En el reflejo de la ventana se podía ver con total claridad lo que ocurría en las calles. Varias personas reunidas bajo el mismo objetivo, aunque éste fuese equívoco; pero la determinación y las ansias de tener la razón vencían la lucha contra la lógica. Recorrió inquieto las estancias de la casa, que días atrás adquirió con la ilusión del primerizo, e intentó recordar los motivos que le arrastraron a esa conclusión. Los gritos, las proclamas y el estruendo le impedían pensar con claridad, así que cerró la ventana de un golpetazo. El impacto de metal contra metal le envió de nuevo a la realidad; suspiró. La peste que venía de la habitación principal inundó sus fosas nasales, un olor repleto de inmundicia y vergüenza que suplicaba traer de nuevo la ventilación, pero la calle no callaba.
Ella tampoco; se encontraba en la cama, cubierta de carmesí y arropada por el cuerpo mutilado de su amante. Habían pasado las veinticuatro horas más extenuantes de su vida y no podía encontrar la forma de escapar de aquel espeluznante infierno personal. Cómo llegó ahí ya no importaba, lo único que necesitaba era escapar lo más lejos posible y olvidarse de la emoción, el suspense y el morbo; el piso era nuevo, las sábanas suaves y acogedoras, y nadie iba a visitarlo en días. Con voz quebrada, rogó a su captor que la dejase ir, una vez más, pero él hizo caso omiso. Perdido en sus pensamientos, se esforzaba por recordar el momento en el que su vida perdió el; un motivo que justificase por qué su ángel de pelo castaño y ojos negros como el ónice arrojase a la basura las promesas, los besos y las caricias.
El tumulto no paraba de crecer. Se corrió la voz por las redes sociales, y un acto de maltrato era inadmisible a ojos de una sociedad decadente e hipócrita. Su teléfono había estallado en mil pedazos en cuanto encontró su cama ocupada por un extraño. No la miró a la cara, incluso cuando chillaba, presa del pánico, mientras él apuñalaba al intruso; nadie tenía derecho a entrar en su casa ni en su hembra, pero eso ella no lo sabía. Los agentes de policía no tardaron en acordonar la zona tras los avisos, las quejas y las publicaciones en internet. No se sentía capaz de cruzar la mirada con ella después de lo que hizo, pero no la permitía salir de la habitación. Todo el piso apestaba a rancio y a muerte.
Abrió las ventanas del balcón; iba a enfrentarse a todos esos miserables que opinaban sobre su vida. Le temblaban las manos, pero el discurso, que ya proclamó en silencio, iba a justificar lo que había hecho; después, abrazaría la muerte junto a su amada. Se acercó a la habitación para arrancarla de la cama a la fuerza, pero algo le interrumpió: un grito familiar, una voz que no debía estar al otro lado de la ventana, si no bajo el cuerpo de un criminal, de un repugnante invasor. Pero estaba fuera…
Se asomó por la ventana, se mostró ante la calle enloquecida y la jauría hambrienta de justicia. Ella se encontraba entre la colérica marabunta, con sus ojos oscuros vidriosos como el mar de medianoche y su melena castaña revuelta. Estaba lejos, pero podía ver las marcas del sueño y de la preocupación en su cara. Gritó su nombre. Sus convicciones temblaron como los cimientos de un edificio en un seísmo y se dirigió a toda velocidad al dormitorio. La chica cautiva, de pelo corto y rubio, suplicaba por su vida. Extrajo del cuerpo aquel cuchillo de fina fabricación japonesa y lo observó. Su discurso ya no hacía falta, ni el espectáculo siniestro que reluciría durante días en las redes sociales. En ese instante, congelado en el tiempo, sólo necesitaba una salida de emergencia.
Imagen: Women Dark de wallpoper.com