Ecos de la geometría cósmica en la que todo lo que es se fragmenta y se define en triángulos de designio inmutable. Tres sombras rasgaron la carne del tiempo y descendieron sobre la ciudad de la gran torre, donde el viento susurraba nombres que nunca deberían haber sido concebidos. La tierra tembló, y los cimientos de la realidad se resquebrajaron cuando los tres se posaron sobre el mundo. Y en el centro, entre ellos, él.
El Creador, nacido de carne y pensamiento, ahora sin forma, ahora sin límites, ahora sin nombre, porque el nombre había sido devorado por el peso de su propia existencia. Se arrastró, gritó, extendió sus extremidades más allá del tiempo y la piel, pero las cadenas de la sanción suprema lo sujetaron, lo deformaron, lo encapsularon en una jaula sin rejas, sin muros, sin lógica, donde todo era, y a la vez no era.
Uno de ellos lo sintió primero. No en la piel—porque la piel era un concepto ajeno a su existencia—sino en el eco de la vibración que atravesaba los filamentos del mundo. Era un latido, una pulsación errática, el último rugido de una deidad que aún no había aprendido que su final ya había comenzado. Lo vio, aunque no tenía ojos, lo tocó, aunque no tenía manos. Y lo sostuvo en el vacío de una negación sin forma.
El descenso no fue glorioso, ni trágico, ni justo. Fue un acto de necesidad, de temor, de reconocimiento de algo que no debería haber sido concebido. Aquel mortal, ascendido y trascendente, empapado en las aguas del conocimiento, con su voz de mil bocas, suplicó, lloró, maldijo, invocó nombres robados de la esencia de lo creado. Pero los tres no escuchaban. No podían escuchar. No debían escuchar.
Y así lo empujaron más allá del umbral, donde el tiempo es un río de fuego y la percepción se retuerce en delirios de geometrías imposibles. Allí lo dejaron, un pensamiento corrupto encerrado en una esfera de olvido, y se alejaron.
Escuchó su nombre durante un instante —Zhaeryon— mientras la prisión se cerraba detrás de él y creyó, por un momento imposible, que la obra estaba completa. Se elevó de nuevo, junto con su otro compañero, hacia su distante realidad, donde el firmamento no es cielo ni luz, sino la respiración de una verdad que los mortales no pueden comprender. Se deslizó de vuelta a su no-existencia, a su propósito eterno, dejando atrás a lo que consideraba un hermano, Erathion, como carcelero de aquel corrupto y repulsivo mortal.
Pero nada permanece.
El eco de un grito sin sonido alcanzó los pilares de su morada. Fue un destello entre lo que es y lo que no es, una fractura ínfima en la textura del deber. Se detuvo. Su otro hermano no lo notó, o no quiso notarlo. Pero él sintió el rumor en los cimientos de lo que es real. Había fallado, había abandonado su vigilia, había permitido que el titilante susurro de El Creador resonara a través de la cárcel etérea.
Y comprendió que la prisión no era suficiente.
Intentó volver. Pero la distancia entre lo que era y lo que fue se había expandido. Tardó siglos en atravesar un vacío que no debería haber sido cruzado; en rastrear las huellas astrales a lo largo del inabarcable cosmos, en descifrar la profanación de su encierro. Cuando al fin regresó, la sombra de lo impensable lo recibió. No con odio, no con furia, sino con un susurro suave, una caricia de gélida malevolencia.
— Vuestros muros están a punto de ceder, lejanos. — carcajeó con el retumbante y bronco aullido de un miserable atrapado en la inexistencia. — El otro ya no existe, y mis hijas me arrancarán de esta prisión. — la sonrisa de El Creador era sincera, consciente de que tarde o temprano ni el castigo de los Caelesti le impediría liberarse.
Zhaeryon no respondió. No había palabras que pudieran contener el vértigo de esa revelación. Porque por primera vez, desde el instante en que lo había sellado, sintió la verdad más aterradora de todas: el encierro no era una condena. Era un puente. Y el prisionero había estado esperando.
Un ser sin cuerpo ni sombra, un eco de una voluntad olvidada, recorrió las venas de la creación en un éxodo de desesperación y convicción. No era un viajero, no era un profeta; era una fisura en la percepción, un contorno errático que se disolvía y recomponía con cada paso entre los reinos. Caminó a través de lunas muertas y océanos de ceniza, tocó el borde de estrellas agonizantes y escuchó los lamentos de mundos que nunca fueron.
Pero los pudo sentir. No era consciente si ésto se había replicado en todos los mundos en los que habían bogado, pero en Gaia sí que había sucedido: un eco, una imitación de su existencia, limitada por las hebras escasas y pequeñas de la realidad. Estos seres, que se autodenominaban «el Carnaval de Almas», eran conscientes de la amenaza que suponía El Creador y sus abominaciones.
Sentirlo no era más que el principio, y con sus sentidos adormecidos debido a los eones de existencia, Zhaeryon intentó alcanzarlos en algún punto de la historia de la humanidad, sin éxito alguno. Pero la providencia era constante, y entre los pliegues dimensionales de la línea temporal, se topó con una manada de Garous encerrados en una realidad de bolsillo, una condena umbral carente de salida y rebosante de oscuridad y niebla. Allí, el corazón de la líder estaba unido a otro Garou, en blasfema relación, que curiosamente poseía un vínculo con el Carnaval de Almas. Zhaeryon lo supo, y los salvó.
Con decenas de posibilidades, realidades y existencias orbitando a su alrededor, el Caelesti sintió que su mera esencia era fragmentada en pequeñas porciones de sí mismo. ¿Era esto lo que Erathion había sentido? ¿Iba él a fallar también? No tuvo tiempo alguno, pues la línea temporal colapsó sobre sí misma y sólo quedaba la soledad. Había fallado, pero había acertado. Había tenido éxito dónde quiso hallar fracasos, pero no podía parar el carrusel de temporalidad.
Parpadeó, aún a pesar de no tener ojos, y se encontró ante ella, de nuevo. Iris Martínez de la Rosa era su nombre, algo que no significaba nada para una entidad trascendental como él. Pero no era la que conoció en una realidad sellada, si no una versión más joven. Zhaeryon necesitó un nombre, y en la memoria de la humanidad lo encontró.
— Puedes llamarme John Doe. Os ayudaré a acabar con las Estigmas. — pronunció, aunque no tenía boca ni presencia. Y, quizás, nadie le escuchaba.
Intervino a través de los eventos como un intruso que se cuela en una fiesta para amargar los platos y envenenar la bebida. Había presenciado el fin de Gaia debido a los tejemanejes de El Creador, pero la arrogancia de éste le había provocado un cambio en su cuerpo celestial. Como Erathion había experimentado siglos atrás, Zhaeryon había traicionado a su pueblo, pero no sentía culpa. El significado de existir cobraba importancia cuando tu vida, eterna, incomprensible, etérea, dispersa entre siete dimensiones, se diluía y concentraba en una mera línea de sucesos predecibles.
Encontró las víctimas de su hermano Erathion, dolidas pero supervivientes. El final lo había visto infinidad de ocasiones, pero quiso ayudar. El joven le miró con odio, puesto que su amada ya había quebrado su último aliento. ¿Qué es lo que iba a hacer? Esos seres que estaban ante ellos eran una perversión de la existencia Caelesti. ¿Cómo pudo El Creador ser tan ingenuo y ladino para concentrar las hebras de la existencia en corrupción? ¿Por qué los mortales habían desentrañado los secretos del cosmos?
Si uno de tres había acrecentado el conflicto, el segundo debería aliviarlo. Era lo justo, era lo que sentía en lo más profundo de su existencia. Zhaeryon tenía que dejar de ser, y abrir una posibilidad de salvación en la realidad de Gaia.
Sin embargo, en las profundidades cósmicas de su plano original, la esencia de los Caelesti comenzaba a reformarse de nuevo. Tras haber dejado atrás su manto inmortal y sus capacidades envueltas en el cuerpo de un Garou doliente, Zhaeryon volvió a ver a sus hermanos. Y Erathion parecía más joven que nunca…
Imagen: Generada por inteligencia artificial.