El blanco de las paredes me hacía daño en los ojos: era incómodo de mirar y la iluminación del pasillo lo hacía aún peor. No me importaba la fila de puertas que se extendía a lo largo de la estancia. Notaba como el sudor gélido recorría mi frente y mi mejilla. Los retortijones me hacían sentir una enorme presión en el vientre. Mi interlocutor no parecía preocupado por mi malestar y con cada palabra alcanzaba un tono superior al anterior; estaba muy exaltado. Su traje, caro y de marca, se arrugaba con cada aspaviento y pequeños gargajos de saliva salían disparados de su boca para aterrizar contra las inmaculadas paredes del pasillo. Su acompañante, igual de bien vestido, tenía más paciencia, aunque se le veía igual de preocupado. El dolor de estómago crecía, como si un animal pequeño se retorciese en mis entrañas. Sólo quería que ese tipo se callase y me dejase ir a un baño. Él sólo quería saber dónde estaban sus colegas.
En la planta baja había un casino de construcción moderna y clientela muy distinguida. Caminaba entre las máquinas tragaperras sin dejar de observar lo que los ludópatas hacían. Todos van demasiado bien vestidos y les gusta demasiado meter monedas. Esperaban que saliesen más monedas. Las mesas de blackjack y apuestas estaban a rebosar y nadie me quitaba el ojo de encima. ¿Me tenían miedo? ¿Les parecía raro? Iba bien vestido, esmoquin y zapatos nuevos. Choqué contra alguien que lleva puesto un chándal y sus pintas se asemejaban a las de un zarrapastroso. No encajaba que estuviese ahí dentro. Había hecho algo que requería su expulsión del lugar y yo era el encargado de llevarlo a cabo. Por supuesto, al agarrarle para llevarle hasta la entrada, el tipo se resistió, me pegó dos puñetazos en el estómago y comenzó a correr. Otro hombre, que estaba de espaldas y enfrascado en su partida de la tragaperras, se gira y comienza a escapar al mismo tiempo que el zarrapastroso. En ese instante me percato de lo que ha sucedido.
Antes de que el tipo exaltado pronuncie más palabras irritantes, me toco la cara. Mi mandíbula es ancha, gruesa y mis dientes son afilados y grandes. Mi boca se asemeja a la de un pez abisal. Se encuentra cálida y húmeda, con numerosos tropezones de carne atrapados entre los colmillos. Está claro que llamo la atención y me parece normal que la gente del casino estuviese pendiente de lo que hacía. La iluminación me resulta cada vez más molesta. La inspección que acabo de hacer a mi anatomía bucal ha atemorizado a mis dos interlocutores. Están a punto de mearse encima. Intento vocalizar algo, pero la disposición de mis dientes me hace balbucear a la vez que trozos de carne y cuajarones de sangre caen de mi boca. El malestar estomacal es insoportable. Me giro bruscamente y corro hacia la segunda puerta a la derecha, es uno de los baños.
Los azulejos blancos reflejan la luz que entra del pasillo y me resulta tan asqueroso como la iluminación natural. Hay una bañera de dos metros blanca e inmaculada. Me pongo de rodillas y me agarro con fuerza al borde. Aprieto. Noto un escozor a lo largo de mi esófago mientras los pedazos de hueso y carne regurgitan de mi boca como una fuente anaranjada y repugnante. El olor es insoportable. En la puerta del baño, los dos tipos observan el espectáculo entre incredulidad y pánico. Uno de ellos vomita sobre la preciosa alfombra roja del pasillo. Escupo una astilla de hueso y quito un tendón que se había quedado atrapado entre mis dientes.
Así no vamos a poder hablar con tranquilidad.
Imagen: Blut im Waschbecken por davidak.