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Nuestros intrépidos aventureros, Arcturus, Kaélidas y Sheoltio, habían dejado atrás las tundras gélidas de Corzohierro y se encontraban ahora en los vibrantes Pastizales de Calbarás. El contraste entre la tundra frígida y los campos verdes y llenos de vida era asombroso, pero el peligro seguía acechando en cada rincón. Con el arma perfecta, Arcturus necesitaba que su amigo arcanista, Kaélidas, adquiriese un tesoro imbuido con la luz de la mañana, y los rumores que Selinia les había proporcionado les llevaban hasta una extraña grieta en aquella provincia.

— Ahora que tenemos esta pedazo de lanza y el casco de los rayos láser, tenemos que conseguir un buen palo para ti, Kaélidas. — afirmó con alegría el joven aventurero.  — Selinia me ha chivado que por aquí hay como un templo raro con un tesoro bien guapo. 

— Perdona, amigo. Disculpa. — el gatónido arcanista parecía preocupado, ya que Arcturus no era el mejor explorador. Ni tampoco prestaba mucha atención. — Creo que te refieres al «Bastón de la Luz de la Mañana», una reliquia de una era pretérita, en el que el mundo era asolado por demonios. Cuenta la leyenda que…

— Sí, sí, sí, eso. El Palo de la Luz, como el que usa Sheoltio para ver por la noche cuando va a hacer pis. — respondió el joven de forma socarrona.

— ¡Ja! — se carcajeó el gatónido pillo y ladrón. — Pero Kael, no te confundas con mi palo de luz, ¿eh? — toqueteó una pequeña varilla mágica que llevaba colgada del cinto. — ¡Es sólo para hacer pis y nada más!

Kaélidas frunció el ceño y siguió su camino, ignorando a sus otros dos compañeros, claramente infantiles y despreocupados.

Mientras exploraban los pastizales, los tres amigos se toparon con un perturbador fenómeno: un resplandor dorado que emanaba de una abertura en el suelo. Intrigados, se acercaron al agujero y descubrieron que se trataba de una entrada que conducía a un oscuro túnel subterráneo.

Descendiendo con cautela por el túnel, la luz del exterior se desvanecía rápidamente, siendo reemplazada por una tenue luminiscencia que parecía brotar de las mismas paredes de la caverna. Las formaciones rocosas creaban sombras danzantes a su paso, mientras el aire frío y húmedo envolvía sus cuerpos.

Después de lo que parecieron horas de descenso por el sinuoso camino subterráneo, nuestros aventureros llegaron a una vasta caverna. La estancia estaba iluminada por cristales incrustados en el techo, proyectando una luz etérea que daba vida a un antiguo templo en el centro de la caverna. Las estructuras de piedra, cubiertas de musgo y enredaderas, contaban historias de una civilización olvidada, cuyos secretos yacen ahora en el silencio.

Frente a ellos, custodiando la entrada del templo, se erigía un imponente gólem de hierro y roca. Su cuerpo, una amalgama de elementos antiguos, emanaba una energía que parecía vibrar con el propio pulso de la tierra. A pesar de su aparente inmovilidad, una chispa de vida brillaba en lo que parecían ser sus ojos, una señal de que la magia milenaria aún fluía a través de sus venas pétreas.

— Parece que tenemos compañía. — murmuró Arcturus, observando con cautela al gólem. — Ojo con lo que hacéis, que os encanta tirar cosas al suelo. ¡Y eso es un montón de cosas!

— ¡Arcturus! Mantén silencio, debe ser el guardián del templo. — añadió Kaélidas, con su curiosidad despertada ante tal maravilla arcanotecnológica. — Amigos, me pregunto cómo se podrá mover…

— Y parece que no está de humor para visitas — concluyó Sheoltio, con su característica sonrisa, insinuando que un enfrentamiento era inevitable. — ¡Vamos a convertirte en grava, pedrusco!

Con un estruendo que resonó a través de la caverna, el gólem dio un paso adelante, levantando su brazo de piedra en un gesto que no dejaba lugar a dudas de sus intenciones. Sin embargo, antes de que pudieran prepararse para el combate, Kaélidas levantó su mano, susurrando palabras de un antiguo dialecto, intentando comunicarse con el ser frente a ellos.

El gólem se detuvo, mientras los sonidos de la caverna se apaciguaban. Un momento de tensión se cernía sobre el grupo, roto únicamente por el eco de la voz del gatónido resonando en las paredes.

— ¡Gran telaraña umbral! ¡Fuerza telúrica de Aracnia! — el gólem empezó a tener pequeños espasmos en sus extremidades. — ¡Haz que tus hebras se deshagan! ¡Lo que la magia sostiene, que sea deshilvanado! ¡CERCA TECNOLÓGICA!

Un resplandor de luz verdoso surgió de las manos de Kaélidas, envolviendo en un destello cegador al autómata y sosteniéndolo en el aire durante unos instantes.

— ¡Repámpanos peludos, Kaélidas! — espetó Arcturus, sorprendido por las habilidades mágicas de su amigo. — ¡Ese hechizo es nuevo!

— Venimos en busca del Bastón de la Luz de la Mañana, no deseamos perturbar la paz de este lugar — declaró Kaélidas con firmeza y respeto. — Arcturus, sólo he desactivado temporalmente al guardián. Pasemos a recuperar aquel artefacto que Selinia nos contó.

Nuestro grupo de aventureros dejó atrás al gólem, que se había quedado paralizado, y accedieron al interior de las ruinas. Los grabados estaban desgastados por el paso del tiempo, pero la astucia de Sheoltio (o su sinvergonzonería) hizo que tocase todo lo que no tenía que tocar.

Al fondo de la sala principal, sobre un pedestal de piedra iluminado por un haz de luz celestial, reposaba el Bastón de la Luz de la Mañana. Su diseño era elegante y complejo, con gemas incrustadas que capturaban la esencia del amanecer.

Con cuidado, Kaélidas se acercó al pedestal, extendiendo su mano hacia el báculo. Al tocarlo, una oleada de luz pura inundó la sala, envolviendo a los aventureros en una calidez reconfortante. El bastón vibraba con una energía benevolente, reconociéndolo como su nuevo portador.

— Este bastón no solo es un arma; es un símbolo de… — intentó pronunciar Kaélidas, pero fue interrumpido.

— ¡…poder ver cuando aprieta por la noche! ¡Para no mearte encima! — gritó Sheoltio con una carcajada que resonó por todo el lugar. Arcturus no podía aguantar la risa.

El arcanista Kaélidas se enfadó bastante y se marchó en seguida de la estancia. Cuando sus dos compañeros fueron detrás de él, se dieron cuenta de que el gólem volvía a estar activo. Sin embargo, el gatónido de pelaje rubio no se percató de que había dejado a sus «amigos» a merced de una tremenda amenaza.

— ¡Kael! ¡No te rebotes, anda! — gritó Arcturus, con su voz a punto de quebrarse por los nervios. — ¡Ven, mira lo que tenemos aquí! ¡Te necesi…! — no pudo finalizar la frase, porque el gólem de hierro y piedra intentó aplastarle con sus dos manos. Sheoltio había trepado a toda velocidad por la espalda del constructo y dejó caer un par de bombas explosivas. Sin embargo, el autómata no sintió ni cosquillas.

Arcturus desenfundó la Lanza de Hielo y pronunció la frase de activacion, para que el arma resonase con todo su poder latente.

— Maldita sea, ese gato nos la ha liado buena. — refunfuñó mientras daba dos volteretas para ponerse a salvo. — ¡Escarcha del norte, retumba a través de tu filo! ¡Lanza de Hielo!

Una oleada de frío surgió de la lanza y congeló gran parte del ambiente a su alrededor. Los pilares envejecidos del templo se llenaron de escarcha, y las paredes de la caverna se enfriaron hasta mostrar pequeñas motas de hielo por encima. 

Arcturus centró su ataque en el núcleo principal del gólem, ubicado en el pecho, y pegó un buen salto con sus Botas de ancarrana. Aquel constructo no pudo reaccionar a tiempo y fue congelado por el ataque del joven héroe. Su colega Sheoltio aprovechó para lanzar otra hondonada de bolas explosivas sobre el gólem, y ésta vez tuvieron efecto al resquebrajar el hielo, y por lo tanto, la roca alrededor. Kaélidas reaccionó algo tarde, pero vio a sus amigos luchar con fiereza contra el guardián, pero él era consciente de que aquel formidable oponente no iba a ser derrotado así. Se concentró en su nuevo bastón e intentó extraer toda la energía arcana del artefacto.

— ¡Padre de la roca, madre de la tierra, hijo de la montaña! ¡Permite que tome tu vigor! ¡Permite que arrastre tu virtud! ¡Permite que tus agujas partan los cielos! — un montón de electricidad y rayos empezaron a surgir del bastón. Una enorme bola de energía empezó a formarse frente a Kaélidas. — ¡Rompe el firmamento con tu rabia! ¡RAYO FULMINANTE!

El techo de la caverna fue atravesado por un terrible rayo concentrado sobre el autómata, que desintegró en mil pedazos el núcleo y todas las piezas que estaban alrededor. Arcturus y Sheoltio se apartaron a tiempo y se miraron a su colega arcanista con la boca abierta de par en par.

— Tío, Kayulero… — balbuceó el joven humano. — ¡Pero cómo mola! ¡Ahora lanzas truenos destructores del terror!

— ¡DALE RAYOS, KAYULERO! ¡DALE MUCHOS MÁS RAYOS! — gritó Sheoltio, envuelto en júbilo.

Kaélidas cabeceó con negación y les hizo señas para salir de aquel lugar. Con el guardián destruído, no tardaría el templo en intentar ser saqueado. Pero la verdad era que no quedaba nada más de interés.

Con el Bastón de la Luz de la Mañana en su poder, Arcturus y sus amigos sabían que estaban un paso más cerca de enfrentar el oscuro mal que les hizo lanzarse a la aventura. Con una nueva determinación, regresaron a la superficie, donde los Pastizales de Calbarás los recibieron con el cálido abrazo del sol naciente.

Tenían que continuar, pero ahora, con el poder del amanecer de su lado, se sentían invencibles.

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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