El implacable sol de verano caía con fuerza sobre la ciudad de Alcantarilla aquel verano del ochenta y nueve mientras dos chavales, ignorantes de lo que les iba a deparar el futuro, corrían de un lado para otro enfrascados en juegos inocentes. El más pequeño de ellos se llamaba Pedro Bocartes y sus padres eran los heroinómanos más repugnantes de la urbe, pero él no dejaba que la miserable situación de su hogar le quitase la sonrisa. A su lado, se encontraba el pequeño de los Giménez de Luchamán, un rechoncho Teodoro que disfrutaba de una pizca de libertad lejos de los muros de la hacienda familiar. La cuidadora del joven, una cuarentona que respondía al nombre de Bernarda, observaba que el señorito no se magullase al mismo tiempo que intercambiaba cuchicheos y habladurías con las verduleras que frecuentaban el Parque de Luis Fernando IV. Se decía que Bernarda continuaba en su puesto porque compartía sábanas con el buen señor Giménez cuando la señora de Luchamán pasaba horas en la consulta del psicólogo, pero tales chismorreos nunca llegaban a oídos de la interesada. Los chavales, ajenos a los tejemanejes de los adultos, se esforzaban en meter un balón de plástico entre dos palos de madera mientras soñaban con ser futbolistas o presentadores de televisión.
Veintiséis años después, a las afueras del mismo parque, esos dos niños se volvieron a reunir, pero en situaciones muy diferentes. Teodoro Luchamán había llegado a la órbita terrestre, y después de haberse convertido en un superhombre, había regresado a Alcantarilla con su propia agenda. A Pedro Bocartes la vida no le había sonreído ni un ápice: después del fallecimiento de su padre y el suicidio de su madre, encontró un respiro en la heroína y en cualquier droga que detuviese, al menos durante unos instantes, el dolor provocado por su propia existencia. Se había forjado la reputación del típico traficante consumido por su propio material, pero algo ocurrió; algo de importancia, que le valía como justificación para no arrojarse al vacío. En una de sus múltiples relaciones sin protección, concibió a una niña pequeña; María, como la virgen, fue el motivo que le llevó a reunir todo el dinero posible para que pudiese vivir la vida que él no pudo tener.
Y allí estaban, viejos amigos reunidos después de casi dos décadas sin verse. Teodoro no perdió el tiempo y fue al grano: a pesar de su ausencia por Alcantarilla, la fama de Pedro –que era conocido como el Chungo, no por su peligrosidad si no por su decadente aspecto físico- había llegado a sus oídos y, para distribuir su producto, necesitaba un intermediario conocedor del mercado. La idea no gustó a Pedro, pues algo nuevo podría alterar la situación y la competencia, como la cocaína o las pastillas, podría tomar cartas en el asunto. Al escuchar la explicación, Teodoro no pudo evitar reírse y atronar todo el Parque; en menos de tres días, Alcantarilla vio como su población de narcotraficantes desaparecía en medio de espantosos accidentes o mutilaciones horripilantes. Cuando el Chungo empezó a mover el Truñotónico, no quiso probarlo; Teodoro le había jurado que esa sustancia insuflaba poderes sobrehumanos a quien la tomase. Mientras los viales del líquido azul pasaban de mano en mano, los fajos de billetes engordaban el colchón de la pocilga que llamaba piso.
Un día, a espaldas de la operación, el Chungo decidió tomarse una dosis de Truñotónico para comprobar en su carne qué era lo que vendía. A su lado se encontraba la Puri, una conocida del mundillo y simpática comebolsas, que estaba con él para socorrerle en caso de que sufriese una pálida repentina; fue una mala idea, pues en cuanto la sustancia comenzó a hacer efecto, el Chungo notó como su masa muscular aumentaba y sus sentimientos más bajos, como la ira, la frustración y la angustia, se convertían en una cólera descontrolada. Al recobrar la consciencia diecisiete minutos después, el Chungo había destrozado la mayor parte de su hogar; de la Puri sólo quedaba una mancha sanguinolenta y un montón de carne humana desperdigada por el suelo.
El doctor Geistenheim tenía una mente retorcida y abominable. Propuso a Teodoro Luchamán empezar las pruebas de campo con adolescentes, pues sus cuerpos maleables facilitaban las mutaciones; además, la exposición a la Piedra Celestial le había concedido la capacidad de Control Corporal, con lo que podía manejar, como si fuesen títeres, a aquellos que tuviesen poca fuerza de voluntad o fuesen sicofantes. Todas las soporíferas explicaciones que daba el científico aburrían a Teodoro; una vez que el complejo de laboratorios fue construido bajo la Nave de Aproventel, aprobó el inicio del Proyecto Alcantarilla, y con ello el uso de niños y adolescentes en el proceso. Un viernes por la noche y sin que fuese consciente de la peligrosa cata de droga que había hecho el Chungo, Teodoro disfrutaba de una errática felación por parte de una de las implicadas en el Proyecto. Esta chica, de casi diecinueve años, rostro porcino y pelo cenizo y ralo, había perdido cualquier muestra de inteligencia debido a una sobredosis de Truñotónico. A punto de llegar al clímax, el teléfono del despacho del señor Luchamán sonó repetidas veces hasta que se vio obligado interrumpir su sesión de placer oral. Al otro lado de la línea se encontraba el Chungo, enloquecido por el iracundo episodio de muerte que había ocurrido en su casa. Teodoro colgó antes de que pudiese terminar la historia y se dirigió al lugar del accidente con el doctor Geistenheim.
Teodoro llegó a considerar, durante un instante, que su implicación en el tráfico de Truñotónico fuese la culpa del abominable suceso. Sin embargo, no tardó en lavarse las manos y planteó encontrar otro camello que no la pifiase en cuanto tuviese la oportunidad de inyectarse una dosis. El Chungo suplicó que no le apartase ya que el negocio se había convertido en el empujón económico que necesitaba. El doctor sugirió a Teodoro secuestrar a su hija para mantenerle motivado, ya que parecía ser lo único que le importaba. A cambio, la pequeña recibiría educación y cuidados dignos de la clase alta. Esta propuesta resonó en el interior del cráneo de Teodoro y se la guardo para más adelante, para cuando tuviese que extorsionar a otros sujetos de. El Chungo no esperaba que su antiguo colega, transformado ahora en un magnate de la droga, fuese tan desgraciado como para arrebatarle a su María. Geistenheim y Teodoro abandonaron el sangriento piso con la niña en brazos, mientras el Chungo observaba la escena con lágrimas en los ojos.
Había conocido muchísima maldad a lo largo de su miserable vida, pero su pequeña había sido ajena a cualquier resquicio de podredumbre; pero había perdido a su razón de ser. Pedro se pasó la noche entre llantos y sudores.
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