No quedaban hombres buenos en Maryland. Si es que alguna vez los hubo, ahora ya no existía ninguno. Tal vez en otro tiempo, cuando los pueblos aún tenían verjas blancas y los chicos repartían periódicos en bicicleta; todo era más fácil, pero ya distaba mucho de la sencillez. Ése tiempo había muerto: Baltimore era un cadáver en descomposición y cada una de sus callejuelas apestaba a mierda, puñaladas y sangre seca. La ciudad se extendía como una herida abierta, con sus edificios de ladrillo enfermos de humedad y sus esquinas plagadas de ratas y sueños rotos.

En medio de todo esto, se encontraba él, Rufus Sentinel. Demasiado idiota para ser un poli; demasiado listo para ser un ganguero. No era un buen tipo. Nunca lo había sido, tampoco lo había querido. La licencia de detective privado fue muy barata y le permitía ingresar cuatro pavos de vez en cuando para justificar un cuchitril como oficina y un techo dónde no empaparse de la lluvia de meados de los bajos fondos. Los detectives privados no se convierten en héroes. Son sabandijas con licencia, carroñeros que escarban entre la basura humana, buscando los secretos que nadie quiere que salgan a la luz. No se necesita talento, ni ética, ni siquiera una maldita pistola—solo la capacidad de oler la mierda antes de que el viento cambie de dirección.

Rufus tenía buen olfato para eso. Se despertó en su despacho con el cráneo retumbando y un sabor metálico en la boca. Whisky barato y cigarrillos negros, el desayuno de los campeones. El reloj de pared marcaba las cinco de la tarde, se notaba que se tomaba en serio su trabajo. Afuera, el cielo era una lámina de acero sucio. La lluvia caía con desgana, el sonido amortiguado por los cristales llenos de polvo.

Un teléfono negro descansaba en su escritorio, envuelto en colillas y manchas de algo asqueroso. Envases de comida china se acumulaban en el suelo, otro fragmento de buena salud y cuidado personal. El insoportable y enervante timbre del teléfono resonó por la estancia.

—¿Sentinel? — la voz de Richard Cain, del departamento de homicidios, era un gruñido entrecortado. — ¿Dónde cojones estás? Habíamos quedado para comer, maldito cabronazo.

—Estaba… — tartamudeó Rufus. Pero qué mierda, qué más da. — Escucha, Cain, no ha sido un buen día.

—Cállate la puta boca, borracho de tres al cuarto. Deja de sabotear tu puta vida y ven para Patterson Park. Tenemos una nueva, como los otros.

Rufus tragó en seco. No necesitaba que le explicaran. Apretó los dientes, este caso estaba enquistándose de forma putrefacta y asquerosa. Sabía lo que iba a encontrar.

—Estoy allí en veinte minutos.

Colgó y se miró en el espejo de la pared. El reflejo le devolvió la imagen de un hombre que no dormía bien, con una barba de tres días y el ceño fruncido en una expresión permanente de duda. Algo en sus ojos estaba mal, algo que no debería estar ahí.

Patterson Park. Un parque de mala muerte, lleno de yonkis y vagabundos por las noches, que apestaba a meados y a excrementos humanos por el día. Nadie que tuviese un mínimo de dignidad pasaba por allí. Las luces rojas y azules de los coches patrulla pintaban las sombras de los árboles desnudos; la lluvia había convertido la tierra en un lodazal que tragaba huellas y escondía lo que cojones hubiese pasado por la noche.

El cadáver estaba tendido boca arriba sobre la hierba empapada, con los ojos abiertos y la boca torcida en un rictus de terror. El torso parecía una preparación de alta cocina, con las costillas reventadas y las tripas esparcidas en un collage de entrañas asqueroso. Seguro que algún desquiciado crítico de arte lo considerada un «nouveau expressioné». Rufus llevaba sus gafas de sol azules, aún a pesar de estar a punto de anochecer, pero no le impidieron reconocer que, esas heridas, no las había hecho un ser humano.

El teniente Cain estaba frente al cuerpo, con su rechoncho cuerpo tapado por el abrigo reglamentario de policía. Sus ojos grisáceos se cruzaron con los de Rufus, y éste se agachó para examinar ese puto desastre con más detalle.

—¿Te das cuenta de lo que significa esto? —dijo Cain, encendiendo un cigarrillo con manos temblorosas. — Es la cuarta en lo que llevamos de mes. Como no encontremos al hijo de puta que está haciendo esto, los federales se van a hacer con el caso. Y tú no vas a cobrar.

Cain soltó el humo lentamente.

— No entiendo qué es lo que motiva a hacer esta desgracia. No hay motivo, no hay explicación, es simplemente muerte sin más. — susurró Sentinel, intentando dar forma a lo que estaba viendo.

— ¿Para qué quieres un móvil? Es un puto loco y ya está. — sacó una serie de papeles doblados de la chaqueta. — Es el informe preliminar de la chica. Una sintecho, Marie Holmes. Llevaba en la calle cinco años, sin familia conocida. Nadie la va a echar en falta.

El detective miró a su colega. Richard Cain acababa de pasar por un divorcio bastante complicado, y sus problemas con el juego y la comida le habían pasado factura. Ignoró su absoluta falta de empatía.

— Ahora está matando gente sin vínculos, sin familia que pregunté por qué, Cain. — se levantó y suspiró. Vio algo en los dedos de la víctima, cómo si fuese algo que hubiese arrancado al victimario. — ¿Qué vais a hacer cuando se cargue al «hijo de» o a una excursión de preescolares? — procedió de nuevo a agacharse y, con cuidado, sacó una bolsa de plástico de su gabardina e intentó extraer aquella mata de pelo.

— Para eso te tenemos en nómina, Sentinel. — respondió con total pasividad Cain. Realmente no le importaba nada de lo que estaba ocurriendo, él sólo quería regresar a su casa a atiborrarse de carne mechada, pollo frito y refrescos de cola light. — Tú tienes contactos, conoces a estos desgraciados, ya sabes…

Rufus extrajo un montón de pelo de la mano izquierda de la víctima. Un mechón oscuro, grueso, posiblemente de un perro grande. Cain emitió un gruñido de asco.

El detective sintió un escalofrío al tocar esos pelos. Y lo sintió: algo le miraba desde las sombras de un callejón cercano. Maryland se retorcía en su propio vientre como un animal moribundo. Las luces de neón parpadeaban como si intentaran recordar sus propios nombres. Los carteles de los moteles, los bares de mala muerte, las estaciones de servicio cubiertas de hollín… todo parecía latir con un pulso enfermo. Y en el centro de ese caos, algo le miraba.

Tocaba moverse por lugares menos «oficiales», como por ejemplo el repugnante pub «Rusty Nail», ubicado en uno de los callejones más asquerosos del distrito financiero. Allí, había encontrado un conocido de un amigo de un ex-compañero de departamento que, igual, podría decirle algo. Un tal Andrew Reaves, ex militar, posiblemente miembro de Al-Anon, con más PTSD que un veterano de Vietnam. No era una fuente muy fiable, pero poco podía sacar dada la situación.

Rufus Sentinel se presentó delante de la entrada del pub, dónde un puerta musculoso y con cara de perro de presa le miró de arriba abajo. 

— Poli, aquí no tienes nada que hacer. — bramó el puerta, flexionando sus gigantescos brazos. Logrados, sin duda, gracias a inyecciones mágicas.

— No soy polizonte, cabezabuque. — espetó Rufus, sin apartar la mirada. — Voy a entrar ahí y no va a haber ningún problema, a no ser que quieras que haya uno.

Antes de que pudiese decir más, Reaves salió como una exhalación del garito. Se chocó de frente con Sentinel, y el gorila poco más tuvo que decir. 

— ¡Hostia! ¡No quería verte tan pronto! — gritó el ex militar, un tipo de complexión oronda, pelo mal afeitado y ojos temblorosos. — ¿Eres Rufus Sentinel? ¿Sí? 

El detective agarró al miserable y se lo llevó dentro de nuevo, mientras el puerta les miraba con el ceño fruncido. En el interior, la peste a tabaco y a alcohol impregnaba el ambiente, mientras que la luz tenue y rojiza ocultaba las facciones del resto de clientela. Quién iba al Rusty Nail, sabía a lo que iba. Se sentaron junto a la barra, y Rufus pidió dos vasos del whisky más barato que hubiese disponible.

— No tengo toda la noche, Reaves. Así que habla de una puta vez… ¿Por qué tu ADN estaba en una escena del crimen? ¿Por qué esos pelos que el laboratorio afirma que son de lobo tienen tus genes? — Rufus clavó su mirada en aquel individuo asustadizo. El abuso de sustancias lo habían vuelto suave y obediente.

— Él me lo dijo. Que era hora de caminar a cuatro patas, de seguir siendo lo que éramos. — balbuceó Reaves, arrastrando las palabras y temblando. — ¿No te das cuenta? ¡Te busca a ti también!

Rufus se bebió de golpe el whisky. El impacto en su garganta fue salvaje, era la peor bebida que había tomado en su vida. ¿En su vida? ¿Alguna vez había probado el whisky?

— ¿De qué cojones estás hablando? ¿Dices que ese hijo de puta me está buscando también?

Andrew afirmó sin mucha seguridad. 

— Somos nosotros… — intentó pronunciar una palabra, pero las sílabas no tomaban forma en su boca. Rufus se levantó, mareado y nervioso. El ex militar seguía detrás de él gritándole e increpándole. Había algo que le quería decir, pero Rufus no podía entenderle. Se largó del Rusty Nail cagando hostias.

Reventó la puerta de la oficina envuelto en sudor. Miró por la ventana: la lluvía de Maryland no paraba de caer. El teléfono comenzó a sonar de nuevo, martilleando sus oídos con un ritmo repugnante e insoportable. Cayó al suelo, envuelto en un infarto —o en lo que él creía que era un infarto—. El sonido de una sirena irrumpió en la habitación, desintegrando poco a poco las paredes, mientras sus manos se transformaban en lo que parecían patas lupinas. 

El mundo se desmoronó. Se miró en el espejo. Los ojos que le devolvían la mirada no eran los suyos. No eran ojos humanos. Todo explotó en su cabeza como un torrente de imágenes incoherentes.

Llamas. Noches rojas. Aullidos. Garras hundiéndose en carne. Manos temblorosas que no eran manos. Él no era Rufus Sentinel. No era detective. No era humano. Las voces gritaban en su cráneo.

«Despierta.»

«Te hicieron olvidar.»

«Eres débil. Vuelve en ti, vuelve al regazo de la Madre Gaia.»

En el reflejo, su verdadero yo lo miraba fijamente. No era un hombre. Era un lobo. Era Llama Oscura.

Y la mentira se desmoronó con un aullido al mismo tiempo que el contenedor de cristal en el que estaba atrapado estallaba en miles de pedazos.


Imagen: Generada por inteligencia artificial.

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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