Era medianoche cuando escuché el estruendo que hizo temblar toda la ciudad. La luna, ese satélite que nos lleva acompañando desde tiempos inmemoriables, comenzó a desintegrarse como un guijarro de grava. Los cascotes comenzaron a precipitarse hacia la superficie del planeta y la sociedad humana entró en pánico.
Muchos intentaron esconderse detrás de sus fortunas o contactos, otros decidieron quitarse la vida antes de que una roca lunar les aplastase. Yo, sin embargo, supe que había algo más detrás de semejante debacle. La energía requerida para destrozar un satélite es inmensa y la catástrofe que estaba sucediendo no podía ocurrir por casualidad.
Me encontraba en la azotea de mi edificio admirando la salvaje destrucción de la ciudad y de los municipios aledaños. Trozos ardientes de roca impactaban con furia sobre el progreso reventando hogares y negocios por igual. Y en ese impasse hacia la desintegración lo ví a través del humo y las llamas: una bestia de proporciones continentales precipitándose hacia la tierra a toda velocidad. El secreto más ignoto y terrible de nuestro planeta.
Éramos el alimento de una aberración astral, de un horror fuera de este mundo que había usado nuestra luna para gestarse y nuestras vidas para sustentarse. Abracé la aniquilación con los ojos abiertos. No sentí el dolor.
Imagen: Exploding Moon 2 por April Lawton