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Cuando cayeron de los cielos, esos seres comenzaron a bogar por nuestro mundo como si hubiese sido su jardín desde el inicio de los tiempos. «Espíritus deíficos» los llamaban, infundado respeto a unas criaturas descerebradas que arrasaban cualquier lugar por el que aparecían.

Mentirosos, cultos de desidia y vergüenza, y miserias brotando de la tierra como si de una herida mortal en el vientre fuesen. De sus restos carbonizados creamos iglesias y creencias, deseos impregnados en forma de oraciones que les dieron mucho más poder. Sin darnos cuenta, alterábamos la Urdimbre de forma que estas ondas y vibraciones les volvían más poderosos. De esa forma arrancaban sus sortilegios; de esa forma moldeaban el paisaje a su capricho y voluntad.

Nosotros les pusimos en esos tronos de cristal translúcidos. Nosotros erigimos esos templos en los que los adorábamos como si hubiesen sido nuestros salvadores. Pero no fue así: surgimos de la sangre corrupta de la tierra, Ornuth Aium fue nuestro progenitor. Estos extranjeros, visitantes de otros mundos, arrebataron la digna posición de creador a nuestro auténtico padre.

¡Quemad, quemad sus santuarios! ¡Destruid sus enseñanzas! ¡Devorad sus fieles! Ni Xelastris, ni Nastala, ni ningún pordiosero procedente de fuera de nuestro mundo debe ser adorado! Dejémonos llevar por el deseo de la destrucción y levantemos de nuevo nuestra sociedad.

Las bestias celestiales deben ser destruidas y arrancadas de su privilegiada posición. No se merecen estar en nuestro imaginario, ¡expulsémoslas! ¡Que ardan en los océanos ardientes del vacío mientras sus esclavos vuelven a recuperar su voluntad arrebatada!

— Maximilian Lecarde, sumo sacerdote de Ornuth Aium, antes de ser ahorcado.


Imagen: Generada por Microsoft Bing

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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