El ruido de las calles era lo que más molestaba al pequeño Velemir mientras jugueteaba con sus muñecos de madera. Su padre entró sobresaltado en casa y empezó a gritar a toda la familia, «de nuevo interrumpe mi obra, qué irrespetuoso»; su madre se acercó corriendo y le cogió por la cintura. Toda su obra se desparramó por el suelo, quedando desordenada y sin armonía. Velemir ni siquiera se quejó, el propio silencio de su persona sería suficiente para expresar su descontento.
Los Pfejfer correteaban por las calles oscuras de Berlín mientras evitaban cruzarse con los grupos de militares o con avenidas muy iluminadas. Gracias a la confusión de la matanza y el desahucio o por pura suerte, consiguieron abandonar la ciudad y adentrarse en la oscura campiña alemana. Velemir hizo saber a su familia que deseaba nuevos muñecos para continuar con sus obras. El cabeza de familia, un polaco de claro linaje judío, pelo oscuro, labios gruesos y nariz aguileña, le golpeó la cara con el reverso de la mano. «Cállate, no vuelvas a abrir tu boca.» fue lo único que escuchó entre los pitidos de sus oídos.
Tras un día y medio de recorrer granjas abandonadas y bosques privados, los Pfejfer divisaron una cabaña cerca de un arrollo, con ropajes tendidos cerca de la ventana y madera tallada. Las dos mujeres de la familia, su madre Margalit y su hermana Dahlia, se acercaron al exuberante río para saciar su sed. Velemir miró la situación callado, mientras su padre Gideon examinaba el lugar en busca del dueño de la casa. El pequeño recorrió el suelo con sus ojos, buscando alguna piedra con la que molestar a Dahlia. Rebuscando entre los matorrales, a unos metros de la cabaña, encontró una pequeña parcela de tierra, de unos tres metros de largo por uno de ancho, recientemente removida. La pequeña llama de la desobediencia que había surgido en sí mismo tras perder sus muñecos de madera le llevó a intentar escarbar en la tierra, buscando lo desconocido. «Quizás haya un muerto. Ellos los matan y los entierran.»
Gideon comprobó que la cabaña estaba habitada, pero en ese momento no había signos de que hubiese alguien en la casa. Ordenó a su mujer y su hija que entrasen y consiguiesen todos los suministros posibles. Llamó a Velemir para que se uniese a ellos en la búsqueda, pero el curioso joven no contestó a los gritos de su padre. La oscuridad empezó a engullir la zona, y la luz se iba desvaneciendo bajo el tenue brillo de la luna. Gideon cogió uno de los candiles apagados que estaban a la entrada de la cabaña y salió a buscar a su hijo; éste había apartado ya un enorme montón de tierra y barro y se encontraba descansando encima. «Hay madera. Es una caja de huesos. Ellos los matan y los entierran.»
Cuando Gideon alcanzó a Velemir, regañó a su hijo efusivamente. El pequeño sólo miraba al suelo mientras restregaba sus manos cubiertas de tierra dentro de sus bolsillos. Una inesperada visita interrumpió la discusión: un hombre de unos veinte años vestido con ropa anacrónica saludó a padre e hijo. Se presentó como Aetos, un escritor griego dueño de la cabaña que la familia Pfejfer había encontrado. Con una amabilidad fuera de lo común, Aetos confesó a Gideon que no estaba relacionado de ninguna manera con el régimen nacionalsocialista que controlaba el país. «Se ha puesto detrás de padre sin hacer ruido. Es muy blanco.»
La amabilidad del extraño griego sorprendió a los Pfejfer. Tras contarle su situación, Aetos permitió a la familia quedarse en la cabaña; incuso se prestó a dar clases a los dos jóvenes. Gideon Pfejfer era un criminal buscando por la Schutzstaffel, acusado de desobediencia contra el estado alemán y de desertor, por lo que la ayuda que le ofreció el amable pero desconocido Aetos fue bien agradecida. El joven griego instruyó a Gideon y a Margalit en técnicas básicas de supervivencia para mantenerse gracias a la comida que daba la cosecha y la caza menor. A los hijos les dio clases de historia y de literatura, enseñándoles el idioma de su país natal. Lo que más extrañaba a Gideon era la misteriosa costumbre de Aetos de dormir durante el día. Al amanecer marchaba a encontrar inspiración para sus obras y cuando el sol se escondía entre las montañas, regresaba con su blanca sonrisa y sus nobles modales.
A Velemir se le enseñó a descansar durante el día para poder atender las clases de Aetos por las noches. Lo único que pidió a cambio fuero unos muñecos nuevos para poder recrear sus obras. «Como cuando era libre y no había ruido en la calle.» Aunque Aetos construyó unas figuras humanas a partir de ramas, el resultado no agradó a Velemir. El escritor fabricó un par de instrumentos a partir de carcasas animales para que Velemir pudiese entretenerse pensando en la música, pero el resultado fue igual de desastroso.
El chiquillo empezó a desconfiar de su anfitrión tras encontrarle, ya en la madrugada, con su madre Margalit en la oscuridad del campo. Los dos se escondían en un granero improvisado con planchas de madera lijada que hacía las veces de almacén. Aetos descubrió al joven cuando hizo tintinear unas campanillas de viento fabricadas con los huesos de un ave. El griego las creó poco después de que los Pfejfer llegasen a su cabaña. Margalit obligó a su hijo a mantener el secreto, porque si no Aetos les echaría de su casa y tendrían que huir de nuevo de la Schutzstaffel. Velemir refunfuñó para sí mismo. Su madre compartía el lecho a escondidas con el salvador de la familia. Y su padre Gideon empujaba por detrás a su hermana por el día, mientras trabajaban en la cosecha y Velemir dormía con su madre. «Mi madre tiene la canción de huesos de Aetos, mi padre entona la canción de carne con Dahlia. Yo no tengo mis actores de madera.»
La decepción de Velemir fue cada vez más presente mientras su familia se perdía en los placeres inmediatos. Velemir sospechaba que la influencia de Aetos era más que evidente, pues se notaba que disfrutaba relatando cómo los maestros de la Antigua Grecia sodomizaban a sus alumnos y cómo los esclavos satisfacían a sus dueños con miles de placeres prohibidos. Dahlia disfrutaba dejándose llevar por las perversiones que el escritor griego relataba y adoraba ponerlas en práctica con su padre. Un día, cuando “entonaban la canción de carne”, Velemir les espió; pudo escuchar a su hermana gimiendo la frase “¡Quiero ser tu esclava!” mientras su padre la embestía desde detrás. El chiquillo no entendía por qué perdían el tiempo, qué sentían; su madre también se escondía con Aetos. La familia Pfejfer había perdido su conciencia en los juegos sádicos de Aetos.
Nadie de los cuatro exiliados sabía cuánto tiempo había pasado desde que escaparon aquella noche de Berlín. Todo el tiempo habían estado sumidos en una especie de sueño lúcido en el que se alimentaban con la carne de la tierra y bebían agua fresca del río. Por las noches, Aetos les fascinaba con sus historias y su lírica, y en las horas altas, Margalit aprovechaba para visitar de nuevo la caseta de la canción de huesos. Cansado ya de sentirse vacío e ignorado, el joven Velemir escapó del bosque en dirección a la ciudad. Cuando su familia quiso darse cuenta, el chiquillo ya les llevaba varias horas de ventaja. Sin conocer las consecuencias de lo que iba a hacer, Velemir alcanzó un pequeño pueblo cercano y denunció a su familia de ser criminales huidos del régimen, relatando también los empujones de su padre a su hermana y las salidas nocturnas de su madre con Aetos. Ante estas palabras, algunos oficiales incluso vomitaron enfrente de la sorprendida y perdida mirada de Velemir.
La emoción de capturar a disidentes del régimen excitó al jefe de policía, que dirigió a sus hombres con mano rauda. A pesar de que eran las recomendaciones de un niño, marchó por el día porque era el momento en el que Aetos se encontraba escondido. La policía cayó como leones sobre la incestuosa familia, sorprendiendo a Gideon con su hija Dahlia en el suelo de la cabaña y a su madre Margalit recolectando fruta en los árboles cercanos; Velemir observó la situación en silencio. En menos de una hora, los Pfejfer estaban encerrados en los calabozos de la comisaría, esperando su traslado a uno de los campos de trabajo del régimen nacionalsocialista. El jefe de policía ni siquiera se molestó en separar al pequeño Velemir y le condenó a compartir la misma celda. Gideon se desfogó pegándole una brutal paliza, dejándole casi inconsciente. La sangre brotaba de las heridas de la cara, un párpado hinchado como una berenjena y un labio partido en tres partes.
Aetos se presentó al otro lado de la celda ya entrada la madrugada. Margalit suplicó que los liberase entre lágrimas, pero la mirada taciturna de Aetos paralizó a todos. Menos al joven Velemir, que estaba sentado en el suelo pegando su rostro herido contra las baldosas, frías como la piel del extranjero. Con destreza sobrenatural, Aetos abrió la celda e hizo un gesto a las mujeres para que no se moviesen; Gideon fue a expresar una queja, pero acabó en silencio por la perturbadora presencia del anfitrión oscuro. Los finos dedos de Aetos recorrieron la cara de Velemir tan rápidamente que fue casi imperceptible su caricia. Cada magulladura, moratón y corte fueron sanados de forma inexplicable; Velemir notó que el vello de su nuca se erizaba. El dolor de su rostro desapareció, volviendo a tener su cara regordeta y el brillo de sus ojos negros destacando en ella. Sin pronunciar una palabra más, el extranjero abandonó la celda, dejando a sus antiguos huéspedes desesperados.
«Me arregla para que me vuelvan a romper. Eso le gusta.» A la mañana siguiente dos hombres de recio aspecto alemán trasladaron a la familia a golpes e insultos. Algo sucedía con Velemir; los guardias no sabían distinguir si era una niña o un niño, lo que ocasionó centenares de bromas y molestias hacia la sexualidad del crío y la educación que le dieron sus padres. Les llevaron hasta un lugar alejado, en la campiña alemana. Allí, habían erigido un enorme campo vallado dónde los hombres de sangre sucia, pelo rizado y nariz aguileña estaban encerrados por presentar una amenaza para su propia nación. La impresión que le dio a Velemir de aglutinamiento y suciedad le hizo vomitar en cuando le colocaron junto al barracón de hombres. Uno de los soldados le cogió por la camiseta y le preguntó si estaba embarazado; el resto de su unidad estalló en risotadas, arrastrando al andrógino niño y a su padre a una barraca apartada. Aquella noche sus lágrimas se derramaron entre espasmos y violencia. «Me están rompiendo, como un juguete.»
A los soldados de guardia les faltaban diez minutos para finalizar su turno cuando una sombra seccionó limpiamente sus gargantas; los charcos de sangre se unieron en uno solo, manando como un río de coágulos hasta la puerta del segundo barracón de hombres. Velemir estaba escondido bajo las mantas andrajosas de su litera, mascullando entre quejidos el destino que su familia le había condenado a sufrir. Gideon había enloquecido desde la primera noche, babeando y esputando palabras inconexas cuando veía a su pequeño niño mirándole con odio. El resto del barracón odiaba a Gideon y a su aberración andrógina, pues el crío provocaba que les visitasen a menudo. Aetos olfateó el ambiente, buscando la sangre de Velemir; se puso a la altura de su cama, manteniéndose en silencio mientras clavaba su mirada en los ojos perdidos de Gideon. «Ha vuelto a arreglarme. Para romperme de nuevo, él. Eso le gusta porque ya no canta los huesos de mamá.»
Por todo el barracón resonó el cuello de Gideon al partirse entre las manos de Aetos; el cadáver hizo un ruido seco al desplomarse sobre el suelo. Velemir miró a los ojos al extranjero, pero sólo encontró vacío y crueldad. Aetos se inclinó hacia la litera mientras el resto de los prisioneros despertaba. Ya no le importaba más que emponzoñar al pequeño y repelente Velemir con sus dones. Amó cada sorbo de sangre y se regodeó en la frialdad de su cuerpo inerte. El hilo de vida de Velemir finalizó con el grito ahogado de un joven alfarero que decidió alertar a los guardias; pero los guardias estaban degollados.
La luz del techo parecía más clara e iluminaba mucho mejor que antes. «Ya no está. Ni padre, ni madre ni Dahlia.» Aetos estaba tumbado sobre una grotesca acumulación de trozos de cadáver, vísceras y órganos mordisqueados. Había abandonado su faceta de ermitaño sabio y había sacado a relucir su verdadera naturaleza: la de un depredador que moría bajo el Sol y en la senda de la noche destruía a la humanidad de la manera más salvaje. La mirada de satisfacción y odio que arrojó sobre Velemir despertó al joven de su estupor: ahora él era también un artista de la carne. No tuvieron que intercambiar palabras para conocer las magníficas obras de arte que Velemir podía crear a partir de ahora, siempre y cuando pudiese resguardarse del rey astro. Se escucharon gritos fuera, un pelotón de soldados armados con fusiles iban a entrar en el barracón e iban a abrir fuego. Aetos estaba demasiado extasiado en el banquete de sangre que se había dado, por lo que Velemir actuó rápido.
Gracias a la ponzoña que ahora recorría su cuerpo, moldear la carne y los huesos de los cadáveres era como juguetear con barro. Aetos se quedó en el centro de la horrenda obra de Velemir, moviendo la masa de carne despellejada. Había perdido su razonamiento tras consumir el alma de los cincuenta y tantos hombres que allí dormían, y sin pensar en las consecuencias, permitió a su chiquillo forjar su arte con su cuerpo, anciano y perdido. Ni siquiera recordaba por qué había regresado con los Pfejfer ni por qué había decidido tomar a Velemir como su legado. Cuando vio a los soldados alemanes chillar muertos de pánico a la vez que arrastraba las toneladas de carne unida por tendones, cuando sentía los fluidos corporales de aquellos que aplastaba con sus inmundos tentáculos hechos por intestinos y huesos, supo que al amanecer iba a encontrarse con el olvido.
Velemir pudo escabullirse entre la locura de su grotesco constructo: una masa de carne animada por la magia ponzoñosa de Aetos que destruía y asesinaba humanos con facilidad. No se quedó a ver el resultado. «Quiso vengarse de mí. Pero me aproveché de sus sentimientos. Como hacía madre al tocar la canción de huesos. Ya no seré más un niño.»
Imagen: Helexa por Brom Art.