Dieciocho mil setecientos cincuenta y nueve días, más o menos. Esos eran los días que Jano Dragal había vivido hasta que decidió marcharse de su hogar natal, en un viaje que jamás acabaría. Los calculó durante once días, que empleó en rendir cuentas a todo lo que había hecho durante su vida y el resultado no podía haber sido más desolador.
Siempre había sido un superviviente, sin educación ni futuro y no había logrado nada que otro plebeyo no hubiese podido lograr; la visión del pergamino repleto de borrones de tinta e innumerables cuentas le llenaba de satisfacción. Aunque ya se acercaba el ocaso de su existencia, aún le quedaba tiempo para intentar dejar su marca en un mundo que ni se había molestado en conocerle. Quería quedarse en paz consigo mismo tras realizar un peregrinaje más personal que espiritual. Como pobre que era, no tardó mucho en preparar su petate y lanzarse a la aventura. Sólo tenía que caminar y comer de vez en cuando.
Mientras caminaba a través de los senderos nevados de los montes que separaban su provincia, su pasado aparecía ante él entre destellos gélidos y reflejos solares en los charcos congelados. No había sido un buen hombre y eso lo sentía en sus huesos, en sus recuerdos manchados de alcohol y rabia y en la soledad que experimentaba cada mañana al despertarse en su humilde choza, a solas. Aún estaba a tiempo, se repetía con cada paso. Su equipaje, escaso y práctico, suponía un peso que quizás su cuerpo hubiese aguantado mejor si se hubiese preocupado por su salud más a menudo. Su alma y su cuerpo se resentían por el pasado, pero aún no era demasiado tarde.
El primer vahído ocurrió al llegar al pueblo arrocero de Silaththi, en cuanto puso un pie en la taberna local. Un pensamiento inicial de henchir su barriga a base de licor barato ocupó la mayor parte de su mente, pero pudo resistirse. Los peores de los males para un pobre, decía, eran el vicio y las ganas de olvidar la miseria sufrida a lo largo de la vida. Y qué mejor ayuda que una buena botella de ron astari para sumergirse en lo más profundo de la inconsciencia. Tras depositar sus pertenencias en la habitación de la posada, sintió como el suelo se extendía ante sus ojos y sudores fríos manaban por su frente. Tuvo que apretar los dientes y arrastrarse hasta la cama para descansar. El malestar no se marchó en ningún momento, pero retomó su viaje en cuanto pudo ponerse en pie.
Algunos lugareños afables le preguntaban por su destino, por el lugar al que un hombre de tan avanzada edad y en tan malas condiciones físicas viajaba con tanta devoción. Jano dudó durante unos instantes, pero lo tuvo claro en cuanto agarró el colgante de bronce que le había regalado, estaciones atrás, su malograda esposa: la efigie de Xelastris le dejaba claro a dónde tenía que ir.
Habían pasado veintiún días desde que había abandonado su hogar y dieciocho mil setecientos ochenta días desde que su nacimiento. Y aún estaba a treinta días de viaje de la Planicie de las Luces, una de las llanuras sagradas donde se dice que la deidad divina cayó tras ser debilitado por las fuerzas del mal. Jano sonrió durante un instante al abandonar Silaththi al mediodía, con el espíritu lleno de esperanza.
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