La noche había caído como una losa sobre el refugio improvisado en el que él se había encerrado, como si la oscuridad misma se hubiera condensado en cada rincón. El cielo, un espejo roto de estrellas apagadas, no ofrecía consuelo alguno. El aire olía a aceite rancio, polvo antiguo, y metal oxidado, como si los elementos se hubieran aliado para preservar el dolor. Nada en aquel garaje hablaba de esperanza, solo de maquinaria obsoleta, esquemas desechados y recuerdos que se negaban a morir.
Lo encontró así, tumbado en el suelo con la mirada perdida, como si esperara que la tierra lo reclamara para siempre. Transformado en un lobo, tan vulnerable como obstinado, no ocultaba su angustia: era una figura crispada en su quietud, un animal que ya no luchaba. El malévolo hombre americano había desactivado a Sigma frente a él. Había utilizado a Pi, la que fuese su hermana, para llevarlo a cabo.
Ella no entendía lo que había ocurrido, pero se detuvo a escasos pasos, dudando. Sus ojos, habitualmente brillantes con esa mezcla de extrañeza y deseo de pertenencia, estaban ahora enrojecidos, como si el llanto fuera un segundo lenguaje que se había negado a hablar durante demasiado tiempo.
— ¿Querías algo? —preguntó ella, con su voz temblando bajo una capa de frialdad mal ensayada, como quien intenta sostenerse sobre hielo agrietado.
Giró apenas el hocico, sin responder. El silencio fue un crujido entre los dos. Un espacio suspendido, lleno de cosas no dichas. Ella se sentó a su lado, abrazando sus propias rodillas con una tensión que recordaba a los animales acorralados.
— Hay sueños que nunca se hacen realidad. Es todo. Debo asumirlo.
No lo dijo como quien acepta una derrota, sino como quien firma su sentencia con la tinta del desencanto. Y a él se le heló el alma, si es que alguna vez la había sentido caliente, pues llevaba demasiado tiempo sobreviviendo a base de resignación.
— No entiendo…
Ella lo miró con una mezcla de ternura y autodesprecio. Sus ojos, como ventanas empañadas, no reflejaban ya la luz.
— Mírame. Soy un monstruo. No tengo forma humana. No puedo ocultarme como los demás. En mi especie no hay lo que llamáis «lupus». Solo monstruos con cuerpos retorcidos y deformes.
Sus palabras cayeron como hojas secas en un bosque sin otoño, inertes, pero cargadas de un simbolismo doloroso. Él sintió el peso de cada sílaba como si fueran piedras colocadas con cuidado sobre su pecho, sepultando su pulso.
— Tú no eres un monstruo, Dorys.
Ella soltó una risa amarga, como un cristal que se rompe sin motivo, como una verdad que se descompone al ser pronunciada.
— Tú no sabes lo que es vivir sin rostro. Sin un cuerpo que los demás puedan mirar sin apartar la vista. — hizo una pausa agónica. — Tú, Mauricio, eres tan…
Lo dijo mientras se daba la vuelta, como si esconder su figura pudiera disolverla, borrarla de la narrativa ajena. Era una forma de defensa, y una súplica muda.
Mauricio Belmonte volvió a su forma homínida con un esfuerzo apenas consciente. Se sentó frente a ella, sintiendo el frío del suelo subirle por la columna como un augurio, como un susurro que anunciaba que algo estaba a punto de romperse.
— No me importa cómo seas. Nunca me ha importado.
Dorys lo miró con una expresión que era toda incredulidad, todo miedo, todo un mundo construido sobre ruinas.
— Por un momento… por un segundo creí que tú… que podías quererme. Me equivoqué. Lo siento.
Se acercó, temblando como una niña bajo la lluvia, y lo acarició con uno de sus apéndices. Sus tentáculos parecían buscar redención en cada gesto, como si al tocarlo pudiera transformarse en algo más humano, más digno, más merecedor de existir.
— Tienes una cara bonita. — susurró. — Envidio eso. Tu rostro limpio. Tu presencia. Tu luz.
Mauricio bajó la cabeza, incapaz de sostener aquella mirada cargada de deseo, culpa y resignación. Era demasiada verdad para una noche tan rota.
— Quiero pedirte un favor. — dijo Dorys, y su voz era la de alguien al borde del abismo. —. Nunca más te incomodaré. Sólo deja que sea contigo.
Ella se abalanzó sin violencia, más bien como un ruego corporal, un acto desesperado de contacto. El beso fue denso, torpe, lleno de lágrimas y temblores. Mauricio no lo detuvo. No tuvo fuerzas, ni voluntad. Sólo el temblor de lo inevitable.
— Dorys… ¿estás segura?. — murmuró, con los ojos aguados, el nombre flotando como una reliquia en la bruma del arrepentimiento.
—No me importa que ames a otra. — replicó ella, con la mirada rota. — No voy a tener a nadie más. Y tú… has sido el único que me ha tratado como si mereciera amor.
Lo desnudó con manos temblorosas y tentáculos temerosos, sin erotismo, sin gloria, solo con la urgencia de quien sabe que está a punto de perderlo todo. Lo que siguió fue un acto de desesperación compartida, un nudo ciego de carne y culpa, de deseo y lágrimas. No hubo pasión, sólo necesidad. No hubo belleza, sólo consuelo. Un acto fallido de humanidad.
Tras el contacto, quedaron tendidos como náufragos, sin fuerzas para nadar de vuelta a la orilla de sus conciencias. Ella lloraba en silencio, abrazándose a sí misma con todos sus tentáculos enroscados, como queriendo borrar lo que había ocurrido, como si pudiera reiniciarse desde la nada. Mauricio temblaba, igual de frágil, igual de roto.
— Ojalá hubiera muerto antes de esto. — dijo ella entre sollozos. — Ojalá tuviera el poder de hacerte feliz, de que esto hubiera sido diferente.
Mauricio se sentó, vestido ya, mirando el suelo como si ahí estuviera la respuesta a su expiación. No habló de redención. No habló de perdón. Solo de seguir adelante, de poner un pie delante del otro en un mundo que no da tregua.
— Tu vida tiene valor, Dorys. No me pidas que te odie. Porque no puedo. Porque no quiero.
Ella se estremeció. Aún desnuda, aún en posición fetal, aún rota.
— No merezco esta vida… Pero si no lo hacías tú, lo haría otro. Y prefería que fueras tú. Porque te amo. Aunque no tenga derecho.
Se hizo el silencio. Largo. Eterno. Y en ese silencio, algo nuevo nació. No fue amor, ni fue odio. Fue comprensión. Fue la certeza de que ambos eran criaturas heridas en un mundo que no perdona la diferencia, y que el consuelo, aunque efímero y torcido, puede ser más valioso que cualquier ideal de pureza.
Cuando ella le preguntó si se quedaría, Mauricio no supo qué responder. Pero no se fue. Porque en medio de tanta oscuridad, Dorys, con todas sus lágrimas y monstruosidad, había sido la única que no le había dado órdenes. La única que le había mostrado su dolor sin filtros, sin defensa. La única que no esperaba que él fuera un héroe, sino simplemente alguien que no huyera.
Y eso, en su mundo, era el mayor gesto de humanidad posible.
Imágen: Generada por inteligencia artificial.