué más da), y lo arroja a la piscina. La reacción es espumosa y tremendamente tóxica, incapacitando a uno de ellos y abriéndonos un agradecido camino hacia el interior de la mansión.

El tal Ngondo me sorprende con su mano mecánica y su capacidad para cortar cristal como si fuese de papel. No tardamos en meternos en el interior de la casa y desaparecer en las sombras, mientras los infelices de fuera intentan averiguar qué pasa con la endemoniada piscina y los diablos espumosos que surgen de las profundidades. Ni eran diablos, pero sí que había mucha espuma: estoy cogiéndole gusto a esto de escribir.

La mansión es despampanante: nos movemos por los pasillos como fugitivos, escurriéndonos entre las sombras y aprovechando que los guardias de seguridad están distraídos con la piscina tóxica. Llegamos al ático, un impresionante penthouse digno de la alta sociedad, que aloja un bar con terraza y una sala de baile al más estilo Titanic. Me encanta esa película. Pero no averiguamos nada, salvo que alguien ha dejado un radiocasete enchufado con un tema de los Amstrad Red. A ninguno de nosotros nos extraña, al fin y al cabo estos binary-punkys son lo mejor que se puede escuchar en mansiones de ricachones; un momento, quizás no.

Pero toda nuestra infiltración se va a la mierda cuando nos colamos en la habitación de un chaval que no llega a los ocho años y le engatusamos diciéndole que somos los X-Men. El pobre nos exige demostraciones de superpoderes, pero mi podrido y absurdo cerebro decide que lo mejor es darle un buen chute de Trankimazín en pastilla, listo para mandarle al reino de Morfeo.

La banda flipa en colores y se les ocurre utilizar al mocoso como moneda de cambio con Barbarella, pero la situación se me va de las manos y el niño se me muere en brazos. Su rostro, lleno de inocencia y espumarajos azulados debidos a la reacción química en su estómago, me pudre el alma más de lo que estaba, sumando otra muerte absurda desde que me he uní a estos individuos quién sabe por qué. Ya responderé ante quien sea cuando llegue el debido momento: lo primero es ocultar el cuerpo en el interior del armario, para que no moleste.

El colega más cobarde

Continuamos investigando el segundo piso, y nos encontramos con la susodicha Barbarella y su hija, cada una en su habitación ocupándose de sus cosas: una durmiendo, la otra chateando. Aquí la situación se pone muy peluda: Datos pierde los estribos exigiendo a la madura mujer explicaciones, y la tensión nos invade a todos. Enfurecida por la intromisión en su hogar, Barbarella nos grita que ella y Kaos mantenían una relación amorosa a espaldas de su marido, pero que se degradó en el momento en el que el punkarra decidió montárselo con la joven. Ni ella ni Barbarella tenían motivos para freírle el cerebro (ni los medios), así que habíamos allanado una morada de forma completamente gratuita, yo me había cargado a un crío con un potente somnífero, y habíamos desvelado nuestras identidades a la dueña de la casa.

La cosa no iba a mejorar: Barbarella tenía un sistema de videograbación implantado en sus cuencas oculares y los guardias respondieron al botón del pánico. La situación se salió por completo de madre tras una toma de rehenes por parte de Ngondo y Panzer, y en un instante, el dormitorio de la mujer se llenó de cadáveres. Arrastraron a las dos hasta la caja fuerte, Datos desvalijó lo que pudo y nos largamos de allí, no sin antes “encargarme de ellas”. No podía soportar la locura en la que me había metido: el asesinato de inocentes no es algo que tenga perdón. Yo ya no quería perdón. Tras volarle la cabeza a Barbarella, le ofrecí mi pistola a su hija, y le expliqué lo que había pasado con su hermano. Esperaba un tiro limpio, una salida rápida y cobarde de toda esta locura innecesaria, pero la joven no tenía planes tan benevolentes para mí. Se pegó un tiro, derramando todos sus sesos por la pared, y me dejó ahí, a solas, con el ruido de la policía y los guardias de seguridad asegurando el perímetro de fondo.

Sé que he recobrado la cordura porque estoy corriendo con Datos y Panzer a través de las alcantarillas; no sé dónde está Ngondo, y ni me importa. Un malestar abrumador me recorre la médula espinal y acaba en mi garganta. No sé por qué hemos hecho esto y no sé a dónde iremos.


Imagen: Cyberpunk / City

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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