Y las tuyas fuertes, pesadas y apretadas. ¿Qué es lo que querías hacer, repulsivo saco de carne? ¿Acaso querías ver lo que hay al otro lado? Para nada.  Necesitabas excitación, sentir que tu vida estaba en peligro, ¿verdad? Un miserable como tú estaba hambriento de atención y validación, pero ya no.

Ya no porque has dejado de existir. Tus pulmones han dejado de respirar y de tu corazón sólo queda una mancha sobre el suelo. 

Ahí estás tú, tumbado en el suelo, con esa cara de «¿pero qué coño ha pasado?» grabada en tu jeto para la eternidad. Te creías muy chulo entrando aquí, como si fueras el puto amo del universo, pensando que te ibas a llevar el premio al más valiente del barrio. Pero mira por dónde, el único premio que te has llevado es un billete sin retorno al otro barrio. Y no, no es el barrio que esperabas, cariño.

Durante años, este edificio ha sido mi puto reino, mi campo de juegos, mi coto privado de caza. Y vaya si he cazado. Gente como tú, que se piensa que puede venir aquí a hacer el gilipollas y salir impune. Pero no contabais conmigo, con una fantasmona que no se deja intimidar por los vivos ni por los muertos.

Cuando te vi entrar, con tu mochilita, tu linterna y tu cámara de vídeo 4k, soltando payasadas como «Bienvenidos a otro lugar de misterio, embrujado por apariciones del más allá», casi me meo de la risa, si es que los fantasmas pudiésemos mear, claro. «Otro pringao más», pensé. Pero tú tenías algo especial, algo que me mosqueó más de lo normal. Esa actitud de «yo controlo», como si supieras algo que los demás no. ¡Ja! Si supieras la de idiotas que han pasado por aquí con la misma mierda de actitud.

Así que decidí que iba a ser yo quien te diera una lección, una que no olvidarías jamás. O bueno, que no olvidarías si siguieras respirando, que ya sabemos que no es el caso. Te seguí mientras te adentrabas más y más en mis dominios, viendo cómo cada sombra te hacía saltar. ¿De verdad pensabas que ibas a encontrar algo aquí aparte de tu propia muerte?

Y entonces, cuando menos te lo esperabas, cuando estabas más cagado que un niño en su primer día de cole, ahí fue cuando te lancé mi jugada maestra. Te atrapé en mi abrazo etéreo, helado como el hielo y más oscuro que la noche más negra. Y mientras sentías cómo la vida se te escapaba, mientras tu corazón daba su último y patético latido, te susurré al oído: «Bienvenido al club, pringao».

Y ahí estás, aún intentando asimilar lo que ha pasado, cuando las cosas se van a  poner aún más feas para ti. Pensabas que ya estaba todo dicho y hecho, ¿eh? 

Mientras te retuerces, confundido y aterrorizado, empiezas a notar cómo algo más oscuro y maligno se acerca. Tus cadenas, tan frágiles y patéticas como la vida que llevabas, no van a soportar los tirones de los de abajo. ¿De quienes,  preguntas? Ahora lo vas a saber, espabilado.

Unas cadenas negras como los cojones de un grillo y ardientes, tan ardientes como el puto Krakatoka en erupción, se enrollan alrededor de tus piernas con una fuerza descomunal. Intentas resistirte, claro que sí, pero ¿de qué sirve? Cada eslabón de estas cadenas infernales está impregnado de maldad pura, y no hay escapatoria posible.

Mientras te arrastran hacia abajo, hacia una oscuridad aún más profunda que la de este lugar maldito, puedes oír mi risa resonando en tus oídos. No es una risa de alegría, ni mucho menos. Es una risa que te recuerda tu lugar, que te dice sin palabras que meterte donde no debías era peligroso. Disfruta del peligro, gañán.

Las cadenas se tensan, cada vez más, arrastrándote sin piedad. Puedes sentir cómo cada fibra de tu espíritu se resiste, pero es inútil. Estás siendo llevado al infierno, a un lugar de tormento eterno donde las sombras y los lamentos se entrelazan en una danza macabra.

Saluda al subnormal de Satanás de mi parte, caracandao.


Imagen: Generada por una IA

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