Los escalones de huesos se presentaban ante ti de forma repentina, sucios y repletos de porquería. Estaba claro que nadie había visitado estas ruinas desde hacía décadas, quizás siglos. Te fijaste durante un instante en cómo las grietas en la piedra anunciaban un derrumbe próximo, pero ni eso ni el óxido te importaron. Eras consciente de que lo importante se encontraba al final de aquella escalera ósea, y el estado del Templo del Olvido debía serte indiferente. Si no, ¿para qué habías recorrido aquellos yermos cristalizados y atravesado esos pantanos de la beligerancia?
Era el momento. Echaste un vistazo atrás y recorriste tu vida desde que fuiste consciente por primera vez. Daba igual dónde mirar, la tonalidad gris era sempiterna en los baúles de mnemógeno de tus recuerdos. Ahora, al final de todo, también era gris. El polvo de los escalones, gris. Los ladrillos pétreos repletos de recovecos y resquicios productos de la humedad, grises. Ni un ápice de luminosidad en tu existencia. Suspiraste, no te quedaba otra.
A medida que recorrías los Peldaños de la Inconsecuencia, poco a poco tus memorias se iban convirtiendo en pequeños fragmentos de luz; era irónico, un ser tan gris como tú estaba transformándose en una materia luminosa, que brillaría durante unos instantes antes de desaparecer en el éter existencial. Paso tras paso, tus botas resonaban por las bóvedas semidestruidas del santuario, perturbando el descanso de alimañas e insectos que habían hecho de aquella ruina su hogar. ¿Creías que era adecuado pararse a pensar en el reposo de las cucarachas cuando subías de camino a tu obliteración? Un pensamiento repentino, huidizo y esquivo, como un pequeño hilo de plata dispuesto para que dieses marcha atrás.
No, ya estaba todo decidido. Lo dejaste bien atado con tus antiguas relaciones, querías ascender en el Templo del Olvido. Por fin llegaste al final de los Peldaños, por fin pudiste contemplar el Trono del Extravío, un monumento a lo cotidiano y lo simplón que fue erigido por alguna deidad inconsecuente, perdida en el paso de las eras y olvidada, como lo había sido su Templo. Echaste tu mirada atrás, y ya no quedaba nada pretérito que te importase; era el momento de transformarse en un simple y sencillo recuerdo.
La piedra estaba fría, era molesta e incómoda. Aunque el sol brillaba en el cielo, las copas de los árboles cercanos cubrían de forma tímida la cúpula del Templo, destruída hacía mucho tiempo. Fijaste tu mirada en la figurilla deforme de un diablo astado que coronaba el portalón de los Peldaños de la Inconsecuencia y te dejaste llevar. Todo tu cuerpo se fue transformando poco a poco en mnemógeno, incluso tu atuendo y tus enseres personales. Habías logrado ascender, te habías hecho uno con el mundo. Ya no iba a poder verte, ya no iba a poder sentirte, ya no iba a poder hablarte. Esta realidad ya no te aportaba nada, como yo tampoco. Eras, pero ya no estabas.
— Relato de Nalorian Fríardiente, viajero y escritor élfico, narrando los últimos momentos de su señor, Velethor de las Olas.
Imagen: Elaborada con BING.