Dejo estas páginas al abrigo del aceite y del salitre para quien suba después de mí. No habrá nombres entre nosotros: los nombres son anzuelos donde el mar se engancha, y aquí uno aprende a vivir sin ser pescado. Si lees, sabrás ya bastante. Si has llegado hasta esta luz con los oídos llenos de zumbidos, si las voces ajenas se te han enredado en la tráquea como algas y te han dejado sin sueño, eres de los míos. No te llames. No me llames. Somos Farero y Heredero, y eso basta.

El faro está en la linde, donde la ciudad termina y el océano empieza a recordar. La ciudad tiene calles de piedra que rechinan con los carritos de madrugada y ventanas que respiran como animales domados; huele a pan temprano y a vino barato, a flores marchitas en los balcones. Al mediodía, cuando el sol toca en vertical la cúpula de la Casa Grande, se oye la carcajada del mercado, los tratos cerrados con palmadas, alguna blasfemia ladina dirigida al cielo por costumbre. La ciudad valora el ruido de lo vivo. Por eso levantó este faro en el límite: para amontonar en la linterna el ruido de lo muerto.

El Acuerdo que nos ata fue firmado con sal y silencio. La gente lo repite como leyenda, porque lo legendario lava. La verdad es más sencilla y más sucia. Un día la ciudad decidió que no podía soportar el peso de sus propios remordimientos, y los trajo hasta aquí en barcazas. Los mercaderes trajeron promesas quebradas envueltas en alfombras; los soldados, los últimos susurros de los desertores cosidos en la boca; las madres, el nombre del hijo consentido que no alimentaron aquel invierno; los sacerdotes, la hebra de dudas que habían escondido bajo el altar. Todos descargaron su mercancía ante la costa: sacos de pena, cajas de culpa, toneles de vergüenza. Y cuando al fin la marea estuvo tan negra como la pez, buscaron a un hombre que no supiera hablar y lo dejaron a cargo de la luz. «Escuchará todo y no dirá nada», decretaron. «Por cada palabra que se calle, una noche de sueño. Por cada secreto que guarde, una día limpio y soleado.» Las reglas nacen de la necesidad y la cobardía a partes iguales. El Acuerdo del Farero nació de ambas.

¿En qué reino se permite que exista un guardián de las penas, de la culpa y del remordimiento? En todos. Pero en ninguno se confiesa. No verás el Acuerdo en pergaminos sellados, ni encontrarás una partida de sueldo en las cuentas de la Casa Grande. Nuestro salario es el desgaste. Nuestro uniforme, el silencio. Nuestra tarea, la digestión de lo que la ciudad no quiere tragar.

Aprenderás a distinguir los turnos del mar. Hay un rumor general, una respiración vasta donde cabe la suma de todos los dolores. Y luego están las voces, que llegan con puntualidad enfermiza. La primera noche que subí aquí —aún tenía dedos temblorosos, aún bajaba a la ciudad con hambre de rostros—, escuché la confesión de una mujer a la que la iglesia había devuelto a casa con los nudillos sangrando. Llamaba al hijo por su nombre recién nacido, como si el sonido pudiera volver a metérselo en el vientre. La seguí durante días en la resaca, porque la voz se encajaba en mis orejas y hacía presión hacia dentro, como si fuese a parirme a mí. La linterna ardía con una luz turbia, y cada vuelta de la escalera me arrancaba un poco de carne de la memoria. Me lo dijo entonces mi predecesor, con esa letra suya aplicada y durísima que ahora reconozco como un espejo: «No hables. Las palabras comen. Si hablas, el mar sube. Si nombras, regresan los que deben estar hundidos. Todo lo que digas será una cuerda.»

Escucharás. Callarás. Es la costumbre lo que remacha el Acuerdo, no la autoridad. No hay guardias que lo vigilen. No hace falta. La ciudad teme que rompamos el sello, porque en el momento en que contemos lo que guardamos, cada casa tendrá una puerta abierta a su peor noche.

Aquí aprenderás el cuidado de la luz. El faro se alimenta de aceite y de papel. Hay cuadernos para suficientes años: el de los marineros que regresaron por error a la cama de los ahogados, el de las confesiones de mercado (son las más ruidosas, más groseras, a veces casi cómicas; pero dejan un regusto metálico), el de los bebés que no respiraban, el de las promesas políticas atadas con cinta roja. No te engañes: los cuadernos no son memoria, son compost. Yo los escribo porque mis manos recuerdan lo que mi boca no debe, y después los quemo en la linterna. Hay noches en que la llama crece como si hiciera fuerza contra el cristal, llena de frases que se retuercen para huir. El brillo cae sobre el mar y lo dora un momento, y entonces me parece ver rostros, rostros de humo que abren la boca y enseñan dientes perfectos hechos de palabras. A los barcos que pasan les cuento que es el reflejo de las gaviotas. No lo es. No te acostumbres a mentirte: mentirse es un modo de hablar, y hablar aquí es delito capital.

Cada siete años, te tocará elegir. No es la ciudad quien decide; eso aún les daría una ilusión de control. No hay listas, no hay exámenes. Tú lo sabrás. Los candidatos —si los llamo así— no saben que lo son hasta que los nombras sin voz. Reconocerás en ellos un brillo enfermo en los ojos, ese resplandor de quienes han olvidado dormir. Llevan la aurora sobre los pómulos aunque no haya salido el sol. Cuando se echan la siesta, lo hacen de lado, como queriendo escuchar la casa entera. Algunos encuentran mensajes en el ruido del mercado, otros en el zumbido de una lámpara, otros en el latido del vino en la lengua. Son receptáculos con grietas; el mundo se les cuela y ya no vuelve a salir. A uno lo vi llorar frente a una concha vacía porque decía oír dentro el último bostezo de su abuelo. Ese me habría servido, pero su mujer lo amaba con una devoción que me pareció un dique. No quise levantar la esclusa. Elegí a otro, un escriba de la Aduana, un hombre flaco y alto con manos siempre manchadas de tinta y una paciencia torrencial. Subió conmigo los ciento treinta y ocho peldaños sin preguntar. Arriba, dejó la palma en el latón caliente del foco y dijo, con voz prestada por la caldera: «Estoy listo para el silencio». Era una mentira y lo sabía; por eso lo escogí. Los que creen estar listos nunca lo están. Los que reconocen su fragilidad se aferran mejor al borde. Le di la escudilla, el cubo del aceite, la bobina de cuerda, y bajé sin mirar atrás. Nadie nos despidió. Esa es otra regla no escrita: a nosotros nunca nos dicen adiós.

Piensa en esto: la ciudad duerme gracias a nosotros. A veces, en verano, la brisa trae la música de la plaza y las risas suben por el acantilado con la ligereza de los peces voladores. Los jovencitos bailan como si el cuerpo fuera un juramento de eternidad, los viejos cuentan chistes que ya han contado, las madres vigilan desde la sombra con una dulzura temblorosa; hay vino derramado, pan roto y aceitunas mordidas. La ciudad duerme luego con el estómago lleno y la conciencia tan limpia como puede estar la conciencia de una urbe construida sobre huesos. Duerme, porque aquí, en el Faro, hemos masticado lo que a ellos se les atragantaba. Los días que la ciudad amanece con niebla, sé que hemos hecho bien la digestión y el vapor se ha posado como un sudario dulce. Los días que el cielo está bruñido y el horizonte tan afilado que corta, sé que hemos fallado en algún bocado y la conciencia, allá abajo, escuece.

No es un oficio místico. No invoques a nadie. No alces velas que no necesites. El mar basta, y el mar no es dios, aunque a veces toma prestado su tono. El mar es una criatura de memoria que rumia sin descanso. Aprende sus modales, su fraseo. Tiene acentos diferenciados: la corriente que viene del norte trae culpas largas, analíticas, llenas de detalle; la que sube desde la bahía es más impura, abundan los fragmentos como vidrio en la harina: la infidelidad risueña, la limosna retenida, la injuria pequeña. En otoño las penas se vuelven filosóficas; en primavera, sensuales; en invierno, prácticas hasta el insulto. El verano es el tiempo de las mentiras hermosas: «No quería», «No lo sabía», «Fue sólo una broma». Cuando escuches estas, no te dejes arrastrar. Hay frases que quieren ser adoptadas. Saben sonar a verdad para que alguien las quiera. Tú no las adoptes. Tú alimenta el fuego y sueltalas a la llama.

En el cuarto de los cuadernos —la tercera puerta a la izquierda bajando desde la plataforma, la que se tranca sola cuando entra la lluvia— guardo una libreta con tapas azules. No es para contar, es para pescarme a mí mismo. En ella escribo lo que me gustaría decir y lo quemo sin leerlo dos veces. Te confesaré, Heredero, que alguna vez he dudado. Mi lengua se pegaba al paladar pidiendo una palabra, solo una, como quien se muere de sed y pide un sorbo de agua salada. 

Una noche del quinto año, cuando el viento entraba por las contraventanas con furia de niño malcriado, bajé a la ciudad. No debería haberlo hecho. Caminé hasta la taberna de los marineros y pedí un vaso. Bebí. Los hombres hablaban de un naufragio pequeño, dos barcas volteadas al oeste, y un tercero se lamentaba de un hijo que ya no saludaba. Me senté entre ellos como un mueble. Uno me preguntó a qué me dedicaba. «Cuido una luz», dije. No mentí, pero casi. Otro hizo un chiste obsceno sobre las luces de cierta viuda. Reí; reír fue peor que hablar. Sentí cómo el mar levantaba una ceja. Volví al faro antes del alba, con el sabor del vino aún en la lengua, y aquella mañana la marea subió dos dedos más que de costumbre y devolvió a la playa una medalla militar que llevaba diez años en su estómago. Una niña la recogió. Nadie hizo preguntas. No hace falta que te diga lo que comprende uno cuando ve al océano sacudirse así, como perro mojado: el Acuerdo no es un documento, es una criatura atenta. Te ve. Te escucha. No te perdona, porque no tiene noción de perdón; solo de ajuste.

Hay en la memoria del mar un catálogo de historias que vuelven, tercas como moscas. A mí me hostiga la del maestro que copió con buena caligrafía una denuncia anónima y la depositó en el buzón de la Casa Grande, esa boca de hierro con forma de pez. El maestro ganó un ascenso, y su colega —un hombre que enseñaba los colores con una dulzura que ponía a llorar a las piedras— perdió la plaza y la casa. Veinte años después, el maestro, ahora muy respetado, seguía oyendo en la madera de su mesa el rascar de aquella pluma. Cada vez que cenaba, le crujían las sillas como si supieran deletrear. Una noche se acercó al faro con paso firme, como se camina hacia un médico, y dejó sobre la roca un cuaderno con todas las cartas que había escrito desde entonces sin remitente. Las quemé. Durante semanas, su voz siguió llamando por debajo de las otras, como una maroma rebelde. Luego se calló. El mar no apartó la mirada, pero dejó de insistir. No hubo absolución, sólo una tregua. Y eso a veces basta para que una ciudad siga en pie.

Me preguntas —porque lo haces sin palabras, cada vez que tocas la barandilla— si el silencio es virtud o condena. No te daré filosofía. Te daré mis manos. Mira: la piel de los dedos se ha endurecido de tanto agarrar esta cuerda; el pulgar derecho tiene una callosidad donde el lapicero empuja; la lengua está limpia de adverbios superfluos; los ojos, lamen el horizonte. Todo eso es el silencio. No es ausencia. Es una práctica. El silencio es el músculo que evita que los muertos vuelvan por capricho. No porque yo sepa lo que es mejor para nadie —no lo sé—, sino porque el mar tiene hambre de nuestras frases y, si lo alimentas mal, vomita.

Hay noches en que los lamentos son tan precisos que jurarías estar oyendo la sala de una casa. Una taza se rompe. Una puerta se cierra sin prisas. Una risa breve al final del pasillo que no acaba en sonrisa. Te llegarán esos pequeños sonidos con la autoridad de lo íntimo. No corras a transcribirlos. No intentes atraparlos como si fueran peces exóticos. Déjalos pasar y observa qué dejan adherido en la roca. He aprendido que lo que el mar se lleva con gusto no vuelve. Lo que devuelve, en cambio, es lo que alguien retuvo con dientes. Es una economía de retenciones.

En el sexto invierno de mi guardia, la ciudad cambió de capellán. Los nuevos sermones, más escasos en latín y más abundantes en gesticulación, trajeron culpas de otro tipo, más performativas. Llegaban con teatralidad a la orilla: arrepentimientos impresos en papel caro, promesas de enmienda rubricadas con firma magnífica. Esas arden mal. Hacen humo oscuro y dejan un residuo de ceniza que se comporta como una baba. Durante esos meses, la luz del faro se enturbió y los barcos avisaron: «Parpadea raro». No era un problema de aceite; era un problema de verdad. La ciudad, creyendo cambiar de gramática, había aprendido a mentirse mejor. La linterna no es ciega. Tu tarea será distinguir entre la culpa legítima —la que nace de haber hecho daño— y esa otra mercancía brillante que solo sirve para posturear en la plaza. No importa que la ciudad no quiera esa distinción. A ti te toca, porque si quemas basura, el humo baja y enferma. Y el mar, cuando enferma, empuja.

He dicho que elegimos cada siete años. Me acerco al final del séptimo. Este cuaderno es el último antes del fuego. Lo apoyo en la repisa donde gotea el aceite para que se impregne: arderá mejor. He puesto ya aparte la cuerda de repuesto, he revisado el engranaje de la cúpula, he sellado con cera el ventanuco del cuarto norte por donde siempre se cuela la risa de las lavanderas. En la ciudad, un escriba de la Aduana (otro, no aquel: la Aduana es un jardín de hiedras) ha empezado a equivocarse en las cifras cuando oye campanas. Tiembla, busca el error mirando hacia arriba, como si el techo fuese a abrirse, y luego corrige con una caligrafía minúscula que parece pedir disculpas. Tiene las orejas finas. He visto a su mujer golpear con cariño la mesa para sacarlo del trance; he visto al hijo tocarle la manga. No sé si les haré un bien o un mal. Sé que la ciudad necesita que alguien siga moliendo la materia de sus arrepentimientos. Escoger no es perdonar, ni salvar; escoger es sostener la maquinaria. A veces me pregunto si una ciudad que no quiere masticar merece no ahogarse. Y entonces, cuando estoy a punto de pensar que no, recuerdo la chica que corre descalza por la plaza a perseguir palomas; recuerdo al viejo que lima una navaja y canta; recuerdo a los perros durmiendo a la puerta de la taberna como sacos de pan. No es por los grandes con sus discursos por quienes sostengo la luz. Es por esos mínimos.

Es posible que al principio oigas mi voz. No te alarmes. No soy una aparición ni un fantasma con ganas de molestar. Soy residuo, y el residuo tarda en consumirse. Aquí me quedaré durante días, semanas acaso, la letra de mi ser, pegada al latón. Notarás que la luz toma un timbre peculiar, un temblor que al principio creerás defecto del cristal. No lo es. Es mi empeño por seguir cumpliendo un poco después de poner el pie en la escalera para siempre. Te prometo que se irá. Los que nos dedicamos a escuchar aprendemos a irnos con discreción, como quien cierra despacio una puerta para no despertar al niño.

Hay algo más que deberás saber. El mar hace preguntas. No con palabras; con gestos. Alguna noche verás cómo retrocede una ola y deja al descubierto un lecho de guijarros donde antes había arena; otra, adelantará su lengua hasta tocar una piedra que no tocaba jamás. Esas son preguntas. «¿Esto?» «¿Aquello?» «¿Ahora?» No solemos responder. Pero una vez respondí. Pisé el borde del acantilado con el pie derecho, la suela rota, y marqué en el limo una línea recta. El mar se retiró un poco, casi ofendido, y después devolvió un casco de niño. La ciudad había olvidado un pequeño entierro, una ceremonia mínima que nunca se hizo, porque la lluvia había borrado el camino. Al día siguiente un grupo subió aquí con flores. Las dejaron en la puerta. No dijeron nada. Tampoco yo. Algunas veces, Heredero, responder no es hablar.

No te enamores de la ciudad. A veces sube hasta aquí con vestidos de fiesta y coquetea contigo. Te manda aromas de sopa gorda, de ropa limpia, de cuerpos bañados en el río. Te hace creer que eres su confidente. No lo eres. Eres su úlcera, su válvula, su pozo. Si la amas, acabarás queriendo salvarla. Y un farero que quiere salvar a la ciudad es un farero que habla. No hay salvación que no venga con un discurso. Nosotros no hacemos discursos. Nosotros alimentamos la luz y devolvemos al agua lo que el agua pide. A veces, al amanecer, cuando la niebla persiste como una mano tibia, parecerá que la ciudad te sonríe. No es a ti a quien sonríe. Sonríe a sí misma por haber amanecido sin pesadillas. Ese es nuestro éxito y nuestro anonimato.

Si has leído hasta aquí, ya oyes lo suficiente. Yo también escuché una vez estas instrucciones en la caligrafía de mi predecesor, y me parecieron exageradas, cargadas de una solemnidad casi cómica. «Qué teatralidad», pensé. Tenía razón y me equivocaba. El teatro tiene su verdad: hace falta exagerar para que la moral ablande. Si este cuaderno suena a exceso, quémalo y perdona la torpeza del que se despide.

Estoy en la última vuelta del faro. Los peldaños, que todos dicen que son ciento treinta y ocho, hoy son tantos como respiraciones me quedan aquí. He dejado la escudilla limpia. He pasado un paño por la barandilla para que tu palma la aprenda sin astillas. He vuelto a atar el manojo de llaves con cuerda de cáñamo, la única que no traiciona con el salitre. He escrito tu nombre en la libreta azul y lo he tachado tres veces. Vivirás sin él aquí. Allá abajo te llamarán todavía, te pedirán que bajes a firmar algo o a escuchar un parto. No bajes. Si bajas, subirá la marea. Si sube, vendrán con ella los que deben estar hundidos. Y entonces la ciudad conocerá la palabra que todos tememos: desbordamiento.

«¿En qué reino se permite que haya un guardián de las penas, de la culpa y del remordimiento?» En el nuestro, que finge no tener rey. En el tuyo, que lo tendrá en secreto. En todos. Porque cada ciudad, por pequeña que sea, levanta su faro aunque no lo confiese. Unas usan torres. Otras, escuelas. Otras, cárceles con paredes de rezos. La nuestra ha tenido la decencia de poner la luz donde se ve. No nos dará las gracias —no lo espero—, pero seguirá durmiendo. Hay trabajos cuya recompensa es el descanso ajeno.

Voy a encender por última vez con mis manos. Oirás el chisporroteo mínimo, verás el círculo de luz tomar aire, notarás el faro como un pecho que se hincha. En ese momento, antes de apartarte, piensa en una cosa que te pertenezca y entrégala. No la escribirás, no la dirás. La dejarás posada sobre la lámpara: un gesto, un silencio, un sabor de infancia, una canción de madre, una mentira que te favorezca. El faro pide tributo. No te pedirá sangre; te pedirá renuncia. Paga. ¿Cómo crees que se sostiene si no? Ningún aparato funciona sin sacrificio.

Cuando bajes, no me busques. No habrá cuerpo. He aprendido a desaparecer con la duchita fina de la mañana, esa que no moja, solo humedece el filo de las cosas. No dejes flores. Ya vienen demasiado saladas. Deja, si quieres, una piedra. Las piedras entienden.

Y si alguna noche, en el rumor, te llega una voz que no puedes distinguir de la tuya, no te asustes. Te hablará con un acento suave, casi como el rozar de una ala en la oreja. Dirá: no me deis más verdades. Es lo más parecido a una plegaria que tenemos. No significa nada que deba ser cumplido. Significa que la medida está justa, que el faro alumbra, que la ciudad duerme, que el mar mastica con la diligencia de siempre. Significa que formas parte, al fin, de la maquinaria que hace posible el olvido.

Ahora, Heredero, la luz es tuya. Este cuaderno, lánzalo al fuego. La ciudad te ha dejado sus bolsas de pena en el umbral. El océano ha levantado la cabeza para verte. No digas tu nombre. No digas el mío. Que el aceite no falte. Que la cuerda no ceda. Que ninguna palabra se nos escape por la barandilla. Y cuando llegue tu séptimo año, recuerda: escoge entre los que ya no duermen. Los reconocerás por cómo escuchan el ruido de lo limpio. Los reconocerás por la forma en que sostienen el plato, como si fuera un oído. En su torpeza, en su temblor, en su cansancio, verás la única virtud que aquí importa: la capacidad de entrar en el silencio y habitarlo sin romperlo.

La ciudad no sabrá jamás cuántas veces la salvamos del desbordamiento. Y mejor así. No hay gloria en nuestro oficio. Hay luz. Hay aceite. Hay papel que arde. Hay un mar que recuerda y un faro que lo apacigua. Y hay un acuerdo, escrito en sal y silencio, que hoy deposito en tus manos. Escucharás todo. No dirás nada. Ésa es la única corona que admite este reino. La única que no se ve.


Imagen: realizada con Inteligencia Artificial

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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