Me asomo tras la esquina. Ronquidos al otro lado del pasillo. «¡Bien! Está dormido» pienso y me acerco lo más lenta y silenciosa que pueda a la cocina. El trayecto es corto, pero un movimiento en falso podría estropearlo todo. Avanzo lentamente. No respiro. Ni pienso, no vaya a ser que pueda oírme.
Al abrirla, la puertecilla de la alacena chirría un poco. Contengo la respiración. Aún oigo los ronquidos, todo va bien. Maldigo entre dientes el olvido y deslizo con cuidado la bolsa de patatas. Sé que es una decisión arriesgada: manipular plástico en mitad de una casa en total silencio es como pintarse una diana en la cara en un concurso de arrojar tartas. Pero cuando te entra el antojo no hay nada más que lo sacie que el propio antojo.
Dejo la bolsa sobre la encimera y rebusco en el cajón de la derecha sin manipular mucho los otros objetos que hay en él. En circunstancias normales la abriría sin más dilación, pero esta vez debo hacerlo de la forma más cuidadosa posible, y usar unas tijeras es la mejor opción.
He abierto la bolsa sin ningún otro contratiempo. Para mi sorpresa esta vez he sido más lista que él. Por primera vez he ganado una batalla y sus ronquidos de fondo me lo confirman.
Saco una patata frita de la bolsa, es más grande de lo que pensaba pero nada importa. ¡Es la patata de la victoria! La contemplo con la tenue luz que entra por la puerta del patio. Sí, encender la luz habría sido algo arriesgado. Sobre todo cuando el enemigo es un experto cazador y está adiestrado para captar cualquier leve oscilación del entorno.
«Por fin…» pienso. «Ya nada podrá detenerme. Es mi patata, nada ni nadie podrá arrebatármela… a menos que… ¿por qué he dejado de oír los…»
¡GUAU!
Un ladrido atronador taladra mis oídos. ¡Se ha despertado! No ha tardado ni un segundo en recorrerse toda la casa y aparecer en la cocina a mi lado. ¡Este perro se teletransporta! ¡¿Pero cómo lo ha hecho?! Mi plan era perfecto…
No hay tiempo de reacción. Ya se ha subido sobre mi y en dos saltos ha logrado arrebatarme la patata de la mano aunque haya luchado por ella.
Ahora está ahí sentado, mirándome mientras me como una patata. Dos para él, una para mí. Es el pacto silencioso entre perro y dueño, de lo contrario se pone nervioso y comienza su ataque «poner ojitos tiernos y lloriquear» y no hay nadie que pueda resistirse a eso. Es todo un amor.
Eso sí, ¿el pienso seco? Que me lo coma yo si quiero.
Imagen: Saddest bag of chips.