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Provenza

Sur de Francia, mayo de 1222

El joven Blanchard había encontrado refugio en un enclave oculto en el corazón de Provenza, al sur de Francia. La región, bañada el aroma de los campos de lavanda, era un refugio para los Salubri, un clan vampírico que vivía en armonía con el equilibrio espiritual. Su mentor, un anciano llamado Delaine, le enseñó desde temprana edad a percibir la conexión entre la vida y la muerte, a sentir el latido del alma en cada ser vivo y a sanarlo. Le explicaba que su verdadera naturaleza era el equilibrio: no debían ser solo sanadores, sino guardianes de la paz espiritual.

Sus ojos blanquecinos y su pelo grisáceo hacían que Blanchard destacase por encima de sus compañeros vampíricos. Era inexperto y joven, y no recordaba quién había sido su Sire. Llegó vagando sin idea de sus orígenes: se alimentaba de la sangre de los animales, al verse incapaz de comer su carne.

En medio de las ruinas de antiguos monasterios, la comunidad vampírica realizaba rituales de sanación para los aldeanos cercanos, que venían en secreto a buscar alivio. Blanchard, aún siendo un niño, ya sentía cómo la energía espiritual fluía por su cuerpo cada vez que tocaba la piel de un enfermo. Una noche en particular, mientras trataba de sanar a un niño febril, experimentó por primera vez la profundidad de su poder. Bajo la guía de su mentor, sus manos se posaron sobre el vientre, y el calor de la vida volvió a su cuerpo debilitado. Fue un momento revelador, y comenzó a comprender la magnitud de la responsabilidad que su poder conllevaba.

Pero a medida que el tiempo pasaba, los rumores de un peligro inminente comenzaron a envolver a la comunidad. Delaine escuchaba en las noches relatos sombríos de un clan nuevo, los Tremere, que no solo se habían convertido en vampiros, sino que buscaban erradicar a los Salubri. Según se decía, habían traicionado a Saulot, el fundador del clan, y lo habían destruido para absorber su poder. Los Salubri, que alguna vez se habían considerado un clan venerado, ahora eran perseguidos y exterminados como si fueran monstruos. Para Blanchard estos rumores parecían distantes, como si su pacífico hogar estuviera a salvo de las luchas de poder que se desarrollaban más allá de los valles.

Esa ilusión se desmoronó una fatídica noche de luna llena. Mientras la luna bañaba los campos de lavanda con su luz plateada, un grupo de vampiros apareció en el horizonte. Blanchard nunca había visto algo igual: seres oscuros, envueltos en la magia de la sangre, que avanzaban con un propósito claro. Liderados por Cedric d’Ambroise, un hechicero vampírico de gran poder, los Tremere atacaron sin piedad. La embestida fue tan rápida como brutal. Hechizos de fuego y sangre llovieron sobre la comunidad, destruyendo en minutos lo que había permanecido intacto durante siglos.

El joven Salubri intentó resistir y usar el poder que Delaine le había enseñado, pero era demasiado joven e inexperto. Los asaltantes, consumidos por su sed de poder, no mostraron compasión. El valle se llenó de gritos, y las llamas que devoraban los edificios proyectaban sombras fantasmales. Delaine, quien había sido una figura paternal para él, se sacrificó en un último intento por proteger a sus discípulos. Antes de sucumbir, le ordenó a Blanchard que huyera, que no permitiera que su legado se extinguiera junto con ellos.

No dudó ni un momento en correr, sintiendo el peso de la muerte a cada paso. La comarca que había conocido como su hogar ardía detrás de él, y el sonido de los chillidos de su comunidad lo perseguía en la oscuridad. Con lágrimas en los ojos y el corazón lleno de impotencia, juró venganza. La traición de los Tremere no quedaría sin castigo.

Durante tres o cuatro siglos, Blanchard estuvo vagando por los territorios del norte del Mediterráneo, perfeccionando sus habilidades y dejando una marca en cada población por la que pasaba. Rumores del «asesino blanco» empezaron a extenderse, y las aldeas recibían con miedo a los extranjeros que mostraban pelo cano o grisáceo. Poco a poco, el joven Salubri se olvidó de los conceptos de equilibrio y protección, y empezó a usar sus Disciplinas como armas mortíferas y efectivas.


París

Catacumbas parisinas, mayo de 1687

Una de sus mayores presas, una cábala diabolista que actuaba en las cercanías de Paris, había devastado una aldea cercana mediante sus rituales funestos. Blanchard tenía entre sus dedos una pista importante, y dudó ni un ápice en infiltrarse en la gran ciudad en busca de sus guaridas. Sin embargo, lo que encontró no era lo que esperaba.

El aquelarre de Tremere que había seguido durante tanto tiempo ya había sido destruido. Los restos de la guarida, dispersos por las catacumbas, indicaban que una batalla había tenido lugar allí hacía apenas unas horas. Los cuerpos de los acólitos y los símbolos profanos, ahora rotos, yacían en el suelo, carbonizados. Un gigantesco agujero había dejado entrar la luz del sol, abrasando a la mayoría. Jacques Nazaire, el diabolista que había dirigido este aquelarre, ya no existía. Esto desconcertó al Salubri, quien, sintiendo el peligro de quedarse demasiado tiempo en un lugar donde los Tremere habían sido atacados, comenzó a prepararse para retirarse.

Sin embargo, antes de marcharse, algo lo detuvo. Un gemido sordo, proveniente de las sombras, se filtró por los túneles subterráneos. En uno de los rincones más oscuros y apartados, encontró una figura gigantesca y herida, recostada sobre el suelo de piedra. Era un ser trascendental, desconocido, quien, debilitado por su combate reciente contra otra entidad incognoscible, no pudo mantener su forma mortal por más tiempo.

Aquel ser mostraba su verdadera forma: una criatura inmensa, cuadrúpeda, con un torso alargado que emergía como el de un centauro. Su piel estaba marcada por cicatrices arcanas, y tres enormes brazos se extendían a cada lado de su cuerpo. Una cola que se dividía en dos serpenteaba por el suelo, y una oscuridad ancestral parecía fluir de sus heridas. A pesar de su monstruosidad, emanaba un aire de poder y dignidad, aunque ahora muy herido.

Blanchard, impactado por lo que veía, sintió la energía mística que emanaba de aquel ser. Esa monstruosidad no era un simple vampiro, eso estaba claro. Había algo más profundo, algo que el Salubri no podía identificar del todo, pero que le hacía recordar las viejas enseñanzas sobre las criaturas cósmicas que trascienden las dimensiones. Sin embargo, Blanchard no huía. En su lugar, avanzó hacia la bestia caída.

—¿Quién eres? —preguntó, con voz firme y cautelosa.

La criatura levantó la cabeza, fijando su mirada en el vampiro. Era consciente de su debilidad, y aquel chaval no parecía estar del lado de sus enemigos…

—No soy de este mundo. —respondió, con una voz profunda que resonaba por las paredes de piedra. — He interrumpido una aberración de la realidad, perpetrada por seres como tú. — emitió un profundo quejido. — Sin embargo, tenían una aliada poderosa, una enemiga formidable…

Blanchard lo escuchaba con atención, pero no entendía del todo las implicaciones. Aún así, sintió una afinidad con este ser. Ambos buscaban algo más allá de la simple supervivencia.

—Necesitas ayuda. —dijo Blanchard, observando las heridas del monstruo. —Voy a sanar esas heridas, espero que mis dones funcionen con tu carne.

La criatura asintió. Sabía que, sin ayuda, podría perecer en esa forma, pero el dolor de su combate lo había debilitado más de lo que hubiera deseado. Entonces, por primera vez en siglos, se sinceró completamente con alguien.

—No soy un cainita, soy algo más; mucho más. — pronunció mientras apretaba su hilera de cientos de dientes. —Provengo de más allá de las estrellas, era el vigilante de una entidad sobrenatural encerrada en el núcleo metafórico del mundo. — hizo una pausa, mientras el toque sanador del Salubri sanaba sus tejidos, entretejía sus músculos y paraba la hemorragia. — Me cansé de vigilar. Lo abandoné, y ahora sus hijas… buscan liberarlo. — profirió un grito que hizo temblar las catacumbas. — Estuve observando a los tuyos durante mucho tiempo… Decidí hacerme pasar por uno de los vuestros…

—No compares mi existencia pura con la escoria putrefacta de los demás vampiros. — declaró Blanchard, frunciendo el ceño. — Yo curo y equilibro la balanza natural. Ellos corrompen y profanan.

— No es mi intención ofenderte, joven. — pronunció tras un suspiro de alivio aquella monstruosidad púrpura. — Mi nombre… Me puedes llamar Erik. Erik Angelus. — declaró, mientras encogía su cuerpo hasta convertirse de nuevo en algo que parecía humano: un hombre con el pelo largo y lacio, negro como la pez, y una barba bien afeitada. Su pecho parecía esculpido por el mismísimo Apolo, y hacía gala de una agilidad inusual.

El Salubri se apartó para que pudiera ponerse de pie. Tomó los harapos que estaban llenos de sangre y suciedad, pero con ellos se vistió como si fuese una túnica. Angelus carraspeó.

— Yo soy Blanchard, hijo de Delaine. — afirmó con solemnidad. — He venido hasta aquí para acabar con la cábala de Nazaire, pero veo que te has encargado tú.

Erik Angelus miró a los ojos blanquecinos del joven. Parecía mucho más sabio de lo que su apariencia mostraba; por supuesto, Blanchard era un vampiro, pero no de la misma categoría con la que Angelus había tratado. Como él, era algo más. No tardó en sincerarse con su nuevo amigo, contándole su implicación con la prisión del Creador y sus aberrantes retoños, las Estigmas.

Así, en las profundidades de las catacumbas de París, nació la alianza entre Blanchard y Angelus. Juntos, formaron una nueva alianza, conocida como la Orden de la Espina, con el objetivo de frustrar todos los planes posibles de las Estigmas.


Bilbao

Cercanías del Cráter de Bilbao, España, mayo de 2004

La eternidad había dejado de ser una promesa y se había convertido en una prisión sin barrotes. Había caminado por los siglos como quien atraviesa un vasto desierto, sin sombra ni refugio. Tras de sí, la Provenza, con sus campos de lavanda y su brisa perfumada, parecía un sueño desvanecido. Recordaba los días bajo la tutela de Delaine, cuando su existencia tenía propósito, equilibrio y una claridad espiritual que ahora le resultaba lejana, como si perteneciera a otra vida. Cada lección, cada ritual en las ruinas de los monasterios le había enseñado que la vida y la muerte eran solo pasos de una danza cósmica más grande.

«El equilibrio», pensaba, «el maldito equilibrio». Su mentor había insistido en que la eternidad no era un castigo, sino un regalo que se debía emplear para proteger esa armonía. Pero la realidad, con su peso interminable y su inmisericorde paso, se encargaba de borrar esos ideales con la facilidad con la que el viento barría las cenizas. La eternidad no era más que una cuerda afilada que, con el tiempo, cortaba el alma en trozos. Y lo fácil que era ser destruido, aniquilado, olvidado en el flujo del tiempo.

Blanchard lo sabía bien. Había visto a los suyos desaparecer bajo los hechizos de sangre y fuego de otros vampiros, al ritmo de sus cuerpos disolviéndose en el olvido, como si nunca hubieran existido. Delaine, el hombre que había sido su guía y su ancla, había sido abrasado sin que el mundo siquiera notara su ausencia. Así era la eternidad. El tiempo, ese cruel maestro, seguía avanzando, llevándose consigo los recuerdos de aquellos que alguna vez habían importado. Y un día, él mismo, Blanchard, también se convertiría en polvo, un nombre susurrado en las leyendas que los mortales y vampiros contarían sin emoción.

Cuando Erik Angelus llegó a su vida, en las sombras de las catacumbas parisinas, pensó que tal vez, solo tal vez, había encontrado un nuevo propósito. No era un amigo, ni un mentor, pero Angelus representaba algo más allá de lo mundano, algo trascendental, algo que podría alterar el flujo inevitable del olvido. Se había unido a él por pragmatismo, no por lealtad ni admiración. Pero, con el tiempo, se encontró honrando esa alianza, aunque la verdadera naturaleza de Angelus siempre le fue ajena.

Aránzazu Guevara había sido un sacrificio, no una venganza personal. Su muerte fue un símbolo, una ofrenda para mantener el recuerdo de Angelus vivo, una última llama en la oscuridad de la eternidad. Pedro Alba también cayó bajo su mano por esa misma razón, no por odio, sino para sostener el eco de lo que alguna vez fue la Orden de la Espina. Sabía que la muerte no era personal, no en su naturaleza inmortal. Era un ciclo que debía cumplirse, una parte de ese equilibrio que había aprendido en Provenza, pero que ahora utilizaba como un cuchillo afilado.

A pesar de sus intentos de aferrarse a esa memoria, también comprendía que incluso Angelus, en su grandeza cósmica, había sido destruido. La Bestia Púrpura, había sido destruída como todos lo hacen. La eternidad, una vez más, había probado ser una ilusión. Lo que Angelus había sido, lo que había creado, ya se desvanecía en la historia como una hoja arrastrada por el viento. Blanchard lo honraba no porque creyera en su causa, sino porque era lo único que le quedaba. No había más refugio que el recuerdo. Y hasta los recuerdos se desmoronan.

Frente a él, el metis Bruma Nocturna lo observaba con unos ojos llenos de sombras y misterios insondables. Aquel Garou había estado entre aquellos que destruyeron a Angelus, entre aquellos que habían sellado el destino del Caelesti, y aunque Blanchard no comprendía las razones que les habían llevado a cometer ese acto, poco le importaba. Motivos, razones, ideales… todo eso era polvo frente a la eternidad.

La luna bañaba el rostro del Garou con una luz fría, y el viento soplaba entre las ruinas de lo que había sido el último santuario de Erik Angelus. Blanchard sintió cómo el peso de los siglos caía sobre sus hombros, pero en sus ojos blanquecinos, ya no había duda. Equilibrio. Venganza. Memoria. Todo eso le llevó a ese momento.

Se acercó con lentitud, con el Valeren acariciando sus dedos. No había necesidad de palabras. Bruma Nocturna era uno de los últimos vínculos con la caída de Angelus, y aunque no hubiera odio en su corazón, sabía que la muerte de aquel Garou sería su último tributo. Un ciclo se cerraría. Y cuando cayera, la eternidad seguiría su curso, olvidando a ambos como tantos otros antes que ellos.

La eternidad los devoraría, como siempre lo hace. Pero esta vez, la miraría directamente a los ojos mientras acababa con su enemigo.

El fin estaba cerca.

Y lo abrazaría.


Imagen: Generada por inteligencia artificial

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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