El carcelero
En ese vasto e inmutable vacío cósmico, el concepto de tiempo se disolvía, y la eternidad pesaba sobre su alma como un fardo inescapable. La prisión, suspendida en una dimensión paralela a Gaia, no obedecía a las leyes del tiempo ni del espacio. Era un lugar donde la luz apenas existía, y la realidad se curvaba como un reflejo deformado de la mente de los antiguos.
La inmensidad de ese vacío lo rodeaba constantemente, un abismo sin fin que no tenía origen ni destino. Las paredes etéreas de la prisión parecían hechas de energía pura, palpables solo en el sentido espiritual, como pensamientos congelados en el tiempo. Él caminaba sobre un suelo liso y frío, sin origen ni fin, mientras estructuras imposibles flotaban a su alrededor, creando un entorno que desafiaba la lógica física. En el centro de este espacio, una jaula invisible sostenía la esencia de Apae, autoproclamado el Creador, un mortal que osó desafiar los conceptos y directrices del pueblo caelesti. Desde allí, las sutiles emanaciones de poder e influencia trataban de erosionar la voluntad de su carcelero.
A veces, pequeñas luces flotaban por el vacío, como estrellas distantes en una noche sin final, pero no eran astros. Eran destellos de antiguas realidades, ecos de mundos que alguna vez existieron y fueron devorados. El carcelero, Erathion, los observaba, pero no les prestaba atención. El silencio del lugar era abrumador, roto solo por los ecos lejanos de la voz de Apae, que no hablaba en palabras, sino en susurros emocionales: la tentación, el poder, la promesa de romper las cadenas que se había impuesto a sí mismo.
Al principio, había resistido con facilidad. Su propósito era claro y definitivo: vigilar. Era el guardián de la prisión, y eso era todo lo que había conocido durante eones. Pero con el tiempo, el mismo concepto de tiempo dejó de tener sentido. El silencio, la repetición infinita de sus pasos por la prisión, el peso abrumador de la eternidad comenzaron a erosionar su determinación.
Transcurrieron mil años o diez mil. Tal vez más. El paso de los milenios carecía de sentido en ese lugar, y con el transcurrir de las eras, incluso la voz de Apae se volvió un murmullo ineludible en su mente. «Se han olvidado de ti. Déjame salir, déjame salir», susurraba el Creador. Sabía que debía resistir, pero la soledad y la monotonía de su existencia empezaban a desgarrar su espíritu inmortal. Las enseñanzas de los antiguos caelesti que le habían confiado esta misión ahora se sentían distantes y huecas.
No había cambio. No había amenaza. Solo él y Apae, atrapados en un ciclo interminable de espera. Con cada paso que daba, el eco de sus pies resonaba como una burla en el vacío, recordando que su función, su razón de ser, se desmoronaba con cada momento que pasaba. Comenzó a preguntarse: ¿para qué seguir? ¿Qué sentido tenía su deber si el Creador permanecía encerrado? ¿Y si las advertencias de los antiguos eran solo mentiras, meros vestigios de un miedo injustificado?
Poco a poco, empezó a ceder. Las promesas de Apae se volvieron más insistentes, más dulces. Las visiones que el Creador proyectaba en su mente eran tentadoras: mundos donde Erathion sería más que un vigilante, dónde podría moldear la realidad según sus deseos. Mundos donde la libertad lo esperaba, un poder que solo aquellos como él podían comprender.
Y entonces, un día, Erathion hizo lo impensable. Tras servir como guardián durante eones, tomó una decisión que lo cambiaría para siempre. Mientras contemplaba la prisión una última vez, sintió el peso de su inminente traición. Apae no había roto su jaula, pero rompía la suya propia. Dejó su puesto. Sin una palabra, sin un gesto grandioso, simplemente desmaterializó su presencia de esa dimensión, abandonando su deber eterno.
Mientras desaparecía, las últimas palabras del Creador resonaron en su mente como una oscura advertencia: «Adiós, carcelero. Nos volveremos a ver… aunque no quieras.».
El observador
Dejó atrás la eternidad, la inmortalidad sin fin que lo había sostenido durante eones. Ahora, al vagar por los planos mortales, sintió algo nuevo: una ligereza y una fragilidad que jamás había experimentado. No envejecería, no enfermaría, pero lo sabía. La vida inagotable, la existencia sin límites que había conocido como caelesti, ya no estaba presente en él. Era como si el peso del universo ya no lo soportara, y se encontrara flotando entre los límites de lo que antes consideraba simple mortalidad.
Su caída a la Tierra fue silenciosa, como una sombra deslizándose a través del crepúsculo. La primera vez que puso un pie en el suelo de Gaia, sintió una conexión inmediata con el mundo. El aire era denso y húmedo, el cielo pintado de tonos ocres y púrpura, y en ese momento se permitió un pequeño deleite: el viento golpeando su piel, algo que hacía mil millones de años que no sentía. Había olvidado lo que era estar en un lugar donde el aire se movía, donde los ciclos del sol y la luna marcaban el ritmo de la vida.
El manto de los caelesti que antes lo había cubierto como una segunda piel comenzó a desvanecerse. No fue inmediato, por supuesto. Fue como un lento desprenderse de capas, un proceso que tardó décadas. Al principio, conservaba muchas de sus habilidades divinas, como un resplandor que aún no se apagaba. Podía moverse entre las sombras, hacerse invisible ante los ojos de los mortales y otras criaturas sobrenaturales. Veía las corrientes de magia y energía fluir en el aire como los humanos veían la luz del sol. Sabía que su poder había disminuido, pero aún poseía un dominio sobre la realidad que los otros seres no comprendían. Y sin embargo, cada día que pasaba en la Tierra, ese poder se iba desgastando, como un río que erosionaba las rocas de su divinidad.
Por casi un siglo, Erathion se convirtió en un observador. Desde la oscuridad, evaluó y estudió a los seres que caminaban por este mundo: los humanos, criaturas llenas de debilidades y pasiones, cuyas vidas se extinguían como velas en el viento. A su alrededor también veía a otras entidades más allá de la humanidad: los vampiros, también llamados cainitas, criaturas inmortales que habían sacrificado el sol por la eternidad, y los cambiaformas, o fêra, bestias con almas divididas entre lo salvaje y lo civilizado. Usaba sus dones para evadir el escrutinio de aquellos que podían sentir su presencia; caminaba entre ellos como un fantasma que siempre estaba un paso por delante.
En su deambular por este mundo, comenzó a experimentar algo que, como caelesti, le había sido privado: el deleite en los placeres humanos. Al principio, se limitaba a observar desde lejos. Pero, poco a poco, permitió que los mortales lo tocaran, lo rodearan, lo invitaran a ser parte de su mundo. El hambre, la sed, el cansancio, cosas que antes no conocía, empezaron a tomar forma en su interior, como una llama que había estado dormida durante eones.
Descubrió que había algo exquisitamente seductor en los sentidos mortales. El sabor del vino, fuerte y dulce en su lengua, lo llenaba de una calidez que no había experimentado en la prisión de los cielos. El toque de otro ser, cálido y cercano, despertaba en él algo primitivo, algo que lo hizo comprender cuán distantes habían estado de la experiencia física. En las tabernas de las aldeas, se mezclaba entre los hombres y mujeres, sintiendo el poder del lenguaje, de las risas que resonaban en la madera y la piedra. La carne en sus labios, el calor del fuego, todo lo absorbía como un hombre hambriento.
Con el tiempo, empezó a disfrutar de ser parte de este mundo. Ya no era un observador; estaba integrándose lentamente, fusionándose con la mortalidad, y lo hacía por elección. Cada día, los recuerdos de su vida inmortal como caelesti se volvían más borrosos. Erathion no era más un guardián de la eternidad, era un ser de la Tierra, caminando entre los hombres, sintiendo lo que ellos sentían.
A mediados del siglo XIV, decidió que ya era el momento de asumir una identidad mortal. Eligió el nombre de Erik Angelus, un nombre que sonaba humano, pero que llevaba consigo una sombra de su antigua grandeza. Se estableció en una pequeña aldea en la frontera entre Francia y Alemania, una región montañosa y remota donde las estaciones se movían con fuerza y el viento azotaba los picos nevados en el invierno. Se hizo pasar por un erudito y noble caído, un viajero que había merodeado por tierras lejanas, tan enigmático como para ganarse el respeto de los aldeanos, pero tan discreto como para no levantar sospechas.
En esta aldea, Erik comenzó a establecer conexiones. Pasaba las noches leyendo antiguos textos y hablando con los aldeanos sobre sus vidas, sus miedos y sus aspiraciones. Se rodeó de mortales cuyas vidas eran fugaces, y por primera vez en su existencia, comprendió el significado del deseo. El deseo de vivir, el deseo de experimentar, de sentir algo más allá de la eternidad. Encontraba consuelo en la mortalidad que lo rodeaba, y cuanto más se entregaba a este nuevo estilo de vida, más se alejaba del ser que había sido.
No obstante, dentro de él, siempre había una pequeña chispa que recordaba lo que una vez fue. Erathion nunca desapareció del todo. En las noches más oscuras, cuando el viento aullaba entre los árboles, recordaba el silencio de la prisión y la voz susurrante de Apae. A veces se preguntaba si había tomado la decisión correcta, si su elección de vivir entre los mortales no lo llevaría, tarde o temprano, a perderse por completo. Pero esas dudas se desvanecían al primer sorbo de vino, o al primer suspiro de una mujer que lo llamaba por su nombre mortal.
El caelesti que había sido estaba desvaneciéndose, y el hombre que se estaba volviendo se deleitaba en los placeres del mundo, entregándose a ellos con una devoción casi religiosa. Su caída, aunque lenta y silenciosa, lo arrastraba cada día más profundamente en los brazos de la Tierra.
El erudito
A principios del siglo XVII, se había asentado cómodamente en su vida de erudito y noble solitario. Sin embargo, todo cambió una noche de invierno, cuando un viajero inesperado llegó a su puerta. Era un hombre encorvado, de mirada vacía y rostro marcado por el tiempo. Su cabello ralo dejaba entrever una calva incipiente, y su piel caía sobre sus pómulos como una máscara de cera derretida. Vladimir Kasparinov era su nombre, un hombre que inspiraba una mezcla de respeto y repulsión en aquellos que lo miraban demasiado de cerca.
Viajaba con una joven que llamaba su hija, Aya, aunque Angelus pronto sospechó que su vínculo era mucho más complejo que el de padre e hija. Aya tenía una apariencia etérea, casi inhumana. Su fuerza y agilidad eran extraordinarias, su cuerpo respondía a estímulos con una precisión letal. Vladimir hablaba poco de su «niña», pero Angelus podía ver que la protegía con un fervor casi obsesivo, como si ella fuese el último vestigio de humanidad que le quedaba.
Desde el primer momento en que llegó a su aldea, Angelus notó algo oscuro en el hombre. No solo por la palidez de su piel o la falta de brillo en sus ojos, sino por la sensación de vacío que emanaba de su ser. No era un humano, eso lo supo al instante. Pero algo en él había trascendido la mortalidad, algo profundo y espeluznante.
Un día, mientras ambos conversaban en la penumbra de la biblioteca de Angelus, Vladimir reveló una de sus habilidades más aterradoras. Ostentaba el poder de moldear carne, una capacidad vampírica que Angelus nunca había presenciado en sus siglos de observación. Ante sus ojos, tomó la mano de Aya y comenzó a manipular sus huesos y músculos como si fueran arcilla. La piel de la joven se estiró y cambió de forma, sus dedos se alargaron y sus huesos crujieron bajo la presión invisible de su maestro.
Angelus, acostumbrado a los prodigios de la vida eterna, sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. El poder de aquel vampiro no era magia, no era una ilusión. Era algo mucho más visceral, algo que conectaba con las fibras más profundas de la realidad física. El hombre podía moldear la carne como un escultor crea una obra de arte, y lo hacía con una facilidad que rozaba lo blasfemo.
Angelus miró a la joven, quien no mostraba signos de dolor o incomodidad. Había una quietud extraña en ella, como si hubiese aceptado su destino de ser una obra viviente, manipulada por las manos de su padre.
—Busco la forma de otorgar la vida eterna a esta joven. — pronunció con su voz rasgada Vladimir. — Sin duda, tú me podrás ayudar, ¿verdad?
A lo largo de los años, forjaron una amistad basada en el respeto mutuo y el secreto compartido. Los dos hombres, a su manera, eran extranjeros en el mundo mortal, seres que navegaban entre los límites de lo humano y lo divino. Angelus no tardó en confesar su verdadera naturaleza a Vladimir, revelando que no era un simple mortal, sino un antiguo guardián caelesti caído en desgracia.
Para su sorpresa, Vladimir no se mostró horrorizado ni asombrado. De hecho, parecía comprender la carga de la inmortalidad mejor que nadie.
—Por supuesto. Tu aura no es la de un inmortal cualquiera. — afirmó el vampiro. — Yo llevo caminando por el mundo desde hace mucho tiempo, pero sé que tú eres aún más antiguo.
Aya no era un vampiro. A pesar de su extraordinaria fuerza y agilidad, seguía siendo mortal. Vladimir había prolongado su vida mediante un rito oscuro, alimentándola con su propia sangre, convirtiéndola en una Ghoul, pero se resistía a someterla a la transformación completa. El viejo vampiro odiaba lo que los suyos representaban, lo que él mismo se había convertido. No quería condenar a su hija a la misma existencia maldita, pero tampoco quería perderla.
Angelus, que empezaba a entender el dolor de su colega, se comprometió a ayudarlo en su búsqueda de una solución. A medida que pasaban los años, se dieron cuenta de que la clave para preservar la vida de Aya sin convertirla en vampira podía estar en los Tremere, un clan de magos de sangre que habían perfeccionado rituales antiguos.
En 1687, Angelus descubrió que una cábala operaba en secreto en París, liderada por un hombre llamado Jacques Nazaire. Propuso a Vladimir un viaje a la capital francesa para investigar los rituales de los magos de sangre. Los Tremere, con sus conocimientos profundos de la magia y la alquimia de la carne, podrían ofrecerles una forma de conceder la inmortalidad a Aya sin que tuviera que sacrificar su humanidad.
Sin embargo, París no solo albergaba respuestas, sino también peligros ocultos. Durante su estancia en la ciudad y en el submundo vampírico, comenzaron a escuchar rumores de una figura inquietante que estaba proporcionando información prohibida a la cábala de Nazaire. Se decía que una mujer de pelo rubio, piel marmórea y vestida con un traje blanco inmaculado había estado asesorando al gerifalte Tremere en sus rituales más oscuros.
Angelus pronto descubrió la verdad: aquella mujer no era otra que una de las hijas de Apae, una criatura trascendental, una Estigma conocida por su vanidad y perfección. Este ser había estado manipulando a los Tremere para que creasen un ser capaz de abrir un portal de carne hacia la prisión de su padre, el Creador.
Sin embargo, el ritual falló, y en medio de ese caos, Angelus y Vladimir se vieron atrapados en una lucha de proporciones épicas. La Estigma se presentó ante Angelus: su presencia era sofocante y la perfección de su figura sólo acentuaba el peligro que representaba. Se movía con una elegancia inhumana, con su cabello dorado flotando a su alrededor como una corona luminosa. Pero lo que más aterraba al antiguo calesti era su mirada, fría y vacía, un recordatorio de lo que él mismo había sido como guardián.
Un estallido impresionante asoló la cámara de rituales de las catacumbas, dejando a plena luz del día la guarida de los Tremere. Jacques y sus miserables esbirros murieron abrasados por los rayos del astro rey, mientras que Angelus plantaba cara a aquella mujer trascendental. Las habilidades del caelesti, aunque debilitadas por su tiempo entre los mortales, aún le permitían luchar con una fuerza que pocos podrían igualar. Pero ella era una fuerza de la naturaleza, una hija del Creador, y cada golpe que le propinaba era como el peso del propio universo aplastándolo. Su traje blanco permanecía impecable, incluso mientras Angelus sangraba profusamente de sus heridas. Poco a poco, su fachada como humano mortal empezó a desaparecer, mostrando su cuerpo auténtico: una bestia incognoscible, brutal, cuadrúpeda y centáurica, con seis brazos extendidos a lo largo de su figura.
La batalla terminó abruptamente cuando otras Estigmas, alarmadas por el revuelo que había montado su hermana, llegaron para retirarla. Angelus, herido y agotado, apenas pudo mantener su forma corpórea. Se arrastró en las sombras, buscando refugio en las catacumbas parisinas. Fue en ese lugar donde conoció a otro vampiro, un tal Blanchard, un ser astuto y calculador que se ofreció a ocultarlo y curarlo. Debilitado por la lucha, aceptó la ayuda, sabiendo que necesitaba tiempo para recuperarse.
Pero lo que más le dolió fue la traición de Vladimir. Su amigo, su aliado, lo abandonó tras el enfrentamiento. Había encontrado lo que buscaba entre los papiros de los Tremere, un ritual que podría salvar a Aya. Sin decir una palabra, dejó a Angelus a su suerte, pero antes de partir, le dejó una advertencia.
— Si vas a seguir jugando este juego, Angelus, tendrás que ser más convincente. Los vampiros no perdonan la debilidad, y no puedes seguir pretendiendo ser uno de ellos sin perfeccionar tu coartada. — Ya he encontrado lo que quería, amigo, así que me temo que debo viajar de vuelta a por Aya. Está congelada, paralizada en un bloque del hielo más puro. — señaló los papiros y sonrió: sus dientes eran amarillos y deformes. — Adiós, ser de otra realidad. Espero que logres recomponerte.
Y así, Angelus quedó solo, oculto entre las sombras de París, lamiéndose las heridas físicas y emocionales. Desde ese día, Erik Angelus, el falso vampiro, comenzó a tejér su red de mentiras, asumiendo el manto de un Ventrue, uno de los clanes más respetados entre los cainitas, mientras sus antiguos recuerdos de guardián caelesti se desvanecían cada vez más en el eco de la eternidad que una vez había conocido.
El verdugo
El aire en las montañas de Soria era denso, impregnado de un frío cortante que se colaba hasta los huesos, recordándole a Erik lo lejos que estaba de cualquier resquicio de divinidad. Desde las sombras del bosque, observaba el monasterio que había marcado su destino en esa región. Las copas de los árboles se mecían con el viento, creando un murmullo que hacía eco en la soledad del lugar, un susurro interminable que parecía hablarle de su propia decadencia. Los años y los siglos habían desgastado su esencia caelesti, y lo que una vez había sido un ser de luz ahora se movía como una sombra entre los mortales, alimentado por impulsos oscuros que ni siquiera él comprendía del todo.
Había llegado a esa provincia porque algo en el tejido de la realidad le había llamado. A lo largo de los años, había aprendido a identificar esa vibración en el aire, el eco tenue de las Estigmas, esas criaturas imposibles que no dejaban de atormentar su mente. Dos de las niñas del orfanato bajo la protección de un clan de Garou—El Estanque del Lirio Apacible—desprendían ese rastro particular que él había estado buscando durante tanto tiempo. Pero Angelus, ya consumido por la desesperación, no esperó confirmación, ni pidió permiso. Actuó.
En una noche tan oscura como sus pensamientos, irrumpió en el orfanato y se llevó a una de ellas. Aránzazu Guevara, la pequeña de ojos inquisitivos y mirada vacía, de pelo largo moreno y mirada esmeralda, apenas comprendía lo que sucedía cuando las sombras la engulleron.
Meses después, los días y las noches se mezclaban en las catacumbas de París, donde el tiempo parecía no tener sentido. La piedra húmeda y las paredes agrietadas eran testigos de los gritos apagados que nadie escuchaba, salvo Angelus. Aránzazu, ahora convertida en una prisionera de su enfermiza obsesión, sufría las torturas que él mismo ejecutaba, con un propósito que cada día le resultaba más incierto. Otra vez se había convertido en un carcelero, pero en esta ocasión el reo parecía no merecerlo.
La niña no entendía por qué la sometía a aquellas pruebas. Durante largos cuatro años, su cuerpo y mente fueron empujados al límite, esperando provocar una reacción en las Estigmas, una reacción que nunca llegaba. Angelus la miraba a veces con desprecio, a veces con una piedad perversa, como si buscara redención en la fragilidad de la joven. Pero lo que realmente sentía, muy en su interior, era repulsión hacia sí mismo. Una repulsión tan oscura y densa como el entorno que lo rodeaba.
«¿Qué soy ahora?»—se preguntaba con frecuencia, en los momentos de silencio que quedaban tras las torturas. Su existencia ya no estaba definida por los principios elevados de los caelesti, sino por la maldad que había sembrado a su alrededor. No estaba seguro si aquello era el eco de la corrupción que había sufrido en su caída o si siempre había sido algo más sombrío dentro de él, esperando despertar.
Una tarde, mientras observaba el cuerpo encogido de Aránzazu, se acercó con sigilo. Su respiración era débil, pero aún estaba viva, y su piel pálida se encontraba perlada por el sudor frío del sufrimiento. Angelus pasó una mano por su frente, como si buscara algún vestigio de humanidad en ella. Pero no lo había. Había roto a esa niña en más formas de las que podía contar, y sin embargo, algo le instaba a continuar.
«¿Por qué no se manifiestan?» murmuró para sí, sin esperar respuesta. Se apartó con brusquedad, molesto por la persistente ausencia de sus enemigas, pero más aún por el constante eco de sus propios errores.
El consejero
El submundo vampírico de París se había sumido en el caos tras la muerte de Emile Benoit, el Príncipe de la ciudad. Los cainitas se retorcían como serpientes bajo el sol, conspirando y traicionándose entre sí para llenar el vacío de poder. Entre ellos, Dominique Dimanche había ascendido al trono, un cainita ambicioso y despiadado que no temía tomar decisiones controvertidas. Era un Ventrue hecho y derecho.
Angelus, atrapado en la maraña de la política vampírica, asistía a las reuniones y negociaciones como si todo aquello tuviera sentido. En el fondo, su mente aún estaba fija en las Estigmas, y en su prisionera, que había mantenido oculta durante años. Aránzazu seguía allí, como una sombra del ser que alguna vez había sido, pero el vacío que sentía hacia ella no menguaba. Las Estigmas no aparecieron y su plan había fracasado. Sin embargo, no podía liberarla, no podía admitir el fracaso. La retorcida conexión que tenía con ella le era tan necesaria como el aire.
Dominique lo convocó entonces para un viaje. Bilbao sería el escenario de una nueva cumbre de la Camarilla, y Erik, como fiel servidor de los Ventrue, no podía rechazar la invitación. Sin más opción que seguir el curso de los acontecimientos, empaquetó su existencia, y con ella, su mayor secreto. Aránzazu, débil y quebrada, fue transportada con él, como un trofeo maldito que no podía dejar atrás.
El aire del País Vasco olía a sal y humedad, una bienvenida envenenada para Angelus. Al llegar a Bilbao, los rostros familiares de la Cumbre lo recibieron con cortesía vacía. Annette Delphine, Andréa du Soleil, Dante Arcanum, y entre ellos, un nombre que había preferido olvidar: Vladimir Kasparinov. Su antiguo aliado, el vampiro que lo había traicionado, se encontraba allí, y con él, el fantasma del pasado que había enterrado hace tiempo.
El príncipe de la ciudad, Mikel Usandizaga, había organizado la cumbre para advertir sobre los movimientos del Sabbat, pero para Angelus, los asuntos vampíricos eran cada vez más irrelevantes. Su mente seguía consumida por la incertidumbre, por la sensación de que algo oscuro y profundo se gestaba, más allá de lo que los cainitas podían comprender.
Fue en una de esas reuniones, en las cámaras frías del consejo, cuando ocurrió. Un rugido primigenio resonó por las paredes de piedra, como si la tierra misma respondiera a una llamada ancestral. Aránzazu, la prisionera que había sido traída como un secreto, experimentaba su Primer Cambio. Angelus apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la joven, ahora transformada en una bestia de pura furia, desató su poder sobre la sala.
Mikel Usandizaga fue el primero en caer: su cuerpo fue reducido a pedazos bajo las garras de la Garou. Vladimir Kasparinov intentó huir de la violenta criatura, pero fue aplastado contra un muro, convirtiéndose en una pulpa sanguinolenta. El caos reinaba mientras los vampiros huían o intentaban luchar. Los rugidos de la bestia llenaban el aire, y en ese instante, Angelus comprendió el terrible poder que había intentado contener.
Aya Kasparinova, la hija de Vladimir, había pasado siglos aprovechando su inmortalidad para afinar sus habilidades como asesina y espía. Sin dudarlo un instante, intentó detener a la criatura, desenvainando una hoja de plata como una centella en la penumbra. Pero cuando estuvo a punto de ejecutarla, Angelus alzó la mano. La lucha en su interior fue breve, pero decisiva: no podía dejar que Aránzazu muriera. Había algo en ella, algo que aún no lograba entender, y necesitaba descubrir qué era. No era compasión lo que lo movía, sino una oscura necesidad de completar algo que había comenzado hacía mucho.
El príncipe
La muerte de Usandizaga abrió el trono de Bilbao para quienes tuvieran la astucia suficiente para reclamarlo. Angelus, jugando sus cartas con frialdad calculadora, logró hacerse con el título de Príncipe de la ciudad gracias al apoyo de Dominique. Rodeado de aliados y consejeros, consolidó su poder, pero no fue una victoria que saboreara con alegría. Todo lo que había conseguido estaba envuelto en mentiras, y su alma estaba ahogada por la corrupción de siglos de traiciones y oscuridad.
Aránzazu, ahora rota y devastada por su Primer Cambio, seguía viva. Fue trasladada a las celdas inferiores de una mansión lujosa que Usandizaga tenía a las afueras de Bilbao. Angelus la mantenía en su fortaleza, como un recordatorio constante de su fracaso y de las preguntas sin respuesta que aún lo perseguían.
Los días pasaban, y con cada uno de ellos, Erik Angelus se hundía más en su propio vacío. Había logrado el poder que muchos anhelaban, pero a un precio que lo había despojado de lo poco que quedaba de su antigua esencia. Ahora, entre las calles infectas de Bilbao, un falso Ventrue gobernaba, mientras su verdadera naturaleza, la de un guardián caído, se desvanecía en el eco lejano de lo que alguna vez fue.
Y en las noches más silenciosas, aún escuchaba el eco de los susurros de Apae, el Creador, su antiguo reo. Angelus sentía como su vida inmortal llegaba a su fin.
Llegaron los fríos vientos de invierno, arrastrando con ellos el aroma salado del Cantábrico, mientras las sombras se alargaban bajo la tenue luz de las farolas. Él, que había visto el paso de incontables siglos, permanecía de pie frente a la ventana de su estudio, con la mirada fija en la ciudad que ahora gobernaba. El resplandor de los edificios se desdibujaba ante sus ojos cansados, mientras su mente se hundía en pensamientos oscuros, lejanos.
Había pasado tanto tiempo. Tantos siglos y tantas mentiras tejidas para mantener su posición, para conservar su fachada. Los mortales, los cainitas, los garous… nada de ello importaba ya. Durante años, su vida había sido un tapiz de intrigas, rituales prohibidos y pactos que le resultaban más vacíos con cada paso. Pero el Mundo Onírico—esa utopía de la mente, ese proyecto de los Garous—había despertado una chispa en su interior, una luz tenue que ahora se desvanecía.
Aceptó ayudarles, no porque le importara el bienestar de los cambiaformas, pero su interés residía en otro lugar. El eco de su fracaso con Aránzazu resonaba en su mente, como una herida abierta que nunca cicatrizó. Quizás, en aquel mundo de ensueño, podría encontrar una forma de redimirse, de deshacer el daño que había causado, o al menos utilizar el poder de la creación onírica contra sus viejas enemigas: las Estigmas.
Pero ahora, parado allí, observando las luces de la metrópoli, todo parecía una ilusión. El proyecto avanzaba, los rituales arcanos y la tecnología se entrelazaban en un entramado fascinante para los garous. Angelus, sin embargo, veía su implicación con indiferencia. Lo que ocurriera, ocurriría. Y en medio de ese desinterés, la noticia que más temía llegó, y con ella, un cambio irreversible.
Aránzazu había escapado.
Apenas reaccionó al principio, y la noticia le llegó como un cuchicheo en la oscuridad, como tantos otros que había escuchado a lo largo de su interminable vida. Pero cuando la realidad se impuso, la calma que había cultivado durante siglos se desmoronó. Ya no era una niña. El ser que había mantenido cautiva durante tantos años, esa criatura que había sido su obsesión y su error, ahora era una mujer. Una adulta, rota y marcada por el sufrimiento que él le había infligido. Y había huido.
Apenas lo sorprendió que uno de sus propios guardias humanos hubiera sido su herramienta de escape. Había sido descuidado. Había dejado que su atención se desvaneciera en la monotonía de su vida, y ahora ese error caminaba libre, con la fuerza de todo el dolor que había acumulado.
En medio de su desesperación, recurrió a Makumbo Katanga, el ronin que siempre había sido útil cuando otros no lo eran. El Caminante Silencioso seguía sus órdenes sin preguntar, y aunque no pudo capturarla, la dejó despojada de su memoria. Angelus suspiró, sabiendo que aquello solo retrasaba lo inevitable.El mundo que había construido a su alrededor se estaba desmoronando.
El Viento de Acero la había recuperado, llevándola de vuelta a su túmulo. El equilibrio que había sostenido con tanto esfuerzo ahora pendía de un hilo. Las dudas que se agitaban en su mente se intensificaron hasta convertirse en un estruendo imparable. Ya no era cuestión de redención. No había forma de reparar lo que había hecho. Aránzazu era el símbolo de su fracaso, una herida que no se cerraría, y su sola existencia amenazaba con destruir todo lo que había intentado conservar.
Descendió hacia el santuario arcano que había ordenado construir hacía unos años. Allí bajaba de vez en cuando para poner a prueba sus capacidades, anotando los efectos una y otra vez. Estaba claro: sus habilidades se estaban extinguiendo sin posibilidad de dar marcha atrás.
Caminó entre los símbolos desgastados. Todo en esa habitación era un vestigio de lo que alguna vez fue. Incluso el poder en sus venas, esa antigua chispa caelesti, ya no era más que un eco. Su piel, antaño marcada por un brillo etéreo, ahora parecía tan mortal como la de los cainitas que lo rodeaban.
—No hay vuelta atrás — murmuró para sí mismo, mientras colocaba las manos sobre el altar de piedra.
La decisión estaba tomada. Aránzazu debía morir. No solo porque era su fracaso personificado, sino porque había despertado en él algo que no había sentido en siglos: miedo. Su poder, su vida eterna, todo estaba desapareciendo lentamente. Y si ella recordaba, si recuperaba todo lo que le había arrebatado, si los suyos venían a por él… entonces, su caída sería aún más profunda. No quedaba nada más que borrar ese error y enterrar lo poco que quedaba de Erathion.
Sin embargo, lo que Angelus ignoraba, es que su prisionera, su reo, no iba a plantarle cara sola. Y eso fue lo que destruyó la última brizna de su ser.
Imagen: Generada por inteligencia artificial.