La reina pelirrojaLa reina pelirroja

Una historia que acaba bien

Todo apuntaba a que iba a ser un día normal para Catherine Moineau. Apartó las sábanas y el frío invernal de la mañana acarició sus cabellos carmesíes, motivando a su cerebro a esconderse bajo el manto protector y cálido que yacía cerca. Refunfuñando algo incomprensible, comenzó a realizar sus tareas cotidianas. Después de desayunar deprisa y corriendo, pues el reloj había comenzado a ir más rápido de lo normal, abandonó su piso en Brooklyn para dirigirse a su nuevo empleo, preparada para impresionar.

Por medio de un viejo conocido, había entablado contacto con Gérard Robbs, un famoso e influyente contable de Nueva York. Este hombre buscaba una secretaria de confianza y con aptitudes para comenzar un nuevo negocio orientado a la administración monetaria de importantes empresas. Catherine sabía que ella era la chica que buscaba, así que aceptó la oferta inmediatamente.

En la entrevista participaron varios candidatos. Todos ellos buenos conocedores del arte de organizar papeleo, atender llamadas telefónicas y poner buena cara aunque su vida personal esté por los suelos. Pero ella les superó, por goleada. Ensimismó a Gérard con su manera de actuar, su tono de voz al pronunciar palabras que él ya había escuchado antes. No obtuvo el trabajo por su cara bonita o por su excelente currículum. Supo convencer a su futuro jefe de que ella era la más adecuada para suplir sus necesidades.

La oficina aún estaba en obras. Miles de cables por aquí y por allá, jóvenes cargando material dos veces más grande que ellos y Gérard por medio dando órdenes a diestro y siniestro. Él se disculpó ante ella, ya que durante unos días iba a ser imposible trabajar allí, así que ofreció explicarle el objetivo del trabajo y cómo iba a hacer las cosas a partir de ese momento. Catherine aceptó encantada y pusieron rumbo a una cafetería cercana.

Todo estaba repleto de corbatas y trajes. Y gente estirada. Estaba acostumbrada a tratar con gente de esas características, pero aquello era una sobredosis de Armani. Para ser un hombre entrado en edad, con sus cuarenta y poco, Gérard deslumbraba con su porte. Los achaques capilares no le habían afectado aún y su pelo corto, raya al medio, relucía con un color negro bastante saludable. Las bolsas debajo de sus ojos casi ni existían, destacando más el azul de su iris que cualquier pata de gallo perdida.

Catherine inspeccionaba de arriba a abajo cada detalle que su jefe poseía físicamente. Realmente conocía el modus operandi de los empresarios “importantes”. Cada cual decía que actuaba a su modo, pero todos trabajaban de la misma manera. Él sabía que su nueva secretaria iba a ignorar todo el discurso y el único objetivo de aquella soporífera charla sobre los valores de la empresa y los objetivos a cumplir tenían un único fin: conocer las ventajas y debilidades de cada uno. Pero a él no le importaba. Sabía que tenía enfrente a la candidata perfecta para presentarle a Sophie. Sólo un poco más y podría ascender, para hacer algo más interesante que buscar sujetos de prueba.

Ignorante de los verdaderos objetivos de Gérard, Catherine continuó dándole conversación a su acompañante. Después del café, decidieron ir a visitar a unos colegas de Gérard, pues necesitaba un poco de ayuda para hacer publicidad de su nuevo negocio.

Por el camino, Catherine iba fijándose en la gente de la calle. Todos iban muy deprisa, como si llegar al final de su trayecto fuese el objetivo de su vida. Si no llegaban, iban a ser unos fracasados horrendos y toda su familia se iba a avergonzar de ellos. Sin otra meta en la vida que llegar a tiempo, sus propios cuerpos se iban marchitando, abandonando los placeres más elementales al fantasma de la sociedad. Afortunadamente, ella no tenía que perder su alma llegando a tiempo. Ella estaba cuando tenía que estar. Desde pequeña fue así, responsable y sin ninguna preocupación. Sus padres, franceses de corazón, estarían orgullosos de ella si no hubiesen perecido en aquel barco hundido. No quiso pensar en cosas tristes, así que emergió de su trance filosófico y comentó las horrendas canciones de la radio con su acompañante y jefe, Gérard.

Un almacén de artículos usados y viejos. Lavadoras, secadoras, televisiones que vivieron mejores momentos y un hombre gastado por el tiempo y con pelo largo rizado, con algunas manchas en su buzo; realmente aburrido por la poca productividad de su negocio. Sus ojos verdes decorados con líneas rojas y un blanco amarillento se clavaron en la figura de Catherine. Por fin, Gérard había encontrado algo.

Les presentó rápidamente. Él era Dough y ella era Catherine. No tenían nada en común, excepto que tenían dos brazos, dos piernas y sabían hablar inglés; hasta ese momento. Gérard golpeó en el cuello a su nueva secretaria y ésta no tuvo otra elección que caerse al suelo, dolorida. Mientras estaba intentando razonar por qué su nuevo y guapo jefe la había metido una hostia, Dough la apresó. Quizás querían violarla y aprovecharse de su cuerpo de mujer; pero no: Gérard había buscado una estratega excepcional, sin familia que la echase de menos y casi nueva en la ciudad. El contacto que les había presentado era ahora una bonita parte de algún bloque de cemento en algún edificio del Bronx.

El tacto de las sábanas de hospital es áspero e incómodo. El ruido de una habitación aséptica es molesto e incómodo. Estar atada de pies y manos a una camilla en un lugar que desconoces es horrible e incómodo. Catherine gritaba y pataleaba, pero alguien había tenido la genial idea de haberle introducido diversos materiales sedantes en su sistema nervioso, por lo que sus esfuerzos de hacerse oír eran en vano.

Nombre que empieza por D y bata de color verde. Querían sus órganos. Su buen estado de salud era la envidia de su antiguo círculo de sus amigas. Mientras unas engordan tras comer dos migas de pan, ella conservaba su tipo aunque se cebase con helados de chocolate. Las ojeras y la celulitis acompañan a todas las mujeres, menos a ella. Por eso, antes de extraer su corazón, hígado y riñones, iban a violarla aquellos dos cerdos. D, D. D de Dough. Con ese aspecto de obrero desaliñado confundía a la gente. Probablemente fuese un cirujano que perdió el norte y ahora gasta los días que le quedan de vida extirpando masa vital a pobres desprevenidos.

Silencio. Es solo lo que pidió aquel cirujano. Dough no iba a violarla ni a robar sus órganos. Él quería prepararla para servir a su nación. Un cuerpo de élite de los Estados Unidos, listo para combatir cualquier amenaza química. Y Gérard era el ojeador de talentos.

El pelo rojizo de Catherine cubría la mayor parte de su cara. Es lo que ocurre cuando zarandeas demasiado la cabeza y no puedes quitarte los mechones para ver mejor. Era una maldita locura. Pero no había nada que perder. Aparte, pagaban bien y eso arreglaba la pequeña humillación de ser secuestrada y desnudada por hombres. Extrañamente, no abusaron de ella. Le dolió un poco no sentirse deseada, pero mejor lamentar un polvo que no traumatizarse por él.

Algunos decían cosas nuevas y bastante fuera de lugar. Que si un Wyrm, que si una Tejedora… Debían de seguir alguna religión extraña. O al menos eso quería creer Catherine.

Para suavizar el Delirio que sufren algunos Fomori, se les ata a una silla completamente, se les abre los ojos de par en par y se les deja visualizar, en vivo y en directo, un Rito de Iniciación de la Espiral Negra. Si el sujeto sobrevive a la visión de varios Crinos violando a un humano, si aguanta sin vomitar el ver salir a presión el intestino grueso del desgraciado, siguiendo al resto de órganos por la boca, se cree y se afirma rotundamente que ese Fomor será inmune al Delirio para siempre. El caso de Catherine no es una excepción, pero como ella decía meses después: una vez lo observas es como ver las noticias a cualquier hora del día.

Para crear un Fomor, se debe introducir una Perdición dentro del humano, objeto, animal, lo que sea. Y suele sufrir durante mucho tiempo alucinaciones, pesadillas y demás. Bueno, si es un objeto, se duda bastante que sufra ese tipo de cosas. Catherine era diferente y lo sabía. Si había demostrado ser la candidata perfecta para esa nueva escuadra de salvadores de los Estados Unidos y había sido la que mejor se conservaba con sus 29 años del grupo de amigas, no iba a sufrir por tener un espíritu maligno dentro del cuerpo. Y qué bien se sentía el espectro.

Gérard se enorgullecía de Catherine. Y la llevó varias veces consigo a capturar más especimenes. Un hombre pequeñito de origen japonés y un grandullón de origen alemán fueron sus primeras víctimas. Ellos dos también estaban preparados para tener en sus cuerpos la energía que salvaría América.

Después de esperar tanto tiempo y realizar tareas no tan morales para su nueva empresa, la Justicia Metálica, Catherine recibió por fin la bendición que le habían prometido. Su cuerpo cambió, a mejor. Forma más estilizada, melena rojiza digna de una diosa, ojos verdes penetrantes que rivalizaban en belleza con las esmeraldas y unos labios magníficos, envidia de aquellas que pasaban por quirófano. Catherine era perfecta. La energía que fluía por su interior había hecho de ella algo más que una humana. Decidió no ser más Catherine. Su doctora, Sophie Kult, le asignó el número tres, pues decidió esperar a que el proceso se hubiese completado antes de arriesgarse ella. Sus esclavos, japonés y alemán, habían recibido el número uno y el dos. La fuerza del Orbe de Gula recorría cada centímetro del cuerpo de Catherine, fusionando su espíritu Perdición con su verdadera alma, dando luz a la Flambert Trois.

En la hora de su destrucción, Trois deseó volver a ser Catherine. Al menos durante un instante, antes de ser bifurcada en dos por un Gran Klaive. Los juegos de la Justicia Metálica con el lado corrupto de la Triada resultaron ser un fracaso, y la muerte de los Flambert no fue una excepción.


Imagen: Mostly Reds en Tumblr.com

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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