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Varios días desde el «incidente» de Flautovia, nuestros tres intrépidos aventureros ya habían dejado atrás aquellas llanuras y se encontraban adentrándose en las escarpadas y nubosas tierras de Corzohierro. Esta vieja aldea minera no estaba pasando su mejor momento, ya que desde los descubrimientos del Valle de Inistia y la apertura de una nueva ruta comercial, los viajeros ya no pasaban tan a menudo por la posta del pueblo. 

Allí les esperaba Selinia Hiyahiya, ataviada con una capa negra y una capucha que ocultaba sus facciones gatónidas. A su alrededor, unos pocos mineros humanos y enanos intentaban prepararse lo mejor posible para el día de trabajo con licor de zarzaparrilla y carne seca. Sheoltio entró en aquel sombrío lugar silbando una alegre melodía, y todos los patrones no tardaron en girarse hacia el sinvergüenza. Por detrás le siguieron Kaélidas y Arcturus, que traían una cara de cansancio impresionante: el viaje a través del paso de la montaña había sido movidito. Bestias salvajes, una banda de asaltadores y varios puentes derribados habían consumido las energías de los tres. 

Sin embargo, la alegría de Sheoltio no había disminuido lo más mínimo a pesar de la terrible travesía. Los tres se sentaron alrededor de Selinia y pidieron lo que más les gustaba: refresco de azúcar con espuma marina. El corpulento camarero se lo sirvió tras examinar las monedas de cobre que Arcturus le había ofrecido; al darse cuenta de que eran malasthinas, torció el gesto, pero las aceptó no sin proferir gruñidos y quejas ininteligibles.

Arcturus bostezó como un hipopótamo cuando se acomodó en la silla y se estiró a gusto, provocando ciertas molestias a Selinia.

— ¡Mantén un perfil bajo, niño! — espetó la gatónida, visiblemente irritada. — La que habéis armado en Flautovia está extendiéndose por todo el reino… ¡no queréis llamar la atención!

— ¿Qué hemos liado en Flatuloria? — preguntó Sheoltio mientras mordisqueaba el pollo reseco que habían servido en la mesa. — Si nosotros… — mientras masticaba intentaba arrancar la carne del hueso con dificultad. — … sólo somos unos aventureros más…

— ¡Ejem! — interrumpió la gata. — Vamos a centrarnos en el trabajo. Arcturus, me habías pedido la localización de un arma vinculada al poder del hielo, ¿verdad? — el joven asintió con la cabeza mientras daba varios tragos al refresco. — Mis contactos me han hablado de un siniestro monstruo muerto viviente que acecha en los bosques del norte, una criatura arrancada de las llanuras de Desgoth conocida como «Huesos Gélidos».

El silencio se hizo de repente en la posta. Todo el mundo dejó de hablar de repente y una misteriosa neblina azulada cubrió todo el lugar. Los ojos de Selinia se volvieron de un azul frío y reluciente que sobrecogían el corazón de quien los mirase. Ninguno de los patrones se movía, parecía suspendido en el tiempo y en el espacio. Kaélidas notó como su pelaje se erizaba debido a la presencia sobrenatural que se erguía frente a ellos.

— Yo soy Huesos Gélidos, imprudentes mortales. — la voz de la gatónida había cambiado a la de un demonio de ultratumba. Parecía que rasgaba cristales a medida que pronunciaba esas abyectas palabras. — Habéis mandado a esta inocente a una muerte segura. Tengo su alma entrelazada entre mis garras. Si osáis recuperarla, os espero en el Claro del Desazón, al norte de esta posta, hoy a medianoche.

Cuando pronunció esa última frase, Selinia se desmayó de repente. El tiempo volvió a fluir con normalidad y la posta se inquietó después de escuchar el ruido que provocó la gatónida al estamparse contra la mesa. Los tres audaces no tardaron en asistirla y contratar una cama exclusivamente para ella. Tras pasar unos momentos que parecieron horas intentando reanimarla, Selinia recobró la conciencia. Arcturus estaba muy preocupado por ella, y así se lo hizo saber.

— Mira, niño, no es culpa tuya. Me cazó desprevenida. — se lamentó Selinia. Sheoltio estaba rebuscando entre sus alforjas. — Estoy segura que Kaélidas puede utilizar uno de sus aparatos mágicos para quitarme esta maldición.

Pero lo que desconocía era que el joven arcanista ya había empleado sus Conjuros mágicos para intentar salvarla. Fuese lo que fuese Huesos Gélidos, era una magia demasiado potente para él. 

— Perdona, gatufla. — dijo Kaélidas con un tono dulce y conciliador. — Me temo… que lo que tienes encima es algo ciertamente poderoso de quitar. Verás… yo no puedo sanarlo así de repente, tendremos que ir a visitar a ese Huesos Gélidos y pedirle amablemente…

— ¡LO ENCONTRÉ! — gritó Sheoltio, asustando de nuevo a todos en la posta. — ¡MIRAD, UN GANCHO DE HIERRO FRÍO! — y sacó una cuerda bastante larga que acababa en un artefacto hecho de metal negro. — Estupendo para tratar con muertos vivientes, ¿eh?

Sheoltio… el hierro frío es para las hadas y bichos sylestris… — se lamentó Arcturus. — No pasa nada, Selinia. Iremos a por ese esqueleto y le daremos lo que se merece.

— ¡UNA BUENA PALIZA CON EL HIERRO FRÍO! — declaró Sheoltio envuelto en júbilo. — ¡HIERRO FRÍO PARA EL HUESO FRÍO! 

Sin embargo, Kaélidas estaba consternado. Estaba claro que Huesos Gélidos era algún tipo de lívido con el suficiente poder como para conjurar magia nigromántica. A pesar de que Sheoltio no parecía preocupado, el gatónido arcanista no tardó en hacer saber a Arcturus la problemática.

— Amigo, disculpa, verás… Que un monstruo sea capaz de embrujar a Selinia y hacer ese tipo de magia… quiere decir que no es un don nadie. — tragó algo de saliva antes de mirar a un lado y a otro. — No es que sea, digamos, un Henri Laflute más.

Kaélidas, eres un fuera de serie. — Arcturus puso sus manos en los hombros de su amigo. — Y me encanta que estés preocupado. Pero le tenemos que dar la del pulpo a ese huesecitos, ¿entiendes? — se giró y sacó el Yelmo de Piedrargenta de su alforja. Lo contempló durante un instante y rememoró su heroica acción contra el estúpido Conde de Flautovia. — Vamos, tenemos que prepararnos para el enfrentamiento.

Durante el resto del día, nuestros tres intrépidos aventureros estuvieron preparando diversas trampas y contingencias para enfrentarse al terrorífico Huesos Gélidos. Los bosques cercanos a la posta de Corzohierro se extendían como un manto oscuro y retorcido. Los árboles, en su mayoría abetos y pinos, se alzaban altos y sombríos, con sus ramas entrelazadas creando una maraña de sombras que parecía devorar la luz del día. El suelo estaba cubierto por una alfombra de nieve y musgo, que se descomponía con lentitud en una mezcla viscosa y maloliente.

El aire parecía pesado y lleno de susurros siniestros, como si las sombras ocultaran secretos oscuros. Sonidos ominosos, con el crujir de las ramas y el ulular del viento hacían del bosque un lugar terrible. Los troncos de los árboles estaban marcados con cicatrices y signos de descomposición, como si el mismo bosque estuviera enfermo y maldito. Y allí se encontraban los tres audaces, preparados para enfrentarse al terrible Huesos Gélidos

Las horas pasaron como gotas de agua cayendo sobre una caverna oscura, y la alegría de Sheoltio terminó convirtiéndose en nerviosismo. Tanto le costaba esperar a este gatónido, que se puso a trepar por las ramas más gruesas del Claro del Desazón, espantando y haciendo todo el ruido posible para saciar su frustración. Mientras tanto, Arcturus y Kaélidas observaban y estudiaban el lugar: el joven malasthino pudo entender por qué el malévolo Huesos Gélidos había elegido semejante escenario para su enfrentamiento. 

Un claro perdido en las profundidades de un bosque repulsivo, alejado de cualquier atisbo de civilización, y lo suficientemente amplio como para escapar en caso de necesidad. Llegaron las doce de la noche, el cielo estaba cubierto de nubes y una luna menguante se asomaba con timidez entre los nimbos. El aire se volvió frío e insoportable, y en seguida Sheoltio se puso en guardia. La tierra tembló, los cuervos y lechuzas emprendieron el vuelo y una sensación repulsiva recorrió los cuellos de los tres.

El aspecto terrenal de Huesos Gélidos era sobrecogedor: un gigantesco esqueleto hecho de hierro, piedra congelada y madera podrida. Fácilmente podría alcanzar los tres metros, pero su pose jorobada hacía creer que era más bajo. Una túnica ajada, de colores apagados, cubría su cuerpo huesudo. Y empuñaba con determinación un arma de asta fabricada con los zafiros de una vieja deidad de la tundra: la Lanza de Hielo. Bramó con la fiereza de un cacique de ultratumba cuando llegó al Claro del Desazón.

— ¡ARCTURUS! ¡Sé por qué estás aquí! ¡Quieres robarme mi tesoro! — el esqueleto agitó con furia la lanza, desplegando una tenue ventisca. — ¡Soy Huesos Gélidos, el devorador del sorguerno! ¡El tirano de escarcha! ¡Ven aquí y vénc…!

Antes de que pudiese finalizar su frase, fue impactado de lleno por una de las bombas ígneas de Sheoltio. El sinvergüenza se la había arrojado con precisión desde la copa más alta de los árboles del Claro. Al tomarse su tiempo para imponer con su presencia, Huesos Gélidos había dado una ventaja increíble a los tres audaces.

Kaélidas no tardó en reaccionar a la señal de su compañero gatuno, y se plantó frente al lívido para descargar sobre él una Onda atronadora. Tremendos truenos y explosiones sónicas resonaron alrededor del esqueleto de hielo, atontándolo e impidiendo que tuviese tiempo de reaccionar mientras intentaba colocarse el cráneo. Pero no tuvo tiempo, puesto que Arcturus ya había preparado sus Botas de ancarrana y había pegado un enorme salto en el aire, cargando la Celada fotoancestral. Lo último que Huesos Gélidos pudo contemplar fue un gigantesco rayo de luz que provenía de la cabeza del chaval al que tuvo la insensatez de retar.

Cuando la enorme cantidad de huesos partidos se desplomaron sobre la tierra nevada del Claro del Desazón, la presión del aire y la gélida presencia desaparecieron al instante. El arma que Arcturus buscaba, la Lanza de Hielo, se encontraba tirada en el suelo, tan grande como fue Huesos Gélidos. El joven se colocó al lado del artefacto e intentó levantarlo con sus manos.

— ¡Diantres! Esta maldita lanza es demasiado grande. — le pegó una patada, aunque no pudo ni moverla un ápice. — Vamos a tener que buscar otra cosa, chicos.

— Ehm, perdona… Perdona, querido Arcturus, verás. — Kaélidas se acercó, intentando no ensuciar su túnica blanca con la tierra empapada. — Éste tipo de armas mágicas han de vincularse con su portador. — señaló al montón de huesos grisáceos. Poco a poco se iban convirtiendo en ceniza y desapareciendo en el aire. — Ahora que su anterior dueño se ha… bueno, ya no está… — el gatónido invitó a su colega a recoger el objeto.Al agarrar la Lanza de Hielo, ésta se encogió lo suficiente como para poder ser blandida por el valiente aventurero. La noche empezó a refrescar de forma natural, y los tres no tardaron en retirarse de nuevo a la posta. Selinia ya se encontraba mucho mejor y, liberada de la misteriosa maldición de Huesos Gélidos, alentó al grupo a descansar. Durante un par de días, Arcturus se dedicó a practicar con su nuevo arma, mientras que Kaélidas atendía a Selinia. Mientras tanto, Sheoltio intentaba comerse a la mascota del dueño de la posta, una vieja arañardilla mucho más inteligente y vivaz que él.


Imagen: leonardo.ai

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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