El pueblo de Ardemia tenía una historia silenciosa, oculta entre los pliegues de sus edificios, como una cicatriz mal curada que todos fingían ignorar. Allí, las puertas se cerraban antes del ocaso y nadie —nadie— osaba caminar descalzo sobre la hierba húmeda de la plaza central.
Los viajeros, claro, no lo sabían. Fueron cinco mercaderes los que desaparecieron primero. Luego, un aprendiz de hechicero que intentó desafiar las advertencias. Todos dejaron atrás lo mismo: su ropa. Siempre ordenada, doblada en el suelo, como si hubieran dejado de existir dentro de ella.
Enid se había esforzado lo suficiente como para aprobar las pruebas de acceso a la Ilustre Academia de Detectives de Beslitz, una organización imperial encargada de preparar a los mejores investigadores de Malasthar. Sus notas no fueron excelsas, pero entraba dentro de la mediocridad esperada de los rangos medios-bajos, así que se le asignaban trabajos sencillos. Cuando llegó a su poder la solicitud del diputado Von Marhen sobre la aldea de Ardemia, ubicada en las áreas sureñas de El Dominio, no tardó en pedirle a su superior la asignación.
— Ten cuidado, Enid. — pronunció el hombre con una mirada severa. Sus arrugas se exageraron. — Tus ojos son lo más importante cuando estás en misión de campo. Que a tus bonitos ojos grises no se les escape nada.
Sin tener en cuenta el repulsivo comentario, Enid empezó a prepararse para el viaje hasta aquella aldea perdida en las antípodas del Imperio. Después de despedirse de su familia, la joven de pelo corto y moreno, emprendió el camino.
Cuando llegó al pueblo, la gente evitaba mirarla a los ojos. Se hospedó en la posada, pidió aguardiente, preguntó demasiado. Las respuestas fueron miradas esquivas, susurros cortados, una mano nerviosa que pellizcaba la piel del brazo hasta enrojecerla. Pero había algo más: una presencia.
Por las noches, las sombras se movían en los bordes de su visión. En el silencio, pudo escuchar susurros húmedos, como bocas separándose de carne pegajosa. La noche en la que Enid supo que estaba en peligro, no estaba sola en su habitación. Despertó con un peso sobre su pecho, una presión sutil, apenas perceptible.
Abrió los ojos. Al principio, creyó que solo era un bulto de ropa abandonado. Pero respiraba. Se sentó de golpe y la cosa cayó al suelo, deslizándose hacia la oscuridad con un sonido pegajoso. La luz de la vela reveló su forma gelatinosa, su taco sin consistencia, pero lo peor era el rostro: tenía el suyo.
Era su propia piel. Separada de su cuerpo. Y le sonreía.
— Suéltala. Sé libre.
La voz no vino de su reflejo sin carne, sino de alguien más en la habitación. En la penumbra, un anciano la observaba, con la piel como un mosaico de cicatrices y de ojos febriles.
— Ven con Hstet. Escucha su rima y sus susurros.
Fue la primera vez que escuchó el nombre. Los aldeanos no eran devotos de un dios, sino de una metamorfosis. Creían en la trascendencia del cuerpo, en el abandono de lo innecesario: los huesos, los músculos, la rigidez de la carne. Hstet no era una deidad, era un concepto, una forma de existir más allá del tacto y del dolor. Quienes alcanzaban su iluminación aprendían a separarse de sí mismos, a abandonar su forma física sin morir.
Se convertían en los «Pielarcas», almas conscientes sin carne.
Los viajeros desaparecidos no estaban muertos. Aún estaban aquí. Se arrastraban entre los muros, pegados al suelo, respirando a través de sus pieles separadas, en busca de otros cuerpos en los que habitar. Enid sintió el primer escalofrío cuando comprendió lo peor: ya la habían marcado, su piel ya no le pertenecía.
Huyó de la posada, con el terror atenazando sus pulmones. En las calles, las ropas de los desaparecidos aún estaban ahí, con las mangas abiertas en un gesto casi esperanzador, como si esperaran que alguien volviera a usarlas. Pero no estaban vacías. Se movían. Cada prenda contenía un cuerpo ausente, una presencia sin carne, sin huesos, pero aún viva.
Las puertas de las casas se abrieron a su paso. Los aldeanos la miraban con ternura, con pena, con amor perverso. No era un castigo, no es un fin: es un nuevo nacimiento.
La piel de Enid comenzó a hormiguear. Sentía que algo se separaba de ella, como si su carne ya no estuviera del todo pegada a su cuerpo. Se tambaleó, notando la presión de su piel como si alguien más la estuviera usando.
Fue entonces cuando vio a una criatura abotargada, como un sapo humanoide repleto de pústulas y granos. Sus ojos deformes e hinchados clavaron su mirada en la joven investigadora.
No caminaba. No se movía. Flotaba dentro de su propio pellejo, una figura translúcida que aún conservaba la forma de su humanidad, pero sin necesitarla realmente.
— Si quieres escapar, quitatela. Libérate de ella.
Enid corrió. Pero cada paso la hacía más ligera. Cada calle, cada esquina, la hundía más en la oscuridad. Poco a poco, notaba como algo se desprendía de su cuerpo, sin dolor, pero con una agonía y repugnancia que estaba más allá del malestar físico. Y cuando por fin llegó a la entrada del pueblo… se detuvo. Respiró hondo, sintiendo el aire frío contra su carne expuesta. Miró sus manos, con horror: su piel ya no estaba con ella; sólo su conciencia, su deseo de regresar. Sólo su vacío.
Cayó de rodillas, pero sin sus músculos protegidos sintió el dolor de la gravilla clavándose en la carne viva. Quiso gritar, pero su voz ya no estaba en su cuerpo. Observó con temor como la muchedumbre se acercaba, y entre ellos vio a aquel anciano repleto de cicatrices. En su mano izquierda sostenía una gubia afilada entre temblores.
No tardaron en rodearla, mientras aquel repulsivo anciano le agarró de la mandíbula y sonrió.
— Ya no eres tu piel. Pero tus ojos… tus ojos grises deberán ver ahora las atrocidades del Mundo de la Carne. — espetó antes de usar aquella gubia para arrancarle los ojos. El cuerpo de Enid cayó al suelo, desprovisto de tacto y vista, pero con vida. Fue arrastrada por los aldeanos hacia las profundidades del templo prohibido, oculto bajo el pueblo.
El Culto de Hstet nunca quiso matarla. Solo querían que entendiera. Solo querían que aceptara su destino. Y ahora, entre los callejones de Ardemia, una nueva piel desprendida de su atadura carnal merodea por la oscuridad, en busca de nuevos adeptos.
Imagen: Generada por inteligencia artificial