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Mi padre siempre decía que el vino tenía alma. Me lo repetía cada vez que lo veía con una copa en la mano, observando la luz reflejada en el líquido oscuro y profundo. «Cada botella tiene su historia», me decía con una sonrisa. Nunca me importó demasiado, pero siempre sentí una extraña atracción por la bodega. Tenía algo en ella, algo más allá del olor a roble y uva fermentada. Algo que, en las noches más silenciosas, me hacía sentir observado.

Fue a los dieciséis cuando empecé a trabajar en ella, ayudando a limpiar las barricas y a preparar el vino para su embotellado. Los barriles de roble alineados en hileras interminables se extendían como soldados inmóviles, guardando el misterio en su interior. Algunas parecían más viejas que la propia tierra en la que estaban enterradas, con sus superficies agrietadas y manchas oscuras que nunca desaparecían, por más que las frotara.

Había una zona del sótano que evitaba siempre. Un rincón oscuro y húmedo donde las barricas más antiguas dormían, cubiertas por una fina capa de polvo. Mi padre me había dicho que no me acercara demasiado a ellas, que esas barricas guardaban el vino más viejo, demasiado fuerte y «oscuro» para que lo tocara cualquiera. «No está listo», decía, sin mirarme a los ojos. Pero algo en su tono sugería que no se refería solo al líquido.

Una noche, después de que mi padre se marchara a la ciudad para una reunión, me quedé solo en la bodega. Era temprano, pero la oscuridad ya había comenzado a caer y una tormenta se gestaba en el horizonte. Me encontraba embotellando las últimas partidas cuando escuché un sonido. Al principio, creí que era el viento, o quizás un trueno lejano, pero cuando presté atención, me di cuenta de que era un murmullo. Venía desde el fondo de la bodega, desde el rincón oscuro que siempre evitaba.

El murmullo se hizo más intenso, casi hipnótico, arrastrándome sin darme cuenta hacia aquellas barricas vetustas. Cada paso que daba hacía que el aire se volviera más pesado, más denso. Sentía un zumbido en los oídos, como si la propia estancia respirara a mi alrededor. Mi piel se erizó cuando llegué a las barricas más antiguas, aquellas que estaban alineadas en la penumbra. El susurro se transformó en un gemido. 

Me acerqué a uno de los toneles, que su madera podrida apenas sostenía su estructura, como si estuviera a punto de desmoronarse. Entonces lo sentí: una presencia dentro. No era el peso del vino lo que cargaba aquella madera, sino algo más. Algo que se movía, que luchaba por salir.

Me agaché para inspeccionar más de cerca. Había algo tallado en su superficie, símbolos extraños, antiguos, que nunca había visto antes. Mi curiosidad me llevó a tocarla, y en el momento en que mis dedos rozaron la madera, sentí una sacudida. No física, sino algo más profundo. Mi mente se inundó de imágenes caóticas: sombras retorciéndose, rostros deformados en agonía, y un grito, un grito que no venía de mi garganta, pero resonaba en mi cabeza.

Retrocedí, pero el daño ya estaba hecho. El cuchicheo se convirtió en una risa baja, gutural, que vibraba a través del suelo de piedra. Los otros toneles comenzaron a moverse, en un vaivén apenas perceptible al principio, como si algo dentro de ellos estuviera luchando por liberarse de aquella prisión de madera. Cada uno parecía tener su propio ritmo, un pulso que resonaba con el mío. La madera crujía, como si estuviera a punto de romperse.

Un líquido oscuro comenzó a filtrarse por las uniones de los tablones, pero no era vino. Era algo más espeso, más denso, como una sombra líquida que se arrastraba por el suelo hacia mis pies. Intenté moverme, pero mi cuerpo no me respondía. Sentía una presión sobre el pecho, como si mis pulmones estuviesen siendo estrujados por una fuerza preternatural.

La risa aumentó de intensidad. No era un sonido humano, sino una mezcla de voces incomprensible, pero que parecían mofarse de mi pavor. Las barricas crujían con más fuerza, y el líquido oscuro continuaba expandiéndose. Pude ver cómo intentaba tomar forma, mientras pequeñas figuras deformes emergían de esa sustancia: torsos y brazos retorcidos, cabezas sin rostro, todos saliendo de las entrañas de la bodega, atraídos por el desastre que había provocado.

«El vino tiene alma», pensé, recordando las palabras de mi padre. Pero esto no era un alma, no en el sentido que él me había enseñado. Lo que sea que habitaba en esas barricas era algo viejo, más antiguo que cualquier vino que hubiéramos fermentado. Era algo que se había alimentado durante años, siglos quizás, esperando ser liberado.

Sentí un calor en la nuca, un aliento invisible. La presión sobre mi pecho aumentó hasta que me faltó el aire. No podía gritar, no podía moverme. Las sombras me rodeaban mientras sus formas inhumanas danzaban a mi alrededor, y en un último esfuerzo de voluntad, cerré los ojos.

Cuando los abrí, estaba en el suelo de la bodega, con los toneles en silencio frente a mí. La sustancia había desaparecido, y las sombras también. Pero las marcas en la madera seguían ahí, y el aire… estaba cargado con algo que no podía ver, pero que sabía que me observaba.

Mi padre nunca me volvió a hablar del vino después de esa noche. Pero yo lo sabía. Sabía que había algo más en esas barricas, algo que nunca debí tocar. El vino, después de todo, no tiene alma. Pero lo que habita en esas barricas sí.

Y sigue ahí, esperando.


Imagen: Generada por inteligencia artificial

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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