Dejamos atrás del Templo de Kaj y no había ni un solo día en el que me arrepintiese de haberles dejado volver a entrar a por la estatuilla. Sí, volvíamos a cargar con la estatuilla de Kaj. Éramos como una panda de idiotas que vagan con los ojos vendados por un sendero al borde de un acantilado.
Desde que salimos del templo pudimos comprobar que el poder que encerraba la piedra estaba latente. Por los aledaños encontramos adoradores de Kaj, como los últimos habitantes de Criabul. También fuimos atacados por alguna que otra horda de orcos. Quizá todos fueron atraídos por estatuilla, o quizá no, pero desde que portábamos el mal con nosotros ya nada me parecía casual.
Tras uno de los encuentros con los fanáticos de Kaj, al registrar los cuerpos sin vida, Ramploncín encontró un amuleto. Su decoración era una mezcla élfica y enana. Yo encontré un libro de salmos. Podía pasar por un libro cualquiera y lo habría desechado como tal —para avivar las llamas de la hoguera— si no fuese porque estaba forrado con carne humana curtida. Algo me decía que lo que podíamos encontrar en su interior iba a ser importante para nuestra misión. Describía el uso que le daban a las diferentes pociones que portaban, pero lo que más nos llamó la atención fue un mapa, incompleto, de una ciudad enana.
Tras unos siete meses de vagar de aquí para allá teníamos una pista sólida para poder acabar con la estatuilla de una vez por todas. Sin embargo, volvíamos a estar como al principio. El problema era que no había ninguna indicación de dónde podía estar dicha ciudad. Decidimos alejarnos del templo ya que no íbamos a sacar nada más en claro e intentarlo haría que perdiesemos el tiempo.
Cambiar de aires y de paisaje nos vino bien. Comenzamos a encontrar pueblos donde la gente ni era devota de Kaj ni quería matarnos porque sí. Al preguntarles sobre la estatuilla un aldeano nos hablaó de una persona. Sangar Su. Por lo visto era un guerrero gondoriano que hacía el bien allá donde fuese. En sus periplos por librar a la Tierra Media del mal pasó por un pueblo arrasado por los seguidores de Kaj y desde entonces no cesó en recabar información sobre la estatuilla. El paso del tiempo y las heridas mal curadas hicieron que se recluyese en su casa. Sólo esperábamos que su ayuda fuese un poco más resolutiva que la del Sabio de Ashmarra y que esta vez nadie acabase muerto.
Su casa no se encontraba muy lejos, a uno o dos días de camino. Y aunque no le hiciese ninguna gracia a Yogurta entrar en casa de un gondoriano, por fin teníamos un rumbo que seguir. Nuestra siguiente parada estaba en Gándara.
Con el despunte del alba podíamos ver en el horizonte la silueta de las casas. Era un pueblo bastante más grande de lo que nos imaginábamos. Podíamos contar como unas cincuenta casas, eso sí todas de una planta, y una de ellas sobresalía más que las demás. En el centro del pueblo había una mansión de dos plantas que contrastaba con el ambiente agricultor del resto.
Pero antes de llegar a Gándara algo llamó la atención de Droste y Korko. Se dieron cuenta de que alguien nos seguía. Dejaron que siguiésemos caminando y que quien fuese avanzase también. Consiguieron hacerle una pequeña emboscada y trajeron el botín ante el resto del grupo. Pudimos respirar a salvo cuando ante nosotros se nos presentó un joven elfo. Se llamaba Pókôpe, parecía majo y agradable. Nos explicó que nos encontró hacía un par de días y que iba en nuestra misma dirección. Como no sabía muy bien si íbamos a ser majos con él o no aún no se había atrevido a decirnos nada.
Con el «problema» resuelto del espía volvimos a poner rumbo a Gándara. A la entrada del pueblo había otro elfo recostado en un carro de labranza. Nos miraba fijamente, como esperando algo. Un poco antes de llegar a él Yogurta y Droste se dieron un codazo mutuamente y salieron corriendo al encuentro del elfo. Parecía que se conocían, se saludaron y abrazaron efusivamente. Comenzaron a rememorar viejas hazañas cuando el resto llegamos a su altura. Elvin, ese era su nombre, nos contó que había hablado con un gondoriano. Pertenecía a una orden de guerreros en decadencia. El hombre le dijo donde encontrarnos, ya que fue el que nos habló de Sangar Su. Le pidió a Elvin que nos ayudase en nuestra gran gesta.
Mientras hablábamos Elvin se fijó en el zurrón de Ramploncín. Detectó la magia que emanaba el amuleto. Trató de averiguar algo más de él pero la magia que lo sellaba era demasiado fuerte para él.
Cansados de tanto viaje, y ya que estábamos en un lugar un poco más civilizado que en todos los que habíamos estados estos últimos meses, fuimos de cabeza a la taberna. Me moría por pegar un trago a una buena cerveza. Los lugareños gandarinos nos confirmaron que la casa grande era la mansión de Sangar Su. Elvin ya había merodeado por la mansión antes de nuestra llegada y nos dijo no estaba. Los gandarinos nos dijeron que lo más seguro es que hoy volviese a casa. De vez en cuando, sobre todo en primavera, salía unos días a estirar las piernas.
Entre tanta conversación no nos dimos cuenta de que desde hacía un rato una enana calva nos miraba fijamente con cara de pocos amigos desde el otro lado de la taberna. Cuando nos percatamos de ella se levantó de su asiento y se acercó a nosotros. Helga decía llamarse. Otro señor de Gondor le habló de nosotros. Ya que nuestra gesta era muy peligrosa decidió ponerse en camino para encontrarnos y ofrecer su ayuda.
Droste, Yogurta, Korko, Ramploncín y yo sonreíamos entre nosotros, pero teníamos el mismo pensamiento. No lográbamos entender muy bien cómo tanta gente se había enterado de lo que estábamos haciendo y de cómo estas personas habían llegado antes a Gándara que nosotros. Fuera como fuese por fin podíamos descansar en un lugar seguro. Y lo más importante era que por fin podía beber… ¡Cerveza!
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Relato resultante de las jornadas de rol en Hondón de las Nieves (Junio 2018). Ambientación: Tierra Media. Sistema: Rolemaster.
Imagen: Village por Min Bak en ArtStation.com