Hace mucho, mucho tiempo, en un valle muy lejano en el que las arenas ardientes atormentaban a sus habitantes, vivía una joven bruja en una cabaña de adobe, levantada en la linde de un terrible desierto.
Aquella bruja, tan bella como malévola, se había exiliado por decisión propia para vivir en tranquilidad en un lugar desolado. Gracias a sus conocimientos de alquimia, proveía elixires y pociones a las monstruosas criaturas que consideraban el valle su hogar, haciendo que la vida de sus vecinos fuese más sencilla. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, también su juventud y su vigor, marchitándose un poco más tras cada sorguerno.
Unas semanas antes de que el vero desplegase su insoportable calor sobre el valle, la bruja buscó la ayuda de una de las bestias del páramo para que realizase el viaje de ida y vuelta hasta el único pozo en kilómetros a la redonda. Para elaborar sus pociones y bebestibles, la vieja bruja necesitaba excelsas cantidades de agua fresca, pero sus viejos huesos ya no podían soportar toda una jornada de caminatas, cargando litros de líquido en cubetas de madera podrida.
Durante estas entrevistas, se presentaron animales tan dispares como el desprarabajo, el yegüilargo, el león espinoso, la jineta de acantilados y el tronelefante. A pesar del evidente poderío físico de estas criaturas, ninguna de ellas pudo comprender la petición de la bruja: el desprarabajo estaba muy ocupado intentando comerse a la jineta, mientras que los demás se encontraban muy asustados los unos de los otros. Frustrada, la bruja les echó de su hogar a gritos, pero se percató de que, en el suelo, quedaba todavía un aspirante.
Una pequeña hormiga, recubierta de quitina, aguardaba las instrucciones de su señora.
— ¿Qué haces aún aquí, bichejo? — preguntó muy enfadada la bruja. — ¡Ya os he dicho que no os quiero! ¡Lárgate!
— Mi señora, yo sé dónde está ese pozo. — contestó muy segura de sí misma la hormiguita. — Si me da el tiempo suficiente, llenaré sus depósitos de agua que tiene en el sótano. No le faltará más agua.
— ¿Cómo dices? ¡Pero si eres un pequeño insecto! ¿Cómo me vas a servir de ayuda? — el enfado de la bruja era monumental. — ¡Qué osado y diminuto eres!
— No os preocupéis, mi señora. Soy muy trabajadora y constante, le aseguro que no se arrepentirá.
Debido a la insistencia de la hormiga, la bruja aceptó su ayuda para los días venideros. No obstante, en cuanto pasó una semana y vio que la hormiga no había traído el agua suficiente, se enfureció y volvió a hacer ella el viaje. Los días y las estaciones pasaron, con la bruja esforzándose en hacer elixires para mejorar su fuerza y su aguante, y tras dejar el siguiente sorguerno atrás, se olvidó de la hormiga.
La temporada calurosa del nuevo vero se presentaba terrible: una serie de sequías devastadoras habían acabado con el agua del pozo. Todas las criaturas del valle estaban preocupadísimas: muchas de ellas se marcharon hacia el oeste, en busca de bosques o montañas repletos de agua. Otras se resignaron a intentar soportar la estación (y muchas de ellas morirían resecas).
Tras un año más cargando cubos de agua con sus doloridos y avejentados brazos, la bruja del valle estaba furiosa y decepcionada. Ya no le quedaban fuerzas para seguir forzando a su cuerpo, y el último vial de agua lo había consumido. En su cabaña de adobe, protegida de los fieros rayos de Kaeduin, sopesaba el sino que se había presentado frente a ella. Pero algo llamó su atención: escuchó varios ruidos en el sótano, una estancia de la casa que no había visitado en mucho tiempo.
Cuando bajó al sótano se encontró con aquella atrevida hormiga, revisando el estado de los barriles de agua, vacíos desde hacía mucho tiempo.
— ¡Mangurriana! ¿Qué haces aquí, mentirosa? — espetó la bruja, tan enfadada que se marcaron las arrugas de su cara.
— ¡Señora! Mire, he estado todo este tiempo yendo y viniendo al pozo, trayendo una gota de agua cada vez. — explicó con una sonrisa en la cara la hormiga. — Y como podrá comprobar, ¡tenemos agua de sobra para este cálido vero!
La bruja del valle no comprendía lo que había pasado. Pero aquella pequeña hormiga, tan diminuta como un insecto insignificante, se lo explicó tan detalladamente como pudo.
— Le dije hace un año que iba a llenar sus barriles de agua. Cada día hice varios viajes, trayendo conmigo unas pocas gotas de agua. No paré ni en sorguerno. Ahora, mi señora, como podrá ver y probar, vos tenéis agua de sobra. — la hormiga hizo una pausa, fijándose en la reacción de la bruja y su mirada. — Más agua que ningún otro habitante del valle.
El silencio confirmó lo que la hormiga quería. La bruja no salía de su sorpresa, pero sus problemas para aquel caluroso vero estaban casi solucionados. Aquella insignificante hormiga había cumplido con su palabra, y al estar unidas por un juramento arcano, no podía hacer nada para deshacerse de ella. «¿Para qué?» pensó.
Finalmente, la bruja logró emplear sus conjuros mágicos para duplicar el agua y crear un océano entero a partir del agua que recolectó la hormiga. Inspirada por el arduo trabajo de su compañera, le animó a aprender magia y a desarrollar habilidades arcanas. Su recuerdo transformó aquel árido valle en una floreciente región, gracias al duro trabajo de una hormiguita, que destacó por encima de miles de bestias por su perseverancia.
Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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