17 de octubre de 2005
Hamburgo, Alemania
El hotel olía a humedad reciclada y promesas caducadas. Las paredes del piso franco estaban forradas de paneles insonorizados y secretos mal cerrados. Una habitación en penumbra, cables arrastrándose por el suelo como gusanos eléctricos, y una pantalla parpadeando con conexiones encriptadas. Era aquí donde Esperanza, alias Lobita Estrellada, repasaba las ruinas de su vida como si fuesen un expediente médico.
Pensaba. Pensaba demasiado. En el hundimiento de Bilbao, en la nieve calcificada de Copenhague, en los cadáveres hundidos bajo el mar Báltico tras la explosión del USS Iron Providence. Gaia se desangraba y los Garou… los Garou discutían por túmulos.
La pantalla mostraba rutas bloqueadas. Nodos offline. Las ciudades caían como moscas fumigadas por insecticida. Ningún servidor aguantaba más de tres horas sin interferencias. Incluso los espíritus empezaban a hablar en código.
Sus dedos temblaban levemente. En una mano, un café frío. En la otra, una fotografía arrugada. Su hermano, Brian. Dormido aún en algún hospital olvidado de Nuevo México. Cada respiración de él, sostenida por máquinas que hablaban mejor que los Theurge. Brian, que había sido alegría, destino, y después ancla. Ahora era símbolo, un recordatorio de por qué empezó todo.
—¿Qué voy a hacer ahora? —murmuró. La pregunta quedó flotando en el aire viciado.
Su vida se había fragmentado en nombres de clanes: el pequeño refugio urbano en México, su primer clan —los Ojos del Umbral, los llamaban— donde aún se creía que la red espiritual podía sanarlo todo. Luego, la Justicia Metálica, con sus torres de acero, protocolos clínicos y proyectos que hablaban en acrónimos: G.C., Ícaro, M.O. Ya no había rituales, solo manuales de usuario.
El Proyecto G.C. fue su primer descenso. Uno de los prototipos, Ampw Socharis, mitad lobo, mitad metal, todo trauma. Verlo era como ver su propio fracaso esculpido en titanio. Y sin embargo, lo admiraba. Porque resistía. Porque aún latía algo dentro de su coraza. ¿Y qué quedaba en ella? ¿Estaba viva o solo replicando su misión inicial como un algoritmo roto?
El Proyecto Ícaro había sido otra jaula. Cuerpos de niños manipulados, moldeados, convertidos en armas. Esperanza nunca se sintió cómoda ahí. Nunca debió pasar de la fase de pruebas, y sin embargo, lo alimentaban con recursos, con optimismo corrupto. Lo llamaban evolución. Lo llamaban progreso. Pero, para ella… no era más que perversión. Mantener vivo lo que Gaia reclamaba para sí.
Y el Proyecto Mundo Onírico… ése fue el auténtico abismo. Se suponía que era suyo: su forma de reconciliar ciencia y espíritu, de crear un lugar donde Brian pudiera despertar algún día. Pero entonces trajeron a Lucía Belmonte desde el Proyecto Ícaro. Denominada por la letra Pi, una batería con ojos de niña. Una carcasa viva conectada a un servidor de sueños. Esperanza gritó. No con la voz, sino con cada línea de código que intentó reescribir.
Cuando todo fue un fracaso absoluto (¿a quién se le ocurrió meter a su hermano como participante de la simulación?), intentó salvarlos a todos, pero sólo pudo a cinco. A la última, a la chiquilla de pelo verde, Estefanía, no pudo. No tenía salvación.
Desde entonces, cada noche, Estefanía la visitaba. La miraba mientras dormía, sin acusación ni rencor. Y eso era peor.
Johnny Towers seguía planeando. El eterno arquitecto de lo imposible. Desde Hamburgo movía aliados, sobornaba contactos, convocaba favores con la misma elegancia con la que otros se ponen un reloj. La Justicia Metálica les había dado la espalda: les arrebataron el Peñasco Blanco, su hogar. Pusieron a Terrence McCoil, ese cabrón ladino con modales perfectos. A Johnny le bastó una ceja alzada para saber que Terry haría de Cantabria un laboratorio de horrores.
Pero mientras Johnny urdía, Esperanza recordaba. Y dolía.
Recordaba las calles de México, el olor a maíz y humedad. La lengua que ahora olvidaba. Los nombres de sus ancestros que ya no pronunciaba. En su cabeza, todo era acero y código. Sus raíces se habían oxidado con cada experimento, con cada nuevo servidor que levantaban en nombre de la salvación.
Los Zarpas de Teluria hacían lo que podían: habían sido mermados. Angélica y Dune, desaparecidas —y posiblemente muertas—. Karlos desafió al nuevo mandato de la Justicia Metálica y se lo llevaron a Estados Unidos, a saber para qué. Mauricio había sido asesinado durante la Catástrofe de Bilbao.
Sin embargo, Felipe y Faustino habían recuperado un par de Cliaths y se habían lanzado a viajar por Europa, solicitando la colaboración de otros clanes. El Arce Verde, en París, ya estaba preparado para asistirles. Encontraron otros aliados en Szczecin, con el Clan de la Salamandra. El Regazo Celestial, en la Selva Negra, también les brindaba soporte. Pero los rusos, Volki Krovi, no respondían. Tal vez muertos. Tal vez aliados con sus enemigos.
Gaia sangraba. Y ellos contaban votos.
Una ventana tembló. Un avión cruzaba lento el cielo de Hamburgo. Esperanza se frotó los ojos. Quedaba poco café. Quedaba poco de ella.
La puerta se abrió sin previo aviso.
Johnny entró. Llevaba el abrigo húmedo, una sonrisa peligrosa y olor a alquitrán.
—Es la hora —dijo. — Orgullo-Mortal ha traído noticias del sur: no sólo es Terry y sus secuaces, hay otros seres de los que debemos preocuparnos. Pero primero, recuperar nuestro túmulo.
Esperanza no contestó. Aún tenía la foto de Brian en la mano. Justo debajo, otra imagen, más vieja, más desdibujada. El rostro medio apagado de Ampw Socharis. El primero. El prototipo.
Johnny la vio. No preguntó cómo había llegado hasta ahí. Solo la miró con esa mezcla de cinismo y devoción que solo él sabía conjurar.
—A él también lo vamos a necesitar —murmuró.
Ella bajó la mirada. Afuera, el mundo seguía cayendo. Pero en esa habitación, el reloj empezó a girar de nuevo.
Imagen: Generada por inteligencia artificial.