El aire en la habitación era denso, casi sofocante, cargado de un calor que no provenía de ningún lugar visible. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas pesadas, dejando rastros de polvo dorado suspendido en el aire, inmóviles como si el tiempo mismo se hubiera detenido. No recordaba haber abierto esas cortinas jamás, ni haber elegido vivir ahí, en esa casa que me observaba desde cada rincón.
Hacía semanas que todo comenzó a desmoronarse. Al principio, fue un sonido lejano, un susurro apagado, algo que parecía venir tras las paredes. Pensé que era mi imaginación, una fantasía nacida del aislamiento y del tedio, pero la voz se hizo más clara con el tiempo. No eran palabras, sino murmullos, resonancias de un lenguaje que no comprendía pero que, de algún modo, me hablaba a mí. Las noches se volvieron eternas, los minutos se estiraban hasta el punto de desvanecerse. Podía escuchar el latido de mi corazón sincronizándose con ese sonido, como si ambos compartieran el mismo pulso errático.
Todo empezó con la chimenea. Nunca antes la había usado, pero esa noche, impulsado por algo ajeno a mí, encendí un fuego. Las llamas, débiles y anaranjadas al principio, comenzaron a adquirir un tono profundo, casi oscuro, como si devoraran algo más que madera. Y allí, entre los chasquidos y el crepitar, escuché la voz con mayor claridad. Era una súplica, una voz que surgía de las brasas, llamándome, rogando por algo que no podía comprender.
A la mañana siguiente, las brasas se habían consumido, sólo quedaban cenizas y, cuando comencé a recogerlas, el susurro se hizo más audible. Aquella noche, de nuevo, el fuego fue más insistente. Las llamas no sólo crecían, sino que parecían girar sobre sí mismas, formando figuras evanescentes. Me quedé mirando, incapaz de apartar la vista, y fue entonces cuando lo vi: un rostro, o lo que quedaba de uno, se formó entre las cenizas. No tenía ojos, pero sabía que me miraba. Sentí cómo algo invisible se adhería a mi piel, como una segunda capa de realidad, un peso intangible que me hundía en el suelo.
Intenté apagar el fuego, pero no había agua que lo extinguiera, ni viento que pudiera sofocar esas llamas. Y cada vez que intentaba apartarme, las voces en el aire aumentaban, se volvían más urgentes, como si se quebraran entre sí, suplicando. No sabía si era el mismo ser o muchos, pero cada susurro traía consigo la desesperación de algo que había sido olvidado.
Durante días, no encendí la chimenea, pero eso no cambió nada. Ahora podía sentirlo por toda la casa. Los muros temblaban ligeramente al paso de mis pies, y las sombras se alargaban demasiado, proyectando figuras que no correspondían a mi cuerpo. Sabía que estaba allí, esperándome. Algo atrapado, algo que no era de este mundo, que deseaba salir pero que también temía lo que encontraría afuera.
El espejo del salón fue el primero en romperse, no por un golpe o accidente, sino por un grito ahogado que nació desde el cristal. El eco de ese grito resonó en cada esquina de la casa. Sentí cómo la piel se me erizaba, y los muros comenzaron a crujir como si la estructura misma estuviera viva. El suelo bajo mis pies era cada vez más inconsistente, como si la realidad estuviera colapsando.
Y fue entonces cuando lo entendí. La voz no quería mi ayuda. Nunca la había pedido. Lo que buscaba era arrastrarme a su lado, hacerme parte de esa niebla espesa que ahora cubría cada rincón de mi vida.
Las llamas en la chimenea volvieron a prenderse solas esa noche. Me quedé de pie, observando cómo las brasas se consumían a sí mismas en un ciclo infinito. Al mirar hacia las cenizas, vi mi propio reflejo distorsionado. Ya no era yo quien estaba allí, sino lo que había quedado de mí, fragmentado, repartido entre las sombras de la casa. Algo se había adherido a mi piel desde el primer susurro, algo que ahora me reclamaba.
El fuego nunca se extinguió, ni la voz cesó. Y aunque trato de recordar cómo llegué aquí, la memoria se ha desvanecido junto con la luz. Mi cuerpo se siente pesado, mi mente atrapada. Ahora entiendo que nunca estuve solo.
Imagen: Generada por inteligencia artificial