Las lluvias regaban con abundancia los Pastizales de Calbarás cuando nuestros queridos aventureros empezaron a atravesar la linde que separaba las Tierras de la Corona de los territorios de la Bahía de Iskadar. El siguiente objetivo que Arcturus había recibido de Selinia era una antigua caverna, sepultada por el paso del tiempo, ubicada en los escarpados Montes Orientales

Aquella provincia, ubicada en un limbo entre tres regiones, con la Cordillera de la Ventisca al norte inminente, carecía de aldeas o poblaciones, limitándose a ser un territorio peligroso, de paso y poco protegido. El viaje a través de los caminos de montaña era arduo y arriscado. El terreno fragoso y las abruptas pendientes ponían a prueba la resistencia de nuestros protagonistas. 

La nieve y el hielo cubrían los senderos, haciendo cada paso incierto y resbaladizo. La temporada del Vero estaba llegando a su fin, y las continuas precipitaciones hacían el camino muy complejo. Sin embargo, la determinación de Arcturus permitió a sus aliados atravesar las vicisitudes que planteaba el accidentado territorio dónde se escondía la Caverna del Rey del Trueno.

Una tarde, mientras cruzaban un estrecho paso de montaña, una sombra enorme se proyectó sobre ellos. Levantando la vista, vieron un octópodo oscilante gigantesco, recorriendo los elevados picos y quebrados sobre el aire, escurriéndose con soltura a través del aire. La criatura, una amalgama de tentáculos y escamas brillantes, emitía destellos eléctricos que iluminaban el oscuro cielo veral.

— ¡Ahí va! — exclamó Sheoltio, pero enseguida fue silenciado por Kaélidas, que reaccionó con rapidez al futuro comentario estúpido de su colega. — ¡Mmmf…!

— Silencio, joven amigo. — el ser desapareció tras flotar por las proximidades un par de veces más. — Esa criatura… parece haber surgido del Piélago sidéreo

Arcturus miró con preocupación al mago gatónido. Los seres procedentes de esa realidad circundante no eran buenas noticias. Incluso para él, un aprendiz de los asuntos arcanos, el Piélago sidéreo era un lugar de energías descontroladas, caóticas, que se encontraba en lo más profundo del universo conocido. Una esfera espirálica envuelta en fuerzas incognoscibles.

— ¿Qué hace una criatura del Piélago aquí, Kael? — preguntó consternado Arcturus, manteniendo un tono de voz sosegado. — Esto no es como los centinelas de piedras o el idiota de Laflute. — la presencia ominosa de aquella criatura impregnaba el aire. Nuestros protagonistas caminaron un rato más a través del traicionero sendero de montaña hasta que encontraron una oquedad en el muro. Kaélidas levantó una barrera de protección contra el clima, y los tres se acomodaron alrededor de una hoguera.

— Estaremos a salvo durante unas horas. — pronunció de forma más solemne que pudo Kaélidas. — Mi vieja maestra siempre decía: en el Piélago no hay más que sombra. Y si no son sombras, son gusanos que trae oscuridad. 

El tono jocoso del grupo estaba completamente suprimido. El silencio de Sheoltio inquietó aún más a Arcturus. El joven intentó sonreír y soltar una de sus bromas.

— Bueno, pues sacamos el palo de hacer pis de Sheol y… 

— No. — interrumpió de forma brusca Kaélidas. — Esta oscuridad no es algo que podamos suprimir con el Bastón de la Luz de la Mañana. — respondió con la voz temblorosa. — Si te digo la verdad, Arcturus, no sé cómo lo vamos a enfrentar.

El zagal de Arcturus observó con el ceño fruncido a su colega arcanista. Si ni siquiera Kaélidas, que era la mente pensante del equipo y el experto en magia arcana, tenía un plan, la cosa se iba a poner muy peliaguda.

— ¿Y si lo clavamos a la montaña y le disparamos con luz? — pensó Sheoltio en voz alta. Sus pensamientos habían estado moviéndose entre el hambre, el frío y la incomodidad de estar sentado en una cueva de montaña. — Kael dice que viene de las pieles sombrías y que está hecho de oscuridad, pues lo ensartamos contra un muro y lo reventamos a bolazos de luz. — señaló con total indiferencia el bastón mágico de Kaélidas. — Porque… ¿ese palo no hace eso? 

Los dos compañeros se quedaron mirando fijamente al plan tan simple, pero quizás tan efectivo que Sheoltio había elaborado en un pensamiento. No obstante, no tuvieron tiempo de elaborar nada más, pues un execrable ojo azul eléctrico se clavó en la entrada de la cueva.

— INTRUSOS… LADRONES… ¡SAQUEADORES! — la voz crepitante del octópodo se clavó en sus mentes, aferrándose a cada uno de sus recuerdos cercanos. — ¡VENÍS A PROFANAR MI SANTUARIO! 

El pelo de Kaélidas se erizó hasta hacerle parecer un peine. Esa telepatía, esa forma y ese comportamiento; no cabía duda de que se habían encontrado con un nictálaton, una bestia de más allá de las estrellas que devoraba los recuerdos y los sentimientos de sus víctimas. La hora de pensar en cómo enfrentarlo había pasado en el momento en el que uno de sus tentáculos gelatinosos atravesó la barrera e intentó aplastar a los aventureros.

— ¡Kael, si tienes alguna magia que nos libre de esto es un momento espectacular para usarla! — gritó Arcturus mientras desenfundaba su Lanza de Hielo y se preparaba para el ataque. — ¡Sheoltio! ¡Trepa por el muro de enfrente y prepara tus granadas de resplandor! 

El joven gatónido asintió y esquivó los embates de la terrorífica criatura pelágica. Aquel ser se sostenía en el aire gracias a sus poderes psiónicos, y presentaba la forma de una enorme mancha de tinta de la cual surgían tentáculos y el pico de un calamar. Su ojo central, un terrible orbe de energía crepitante eléctrica, seguía de forma incansable a Sheoltio y a Arcturus, mientras que Kaélidas se había resguardado en lo que quedaba de la cueva.

— ¡Arcturus! ¡Parece una caca explosiva aérea! — espetó Sheoltio mientras subía por la pared montañosa a toda velocidad. — ¡Las cacas hay que limpiarlas, cochino!

No pudo terminar su chascarrillo, pues el nictálaton emitió un pulso psíquico que empujó al deslenguado gatónido hacia unos riscos cercanos. Arcturus apretó la mandíbula y cargó, apoyándose en sus Botas de ancarrana.

— ¡Te vas a enterar, pulposo! — cargó con determinación hacia el monstruoso ser del abismo.

— HUMANO… LA RELIQUIA DEL REY DEL TRUENO NO TE AYUDARÁ A RECUPERAR A TU PADRE. — respondió la aberración, recibiendo el impacto con total naturalidad. — SOY SU GUARDIÁN INCONSCIENTE, ATADO A ESTE LUGAR POR FUERZAS QUE NI SIQUIERA PUEDES COMPRENDER. — la voz rodeaba y acariciaba la mente de Arcturus, que estaba medio atrapado entre la incognoscible piel del monstruo y la pared montañosa. — ES EL MOMENTO DE DESCANSAR, LO SABES.

Pero, de repente, una nube negra se formó encima del nictálaton. Pequeños destellos de luz surgían de aquel extraño nimbo, pero cuando la monstruosidad se quiso dar cuenta, el arcanista Kaélidas ya había invocado su hechizo.

— Ciegos de la eternidad, brumas del comienzo. — Kaélidas se estaba concentrando en su báculo. — Luceros de la mañana, mediodías del Crecio. — la energía acumulada estaba haciendo temblar la montaña. El monstruo se giró, espantado por la enorme descarga umbral que estaba formándose alrededor del arcanista. — ¡¡Arrancad vuestra luz e iluminad mi presente!! ¡RESPLANDOR INFINITO!

Una gigantesca oleada de luz brillante blanca inundó el valle dónde se encontraban. Incluso los esquejes más apartados y escondidos de la montaña fueron iluminados por el resplandor del sortilegio de Kaélidas. El nictálaton, un ser acostumbrado a huir de la luz y morador de la oscuridad, fue desintegrado en segundos por la repentina e inesperada iluminación. Arcturus comenzó a caer sin remedio hacia el fondo del barranco, pero el mago gatónido ya había preparado dos arandelas arcanas para recuperar tanto a Sheoltio como al joven malasthino.

Tras un merecido descanso, no muy largo porque eran conscientes de que aquella monstruosidad pelágica iba a reformarse en seguida, continuaron el sendero hasta la Caverna del Rey del Trueno. Esta formación natural había estado siglos sin recibir ninguna visita, pero en su interior se encontraban las mismas inscripciones que el grupo había encontrado en la Grieta de Calbarás. Estaba claro que ambos santuarios habían sido levantados por la misma tribu.

Pero no quedaba tiempo: atravesaron a toda velocidad la caverna hasta que llegaron al fondo. Sheoltio iba el primero, algo molesto porque la criatura le había despachado en seguida, pero en cuanto vislumbró el altar que guardaba semejante tesoro arcaico, no tardó en agenciarse el Cetro del Rey del Trueno.

— ¡Sheoltio, espera! — espetó Kaélidas, muy preocupado. — ¡Puede haber trampas!

— ¡Ni trampas ni trampos, Kael! ¡Con esto le voy a dar lo suyo y lo de su primo a ese pulposo cacoso! — a veces, el joven gatónido se comportaba como un cachorro. 

Las ganas de gresca de Sheoltio se manifestaron de verdad cuando el nictálaton se presentó en la entrada de la caverna; pero en lugar de asustarse, sonrió con malicia y apretó el nuevo tesoro que había obtenido. Sin entender muy bien el proceso, comenzó a frotarlo y a intentar sintonizarse con ello.

— ¡ESTÚPIDO NIÑO! ¡QUITA TUS GARRAS DEL LEGADO DE MIS SE…! — antes de que pudiese finalizar, Sheoltio liberó una onda expansiva sónica y eléctrica que dispersó la carne y el espíritu del nictálaton. La emanación también provocó daños estructurales en las paredes rocosas y toda la montaña comenzó a temblar.

— ¡Sheoltio, cuidado que te cargas la montaña! ¡Y nosotros estamos dentro, a ver cómo salimos! — gritó Arcturus mientras cargaba a Kaélidas a la espalda. La estabilidad de los suelos empezaba a resquebrajarse. 

— ¡No os preocupéis! ¡Tengo el Palo del Trueno! ¡Vamos, lanza más truenos! — Sheoltio agitaba el Cetro de un lado a otro mientras recorría las paredes de montaña a toda velocidad. El monstruo aberrante ya se había reformado de nuevo y sus ominosos tentáculos se abalanzaban sobre él.

— ¡YA BASTA, INTRUSOS! ¡NINGUNO DE VOSOTROS DEBE PROF…!

— ¡Escarcha del norte, retumba a través de tu filo! ¡Lanza de Hielo! — gritó Arcturus mientras arrojaba a toda velocidad su arma secreta. El cuerpo de la entidad fue atravesado de lado a lado, mientras el gélido hielo sobrenatural de la Lanza empezaba a extenderse por toda su superficie. — ¡Es el momento, Sheoltio!

— ¡Ah, que hay que decir cosas! ¡Es verdura! ¡A ver, Palo del Trueno, ¿cómo te activo?! — espetó con una sonrisa. Poco a poco, el cuerpo del nictálaton se había convertido en un pedazo de hielo flotante. — ¡Ya te pillo! ¡Vamos allá!

Sheoltio aterrizó sobre un risco que sobresalía por encima de la niebla oscura que provocaba el repulsivo ser. Adoptó una pose heroica, llamativa, mientras colocaba el Cetro del Rey del Trueno en su cintura. Un pequeño destello surgió de su ojo derecho mientras colocaba el cetro frente a su rival, la aberración del Piélago sidéreo.

—¡Desprende las rocas del impacto! ¡Cetro del Rey del Trueno! — una oleada de energía sónica surgió de la punta del cetro, reventando en mil pedazos al nictálaton y desintegrando los pedazos congelados en escarcha negra. La criatura por fin había sido derrotada y los tres audaces se habían hecho con otra reliquia arcaica más.

Triunfantes, abandonaron el sendero de los Montes Orientales, tras haber provocado un par de avalanchas y corrimientos de tierra culpa de su enfrentamiento con el nictálaton. Pero eso ya no importaba, puesto que su próximo destino estaba lo suficientemente lejos como para que la excitación de haber explorado el territorio de un habitante del Piélago sidéreo se pasase. 

Sheoltio, amigo, te recomiendo que no uses esa reliquia para empujar a nadie. — comentó Kaélidas, ya preocupado.

— ¡No te preocupes! Bueno, sí. Imagínate un mercado, lleno de gente, y tú quieres pasar…

—¡No! ¡No podemos usar estas reliquias para nuestro beneficio! — respondió, visiblemente alterado, Kaélidas.

Arcturus sonrió mientras sus dos compañeros gatónidos discutían. Al fin y al cabo, él era quien les metió en esta aventura. Los tres audaces caminaron hacia el este, rumbo a los Humedales de Iskadar, en busca de una nueva reliquia.


Imagen: Generada por DALL-E 3.

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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