Dura es la vida del marinero, alejado de su familia durante tanto tiempo para regresar durante un instantes con las duras ganancias conseguidas a golpe de mar.
Dura es la pérdida, al convertirte en la ceniza del recuerdo en el momento que dejas este reino para pasar a otro, quizás mejor.
Dura es la despedia, pues asfixia querer pronunciar palabras que nunca dichas, que no encontraron la situación para asentarse, para ser formadas.
¿Dónde quedarán esos viajes en barco, esas experiencias por los océanos del mundo, ahora que ya no queda posibilidad de registrarlas? Si es el tiempo el que nos hizo falta, se nos desbordó por algún lado. Si fue la intención, fragmentos de memorias quedaron impregnados de los recuerdos: incompletos pero hirientes como una brasa al rojo.
En tal ausencia, toca reconstruir y rememorar, para construir con los pedazos del pasado un monumento metafórico sin que falte ninguno de nosotros. Un lugar idílico producto de la imaginación de un niño, pues en la infancia somos más sinceros que de adultos; un paraíso levantado con sueños inocentes, con mares azules y acogedores, y con playas doradas de fina arena. Donde no haya dolor ni sufrimiento, donde estemos todos en armonía.
¿Es eso lo que buscamos? ¿Lo que queríamos? No podemos saberlo: aún caminamos muy perdidos, muy enfrascados en nuestro yo, que no podemos ver ni saber lo que, en lo más profundo de nuestro alma, deseamos. Queremos una elegía, un canto sencillo y relajante como el arrullo del Cantábrico, para que el escozor que sentimos bajo la piel sea mucho más llevadero. Pero, como dura es la vida del marinero, dura es su despedida.
Ojalá fuese todo más sencillo y los adioses menos espinosos, pero de la mar hemos venido y, cuando llegue el momento, atravesaremos el camino repleto de conchas, estrellas de mar y percebes hasta llegar donde estás tú, el marinero, esperándonos.
Imagen: Los Raqueros de Puerto Chico