Leylak y Taleb

Susurros de palacio

Silencio. El silencio era lo único que hacía mantener la cordura a Issobell. Su silencio era ensordecedor y sus ojos estaban vacíos de su alegría peculiar. Dukhim se había convertido en su sombra desde su regreso y todos estaban de acuerdo con ello. No fue culpa de nadie, pero la muerte de Derrick volvía una y otra vez a la mente de Leylak como un jarro de agua helada en mitad de una fría noche. Se culpaba porque les había fallado como líder, ya que se suponía que ella debía protegerlos a todos; y se culpaba por lo que estaba sintiendo. En la sociedad semiorca no había espacio para los sentimientos, estos no te permitían ganar una batalla; el valor y el coraje es lo que te salvaba de la muerte y te daba la victoria sobre tu enemigo.

Por más que lo intentase no podía imaginar por lo que Issobell podía estar pasando. El lazo que había creado con su guardia personal comenzaba a hacerla ver que podía haber algo más que solamente el propio orgullo orco que corría por sus venas. Pensase lo que pensase no dejaría que nadie pudiese ver el dolor. Por Issobell debía mantener la templanza que todos necesitaban en esos momentos.

Le comunicó al grupo que en dos días volverían a adentrarse en la Montaña Roja. Quiso prometer que todo saldría bien esta vez pero todos quedaron en silencio y Leylak salió de la habitación. Debía mantener la cabeza fría, trazar un nuevo plan y no volver a fallar. Había que actuar rápido, no podía dejarse llevar por los sentimientos. Sobretodo debía evitar a toda costa que los otros dos miembros del consejo descubriesen la ausencia del rey: los Dayore, humanos descendientes de uno de los fundadores de Lumensolis, de los Sacros Protectores; y los Silduk, que ejercían una gran influencia en el funcionamiento de la ciudad. Ambas familias estaban sedientas de poder y aprovecharían cualquier debilidad para ostentar el trono.

Decidió revisar de nuevo los aposentos del rey, quizá desde una perspectiva diferente podría ver algo que no había visto las otras veces, encontrar una pista y descubrir el camino que debían tomar. Sin pensárselo dos veces se dirigió hacia allí.

―Leylak, mi flor de lila, os veo un poco agitada. ¿Os ocurre algo?

De todos lo que podría cruzarse en ese momento Taleb Dayore era con el que menos ganas tenía. Estaba recostado sobre uno de los pilares del patio que daban acceso al ala real. Como siempre, llevaba su largo pelo negro atado en una coleta baja, dejando caer sueltos por la frente los mechones del flequillo por ser más cortos que el resto. Solía llevar una poblada barba adornada con abalorios de guerra, como pequeños colmillos, pero desde hace un tiempo se la recortaba para tener apariencia de no haberse afeitado desde hace unos días. Aunque le gustasen, mantenía a raya los cánones de belleza semiorcos y los suplía por tendencias más esserinas. Tanto su boca como su nariz eran anchas, y como rasgo distintivo de guerra tenía una gran cicatriz que iba en horizontal bajo la línea de los ojos desde la nariz hasta casi la oreja izquierda. Era el único humano que ostentaba un alto cargo en la sociedad semiorca pero poder mostrar sus heridas de guerra era todo un honor en Lumensolis y hacía que ganase todo el respeto de la casta guerrera.

Ese día sus ojos azules la escudriñaban más de lo que estaba acostumbrada. En ese momento Leylak se percató de que nadie de su guardia personal iba con ella. Darle la menos conversación posible era la única manera de salir airosa de la situación. Sin pararse le saludó y pasó a su lado. Al hacerlo pudo oír cómo Taleb suspiraba y se incorporaba. El sonido de las pisadas de él se solaparon con las suyas hasta que la alcanzó y la sujetó del brazo.

―¿Os dirigís a los aposentos del rey Ugzhul?

―A dónde si no me dirigen mis pasos, Consejero.

―Lleva enfermo mucho tiempo, ¿no cree? Es síntoma de debilidad y un eslabón débil hace que el resto se resienta.

―¿Un “cambio de poder” es lo que acaso oyen mis oídos? No, no, no ―negó Leylak con la cabeza― es un cargo que le viene demasiado grande. No es más que un humano que ha tenido la suerte de nacer con el apellido que tiene, nada más. Nadie aprobaría su candidatura.

―Un cambio de poder, dice. No, Leylak, para nada. Tentador, no obstante, pero estoy bien donde estoy. Ser la cabeza de turco es algo que no va conmigo. Pero la salud del rey no es lo que me ha hecho venir a hablar con vos hoy.

Taleb se puso delante de ella impidiéndola el paso por si intentaba alejarse de nuevo de él. Nunca había estado tan cerca de ella como lo estaba ahora y no pudo evitar perderse en aquellos ojos dorados llenos de furia.

―Pues si no es eso no tengo nada más de que hablar con vos, Consejero. No hay nada de lo que pueda ofrecerme que esté interesada. Ahora si me lo permite, debo…

―¿Está segura, mi Leylak? ―la interrumpió― Corren rumores… rumores de una falsa enfermedad del rey ―esperó a su reacción pero nada cambió en ella― Yo no es que crea en ellos… de momento no se han expandido mucho, así que puede estar tranquila.

Leylak no hizo ningún movimiento. Con esta conversación se jugaba mucho y su tapadera de encubrir la ausencia del rey podía peligrar. Como en una partida de ajedrez debía medir bien sus palabras, pero no pudo evitar que la ira que inundaba sus ojos se tornase en odio.

―Podéis confiar en mí, pero… ―se acercó a ella y continuó en susurros― tengo ojos por toda la ciudad que no descansan nunca, y menos si se trata de la consejera y heredera al torno. ―Se acercó más a ella, tanto que sus labios rozaron su lóbulo y susurró aún más bajo― ¿Sabe que no hace más de cinco noches esos ojos vieron partir de sus aposentos a un pequeño grupo hacia la Montaña Roja?

Leylak contuvo la respiración. Él no podía probar nada, estaba completamente segura de ello porque de lo contrario ya lo habría hecho. Lo estaba arriesgando todo a una carta pero por suerte sólo ella sabía que era la ganadora. Pero no lograba comprender por qué se la estaba mostrando antes de acabar la partida. Un torbellino de preguntas y dudas asaltaban su mente. Tras unos segundos de total silencio Taleb se alejó de ella y se apartó para poder dejarla paso.

―Ahora que caigo, ¿no va un poco sola hoy? ¿Dónde está su guardia personal?

―¡Mi señora! ―Neal se acercaba apresurado hacia ellos dos― ¡Espéreme, por favor!

Esos segundos de silencio habían sido los más largos de su vida pero nunca se había sentido tan aliviada de la llegada de Neal. Con una reverencia se despidió de Taleb y con el guerrero tras ella continuó su camino.

―Espero haber llegado a tiempo, mi señora…

―No lo sabes bien, Neal. Debo hablar con todos, corremos peligro de ser descubiertos.

Neal se puso enfrente de ella y la agarró de los hombros.

―Mi señora, tenemos una pista sólida del paradero del rey Ugzhul.

 


Continuar con la historia


Imagen: Prince of Persia palace

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