«Nunca vueles alto, porque te quemarás. Nunca vueles bajo, porque te matarán».
Las palabras del Maestro-durante-tres-días se marcaron a fuego en la cabeza de Donald Jenkins mientras las nubes de polución de Nueva York flotaban suspendidas bajo el córax. El mundo era un lugar extraño para Donald, un marginado social más de los suburbios. Su corta y aburrida vida había estado llena de pequeñas alegrías y grandes desgracias, colocándole en el escalón más bajo de la población americana. Sobreviviendo en trabajos denigrantes y a base de perritos calientes y hamburguesas grasientas, la visita de su Maestro-durante-tres-días cambió la percepción que tenía sobre la sociedad. Donald nunca quiso ser un hombre cuervo, a pesar de que estaba destinado a serlo desde el momento de su nacimiento.
Las enseñanzas de su especie le arrancaron de su humilde comodidad. El Maestro se esforzó lo justo para que Don comprendiese los objetivos de los córax y cómo utilizar sus diversas formas, nada más. En su último día, orientó al joven cuervo en dirección a un importante clan local: la Justicia Metálica. El Maestro-durante-tres-días conocía la política respecto a otros fêra en ese clan, pero tomó una iniciativa original al enviar a Donald como aprendiz para mejorar las relaciones con los córax; los chismorreos de ese clan habían empezado a ser escasos debido a la molesta prohibición. Con aquel consejo el Maestro-durante-tres-días abandonó a Donald Jenkins a su suerte, mientras sobrevolaban Nueva York.
Lo primero que hizo Donald fue sobrevolar un puesto de perritos calientes e intentar robar una salchicha en su forma córvida. Tras disfrutar el manjar, el cuervo Jenkins pensó sobre las enseñanzas que había recibido en esos días y en cómo su vida había cambiado. Donald nunca había sido un hombre inteligente o con futuro, pero el descubrimiento de su naturaleza y la oportunidad de ser algo importante lo llenó de ánimos. Leyó de nuevo el nombre que le había dado su Maestro-durante-tres-días: «William Pettyknox»; esta persona era una especie de embajador para otros clanes garou y se encargaba de realizar el primer contacto con ellos para intercambiar puntos de vista. El Córax desconocía la mayoría de la historia de los fêra, la Guerra de la Rabia y por qué se convertía en un hombre cuervo, pero su buena voluntad iba a servir para colaborar; no sabía en qué, pero seguro que su ayuda era agradecida.
William aguardaba ansioso en aquella cafetería cutre. El lugar estaba salpicado de manchas de grasa y tonos marrones, con un servicio no demasiado bueno y un café bastante aguado. Estaba molesto y cansado; tenía veintiséis años, con cinco años de servicio a la Justicia Metálica, y aún no había logrado ninguna de sus metas. El puesto de Philodox le sentaba grande y hubiese deseado haber pertenecido a otro auspicio, pero nunca tuvo el valor de presentarse ante su Departamento como un cambialunas. La espera de aquel córax se hacía eterna, pero Donald llegó en el momento justo.
El córax iba vestido con unos pantalones vaqueros, una sudadera gris de alguna universidad y una cazadora deportiva. Había tenido la molestia de afeitarse los pocos pelos que cubrían su cara, y su pelo lacio y oscuro estaba bien peinado. De rasgos aguileños como la mayoría de los hombres cuervo, Donald se sentó dubitativo ante William. El Philodox observó con dureza al muchacho joven que esperaba.
– Para poder volar, ha tardado mucho, señor Jenkins –le ofreció la mano, para darse un apretón–. Soy William Pettyknox, representante del Departamento de Juicios y Diplomacia de la Justicia Metálica. Philodox, Morador del Cristal –la presentación de William estaba más que ensayada.
– Perdona, pero el metro se jodió –apretó con firmeza la mano del garou. La tenía llena de sudor–. Yo… eh… soy Donald Jenkins y me transformo en cuervo.
– Qué perspicaz… Intenta no decirlo demasiado alto, no quiero tener que sacarte de una clínica mental –separó su mano y se limpió el sudor con una servilleta cercana. Don se frotó las palmas contra el pantalón–. Veamos qué me ofreces.
– No sé, se supone que tú me dirás que haga cosas, yo las haré, me darás dinero y ya. Como si trabajase para ti, solo que siendo un pájaro y esos asuntos –la simpleza con la que Don lo pronunció asustó a William. El córax no quería ser consciente de sus responsabilidades.
– ¿Perdona? ¿Quieres decir que has quedado conmigo para que te mande cosas y tú “hagas el pájaro”?
– Sí, claro. Eso es lo que mi Maestro-durante-tres-días me dijo. Vosotros no admitís en vuestro… eh… ¿club? Sí, club. En vuestro club no queréis cuervos por el motivo que sea –Don parpadeó y apartó la mirada severa de William–. Así que yo voy a trabajar para ti para que los cuervos os gusten. No en plan amor, de los besos; sino que veáis que hacemos las cosas bien como vosotros los… los… lobos –las últimas palabras de la frase fueron bajando de tono hasta hacerse casi ininteligibles. El Philodox no salía de su asombro.
– Vamos, por las hebras de la Tejedora. ¿Tú eres lo que los córax nos ofrecen como “representante”?
– Sí –contestó Donald sin dejar continuar al Garou-. ¿Qué es lo que hago mal?
– Pues… err… -el Córax estaba siendo sincero. A William no le gustaba tanta sinceridad en un hombre cuervo porque le costaba detectar las mentiras. Y la habilidad para descubrirlas típica de los Philodox no estaba entre las cartas del Garou–. No sé qué pasa contigo, esperaba algo más tangible… más espectacular.
– Tío, me convierto en un pájaro y vuelo grácilmente. Soy más espectacular que los programas de televisión –la pierna izquierda del córax se movía arriba y abajo. El nerviosismo de Donald era evidente–. No sé qué es lo que quieres que haga.
– Está bien, ¡está bien, joder! –refunfuñó William. El repiqueteo causado por la pierna del hombre cuervo paró–. Confiaré en ti, Donald. Te encargaré una tarea para comprobar tu buena voluntad –examinó a su compañero de los pies a la cabeza. No era tan zarrapastroso–. Y si la superas, te permitiré trabajar para la Justicia Metálica.
– Eso quiere decir que el primer encargo que me des será sin pagarme, ¿no? –Donald bufó– Los jefes, seáis hombres algo o no, siempre intentáis aprovecharos de mí. ¿Qué es lo que quieres que haga?
– Por supuesto que te pagaré, idiota –sacó un par de folios de su maleta. Se los mostró al córax–. Aquí tienes información sobre tu objetivo. Es un drogadicto que vive en un barrio al sur de la ciudad. Mi clan lo estuvo rastreando por Utah hace unos diez años, pero debido a una mala investigación, perdimos su pista.
– ¿La Jonanda? Este… Esta persona es… ¿rara? –Don pasaba las páginas, adornadas con fotos de un hombre de aspecto chupado y flacucho vestido de forma estrafalaria- ¿Por qué se viste de mujer?
– Te puede parecer un yonki más, pero tememos que sea un… -bajó la voz y acercó la cara de Donald- … un humano con… un poder peligroso. Puede ser un mago temporal –la manera de pronunciar la naturaleza del tal La Jonanda hizo que el córax tuviese que aguantarse la risa. Al Philodox no le hizo ninguna gracia–. No te rías, imbécil. ¡Tómatelo en serio o te mandaré al carajo!
– ¡Vale, perdona, lo siento! Yo… es que… no sé, es que… no te enfades –señaló la cara de La Jonanda–. Lo encuentro… ¿y luego qué?
– Me das la situación de su vivienda y yo me encargaré de resto –el Philodox ofreció una copia de los documentos a su compañero. Guardó cuidadosamente los originales en el maletín–. Si lo haces bien, puedo hablar de ti y del interés de tu… “tribu” en apoyar a la Justicia Metálica. Espero que entiendas lo reticentes que somos a admitir a otros cambiantes después del Incidente Sunderland.
– No sé qué es ese incidente, pero buscaré a este tipo –movió las manos como si fuesen alas–. Ahora puedo volar y le espiaré –se levantó e hizo una reverencia echando su cabeza hacia delante–. Hasta luego, William Pettyknox.
El córax abandonó el bar justo cuando la camarera trajo su bebida. William hizo un gesto de desaprobación y pagó sus consumiciones y la del hombre cuervo. Tras eso, abandonó el bar y tuvo una larga conversación telefónica con su superior, David Chase, el líder de la Delegación Este. Aunque Chase se negaba a reintegrar otros fêra en la Justicia Metálica, estaba de acuerdo con William que la idea era innovadora. El clan había cerrado la admisión de otros cambiantes, volviéndose demasiado tradicional. Y David Chase amaba la innovación.
Aquel barrio no tenía tan mala fama, pero la zona en concreto en la que vivía La Jonanda estaba completamente en ruinas. Donald respiró con resignación el olor a suciedad y alcantarilla que flotaba por la zona mientras se colocaba sobre una de las farolas oxidadas. Oteó con sus ojos de cuervo las calles, intentando reconocer el lugar que le había marcado William; en un rápido vistazo, localizó el edificio que tenía el graffiti de una mujer desnuda con pene. Donald bajó planeando desde su particular poste hasta la entrada, asumiendo su aspecto humano una vez estuvo a la altura del suelo.
La puerta de acceso estaba corroída por la humedad y fue fácil de abrir. El córax pensó durante un momento si fue gracias a su habilidad en forzar cerraduras o a la falta de cerradura en sí. Por el interior colgaban varios cables y trozos de escombro estaban repartidos por el suelo; Donald esquivó los obstáculos como pudo y buscó por la planta baja, sin ningún éxito. Cuando fue hacia las escaleras decidido, escuchó un murmullo constante que venía de los pisos superiores: una canción antigua sonaba procedente de un aparato de música y un resplandor azul verdoso iluminaba el hueco de la escalera. El hombre cuervo frunció el ceño y deseó poder volar directamente hacia arriba, pero el lugar era demasiado estrecho y no sabía qué clase de persona estaría arriba.
Cada vez el volumen era más alto y Donald tuvo que taparse los oídos para que sus tímpanos no se resintiesen. Todas las puertas de la planta estaban trancadas con tablones y clavos, y rociadas también con sus respectivos litros de orina; excepto una, de la que provenía la luz azulona y la canción atronadora. «There’s a thousand pretty women waitin’ out there…» seguía repitiéndose en el tocadiscos. La visión de La Jonanda tirado sobre un sofá andrajoso, las jeringuillas esparramadas por el suelo y la canción de Viva las Vegas interpretada por Elvis Presley impactó a Don. Había visto muchos yonkis por su vecindario y el olor de ciertos callejones era suficientemente repugnante, pero en esa estancia había algo más que hacía que sus tripas se revolviesen intentando salir de su tiempo. La Jonanda abrió sus ojos arrugados y empapados en maquillaje, clavándolos en Donald. Su cuerpo esquelético no era ni masculino ni femenino, y estaba solo cubierto por un pantalón vaquero de color morado. Se levantó a duras penas y empezó a andar hacia el córax, clavándose en sus pies desnudos varias jeringuillas perdidas.
– Tú… deshberish… fin… ¿oquí? –balbuceó mientras rebuscaba en uno de sus bolsillos. Se paró a tres metros de Donald– Pos debesér nop. ¿Lompar calco daniepe? Jeler tó, mins gamos.
– Perdona tío, pero… eh…. no te sigo, ¿sabes? –el hombre cuervo empezó a caminar hacia atrás–. Me he confundido, perdona. Tengo que largarme de aquí. Ya.
– ¿Tú arorancas mi Jonanda y no lompas noado? Mestás godeliendo –el yonki se paró y se irguió, mostrando sus dos metros de altura–. Jonanda alianllará el tú luclo. Fai quisí –chasqueó su dedo y un chispazo de color azul verdoso emergió de las yemas.
– ¡Joder! ¡Que te den por el culo! –Donald empezó a correr mientras el mago drogadicto le perseguía por los pasillos en ruinas del edificio. Gracias a la suerte de ser un córax o a su habilidad esquivando bolas de energía, pudo ponerse a salvo pasando al Reino Espiritual, la Umbra.
Horas más tarde, Donald se reunió de nuevo con William y su manada para contarles su experiencia con La Jonanda. El Philodox temía que el mago hubiese huido tras la visita de Donald, pero no fue así. Entre cuatro garous pudieron atrapar a La Jonanda; aunque uno de sus miembros recibió una descarga de energía verdosa y se desintegró en un charco de vísceras. William empezó a confiar en las habilidades de Donald; aunque hubiese sido descuidado y no hubiese aportado mucho a la investigación, demostró ser un aliado fiel. Gracias a la misión de Donald Jenkins, poco a poco la raza fêra de los córax fue admitida en la Justicia Metálica. La Delegación Este encerró a La Jonanda en una de las instalaciones de alta seguridad en los laboratorios de Utah, manteniéndolo sedado con métodos espirituales. Donald fue ganando fama como “el espía torpe”, teniendo más suerte que habilidad. Disfrutó cada uno de los encargos que la manada de William le iba asignando, excepto cuando llegó la noticia de que un Huevo Espíritu que estaba a punto de eclosionar y tuvo que mudarse a Texas, en la Delegación Sur.
Desde entonces, Donald Jenkins y William Pettyknox no han vuelto a verse.
Imagen: You’re SAP-ing my will to live de The Register.