Nueva Orleans, década de 1960. El aire era un caldo turbio de jazz oxidado y sangre inmortal. En aquella ciudad exhalando decadencia y secretos, Mateus Grimshaw —aún joven, aunque ya corroído por la sospecha— caminaba por las calles empedradas con una cautela aprendida, como un lobo entre espejos rotos.

Grimshaw no tenía la presencia de un guerrero. Era rechoncho, con una complexión robusta y cierta rigidez al caminar. Llevaba el cabello lacio, corto y peinado con raya al lado, con destellos de canas a pesar aún de su juventud. Sus gafas de montura gruesa velaban unos ojos pequeños, despiertos y crueles, siempre en alerta. Vestía trajes de tonos apagados que olían a humedad y tabaco sin encender, con los puños de las camisas manchados de tinta o grasa. Cada parte de él parecía deliberadamente mediocre, excepto su mirada, donde habitaba el verdadero terror.

Fue allí donde conoció a Eritza González, una bruja callejera de origen gallego que ofrecía visiones a marineros borrachos y debutantes venidos a menos. Era una belleza atípica: alta, de piel aceitunada con matices cobrizos, melena castaña casi pelirroja, rebelde como su alma. Su cuerpo, de curvas generosas y andar desafiante, no estaba diseñado para encajar, sino para dominar. Nadie sabía que sus palabras, disfrazadas de superstición y acento ibérico, eran fragmentos de una verdad tan peligrosa como impura. Su magia no era simbólica ni teatral: era eficaz, invisible y cruel. Eritza no necesitaba tocar los huesos para ver el futuro; le bastaba su voz.

La relación con Mateus fue un duelo a cuchillo, sí, pero también una sinfonía de fascinación y respeto mutuo. Al principio, hubo verdadera colaboración: visiones a cambio de renombre, hechizos por favores de guerra, con el Garou siempre sorprendido por la precisión quirúrgica con la que ella intervenía en conflictos entre manadas y reuniones diplomáticas con entidades umbrales. En una ocasión, ayudó a negociar una tregua con una colonia de seres vampíricos mediante un ritual de niebla que ocultaba las emociones; en otra, neutralizó un fetiche contaminado a través de una oración tejida con pelos de lobo y cera de iglesia profanada. No se trataba de trucos; era conocimiento, y Grimshaw lo sabía.

Había entre ellos un juego lento de tira y afloja. Mateus la invitaba a reuniones privadas con otros Garou de alto rango, siempre dejándola hablar al final, como si fuera un comodín divino. La Justicia Metálica sabía que necesitaban aliados con poder, pero aquella hechicera era demasiado desobediente.

Eritza, en cambio, respondía con astucia: llegaba tarde, hablaba poco, dejaba artefactos suyos olvidados a propósito para que él los estudiase en vano. En más de una misión, Grimshaw se sorprendía cuando, al darse la vuelta, se daba cuenta que lo había hecho para cerciorarse de que la bruja no lo estuviese observando, como si el éxito solo tuviera valor si era juzgado por sus ojos. Ella era libre, rebelde, autónoma. Sus costumbres escandalizaban incluso a los espíritus. Y esa independencia —esa absoluta negativa a dejarse poseer— comenzó a irritar a Grimshaw más de lo que jamás admitiría, precisamente porque la admiraba de forma genuina, incluso reverencial.

Entonces ocurrió el incidente. Durante una investigación a un vampiro problemático, la manada de Grimshaw llevaba varias semanas detrás de su presa. El tipo no paraba de darles esquinazo, y esta frustración sacó lo peor de uno de sus compañeros: cayó en el Yugo del Wyrm. Cuando el monstruo emergió, Eritza apareció sin ser llamada, como si hubiese seguido de cerca el operativo. Frente a la furia del Crinos, ejecutó un sortilegio ancestral. Con un simple gesto, le arrebató el lobo: su espíritu fue silenciado, la bestia suprimida, y el cuerpo inconsciente de aquel desdichado cayó al suelo como un saco de patatas.

Grimshaw quedó fascinado. Y aterrado.

Volvió a verla semanas después, en su tienda repleta de collares y humo seco. La interrogó con elegancia británica, inquisitiva y venenosa. Ella rió. Le explicó que los Garou también tenían formas de exorcismo —rituales, pactos, ceremonias—, pero que su magia no requería convencer a los espíritus. Solo poder doblegar la membrana de la realidad.

Cuando Mateus osó insinuar que su hechicería era impía o peligrosa, ella no reaccionó con rabia ni con orgullo herido. Le ofreció, en cambio, una mirada larga y profunda, como si estuviera despidiéndose de una versión de él que había dejado de interesarle. Su postura estaba cansada, aburrida, aderezada con una sombra de compasión amarga. Le explicó con calma que los Garou, por poderosos que fueran, estaban atados a su mitología; que ella, en cambio, había empezado a vislumbrar una red más antigua, más vasta, más indiferente.

Le dijo que no volverían a verse.

Acto seguido, agitó una ramita de mirto sobre un cuenco de agua sucia, susurró una palabra en un gallego incomprensible, y la mente de Mateus se nubló como si hubiese inhalado una niebla hecha de recuerdos ajenos. Durante ese lapso brumoso, Eritza recogió sus pertenencias más valiosas, limpió la tienda de sus cachivaches, y desapareció de Nueva Orleans como si nunca hubiese existido. Cuando Grimshaw recuperó la claridad horas después, el local ya estaba vacío, las paredes olían a madera vieja y abandono. Como un sueño mal rememorado, la bruja se había ido.

Décadas después, Mateus ya había obtenido su posición como líder del Departamento de Comunicaciones y Seguridad en la Justicia Metálica y ya se le conocía como Gran-Hermano. En Oviedo, bajo el cielo plomizo de una ciudad que aún arrastraba las sombras de otra época, Grimshaw sellaba un acuerdo con un empresario local cuando un nombre olvidado resucitó en su agenda: Eritza González. La mujer, ahora decrépita pero intacta, vivía retirada. Había tenido descendencia. Su nieta, una joven promesa, portaba la semilla del lobo.

La hechicera había ralentizado el despertar con sus sortilegios arcanos, y se había asegurado de que ninguna manada pudiese localizar a su estirpe, protegiendo a la niña del dolor de lo inevitable. Pero Mateus no creía en lo inevitable. Solo en la utilidad. Cuando intentó secuestrar a la pequeña, el Primer Cambio estalló como un relámpago incontrolable. Como ya le dijo en el pasado, Grimshaw estaba atado a la mitología de los Garou. Para salvarla, Eritza suprimió el lobo una vez más. Y se entregó.

Mateus, que no perdonaba afrentas, la confinó en una de sus bases remotas, oculta en una red de dominios dispersos que el Departamento de Comunicaciones y Seguridad mantenía bajo el radar de la estructura oficial. Durante semanas, Eritza fue desollada del alma: su sangre examinada, su espíritu diseccionado, su magia profanada. Grimshaw no confiaba en los técnicos de siempre. Ya había visto suficientes fracasos biotecnológicos por parte de aquellos que juraban dominar el genoma Garou y apenas sabían interpretar una visión umbral. Así que echó mano de acuerdos antiguos, oscuros, con gente que debía favores, e intercambió permisos, silencio y discreción por conocimiento prohibido.

Nadie preguntó cómo había conseguido los compuestos, ni quién sintetizaba las drogas de diseño que se administraban por vía subcutánea al cuerpo cada vez más mutado de Eritza. Había un propósito en todo ello: replicar su don, su capacidad de doblegar la naturaleza espiritual de los cambiantes sin el permiso de los espíritus. Nootrópicos desconocidos, inhibidores rituales y códigos de sugestión fueron combinados con antiguos principios de condicionamiento, perfeccionados por ciertas agencias cuya existencia aún se niega. Lo que emergió de aquella cámara no fue una mujer, ni siquiera un ser humano. Fue bautizado como Pulchritum, una aberración trágica, corrompida por tecnología, tortura y venganza. Había olvidado su pasado como Eritza, y no era más que el primero de una línea de biofomoris que la Justicia Metálica utilizaría en el futuro como línea de defensa contra otros clanes Garou. Tal y como Grimshaw sabía que iba a suceder.

Pulchritum —irónicamente, «limpia»— era la joya más terrible de Grimshaw. Un ente que anulaba los Dones, que se alimentaba del terror Garou. Una carcasa grotesca con la sombra de Eritza en su interior. Fue su carta oculta durante el cisma, el as bajo la manga de un Ragabash que ya no jugaba por honor, sino por dominación absoluta.

Y así, como los Aulladores Blancos, Mateus supo que los Garou terminarían por destruirse a sí mismos. Pero a diferencia de ellos, él planearía la implosión.

Porque para él, el control no era una ilusión. Era su dios.


Imágen: Generada por inteligencia artificial.

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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