Cuando cayeron de los cielos, esos seres comenzaron a bogar por nuestro mundo como si hubiese sido su jardín desde el inicio de los tiempos. «Espíritus deíficos» los llamaban, infundado respeto a unas criaturas descerebradas que arrasaban cualquier lugar por el que aparecían.
Mentirosos, cultos de desidia y vergüenza, y miserias brotando de la tierra como si de una herida mortal en el vientre fuesen. De sus restos carbonizados creamos iglesias y creencias, deseos impregnados en forma de oraciones que les dieron mucho más poder. Sin darnos cuenta, alterábamos la Urdimbre de forma que estas ondas y vibraciones les volvían más poderosos. De esa forma arrancaban sus sortilegios; de esa forma moldeaban el paisaje a su capricho y voluntad.
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