Ella gozaba de pelaje espeso y largo, de colores pardos salpicados con destellos claros, y unos ojos color caramelo profundos y melancólicos. No conocía demasiado de su pasado antes de formar parte de la comitiva, pero el único sentimiento que afloraba si pensaba en ello era la agonía y el sufrimiento.
Gata era una de las gatunas de la comunidad, bajo la supervisión de Koki. Su deber era ayudar a los recién llegados y a los gatónidos jóvenes a establecerse en la aldea. Desde que el cacique Rony decidiese levantar una sociedad común para todos los gatónidos, muchos habían viajado desde tierras lejanas para unirse a la comunidad. Las tareas de las gatunas consistían en facilitar la inclusión de estos novicios en las dinámicas de convivencia.
Era recatada, tranquila y muy paciente, sobre todo con aquellos gatónidos que llegaban intentando comerse el mundo y no podían ni masticar la comida seca. Su vida había cobrado sentido tras haberse unido voluntariamente a las gatunas: la sensación de ser el bastón guía para los jóvenes y perdidos era reconfortante. Quizás así ella podía encontrar lo que le faltaba.
Se encontraba dando un paseo tras haber dejado a una de las camadas de cachorros descansando en las cabañas superiores y localizó un pequeño montículo entre las raíces de un saúco, a unos minutos de camino del pueblo.
— (¡El Diario del príncipe, por Mushuki!) — Gata sabía que el pequeño Kael arrastraba ese pesado tomo amarillento de un lado para otro, escribiendo con orgullo la caligrafía que le había enseñado su padre. La curiosidad le pudo, era inevitable. Se sumergió en los relatos e historias del joven gatónido, dejándose llevar por la narración.
La inquietud inundó a Gata cuando las páginas comenzaron a estar en blanco. Sabía que no tenía tiempo que perder: no sólo el heredero estaba en peligro, sino varios de los retoños de la comunidad. Guardó de nuevo el tomo en el escondite improvisado y partió de inmediato a reunirse con Rony, el cacique de la aldea.
Cuando atravesó las cortinas de hojarasca seca, piel de ardilla y raíces curtidas que protegían el interior de la cabaña, el rostro de Rony ya mostraba preocupación.
— ¡Gran fiereza, vuestro hijo se ha metido en problemas! — masculló Gata, temblorosa. El cacique era un gatónido corpulento, con cicatrices de batallas pasadas en la cara y en el cuerpo, y su semblante era recio como un amanecer plomizo. — ¡Ha ido al norte, a la Cueva de los Reflejos!
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