Heredero de sangre
El aire del desierto acariciaba la piel oscura de Apae, clavándole suavemente granos de arena por toda la cara. Su padre aun yacía sobre el altar de sacrificio, con el pecho descubierto y una cavidad sangrienta en el lugar dónde debía estar su corazón. El chamán de la aldea iba a estar satisfecho con aquel órgano humano rebosante de vida y el espíritu de su padre viajaría al reino de los dioses dignamente.
Apae vivía en un pequeño pueblo del desierto, a la sombra de Babilonia. Cuando miraba al cielo y observaba la terrible torre, el chamán Ugnak gruñía y se quejaba sobre el insulto a los dioses que los babilónicos estaban levantando. Aunque desconocía muchas cosas, Apae se interesaba por escuchar y aprender, ya que debido a su constitución liviana y brazos frágiles no podía ayudar en las cosechas y el pastoreo. Depositó con cuidado el corazón palpitante en una cesta de mimbre, parándose un momento a observar como la sangre fluía y manchaba sus manos; lo tapó con una gasa de tela fina, tejida por su madre momentos antes de presenciar el ritual.
Cuando el disco solar se ocultó tras las dunas, Ugnak el Nocturno se presentó ante el altar. Toda la aldea estaba presente, iluminando la zona con antorchas rudimentarias. Apae se había vestido con una falda de lino decorada con tintes verdes y llevaba el pecho al descubierto; con la sangre de su padre había dibujado su cuerpo con los trazos indicados del chamán. El Nocturno sonrió al ver a su pupilo haber cumplido su cometido y se puso tras el altar ensangrentado. Con mucho cuidado, acarició el agujero desgarrado del cadáver, lamiendo la sangre reseca que se quedó pegada en sus dedos. Hizo un gesto a Apae para que se colocase al otro lado con el cuenco. En silencio, el resto de aldeanos se pusieron de rodillas y murmuraron el cántico que Ugnak les había estado enseñando durante semanas, a la vez que Apae dirigía la voz en silencio.
Una llama brotó espontáneamente del sacrificio y empezó a consumir el cadáver. Ugnak hizo un férreo esfuerzo para no caer presa de la maldición del fuego, mientras las cenizas llenaban el altar. El acólito recogió los restos calcinados de su progenitor y completó los tatuajes tribales con el negro hollín de muerte. El murmullo de los aldeanos iba creciendo a la vez que Ugnak gritaba palabras ininteligibles al oscuro cielo. Un halo de luz surgió del cuerpo del chamán y rodeó por completo a Apae, cegando al resto del pueblo, mientras el acólito se sumergía en un trance extrasensorial. Se pudo sentir como un animal salvaje que corría por la sabana, cazando y dominando a los débiles; probó la sangre de cebras, mordisqueó su carne y la devoró. Cuando despertó del sueño, estaba de rodillas frente a Ugnak y éste tenía un profundo corte en la muñeca; Apae chasqueó la lengua para reconocer el sabor salado de la sangre: la sangre del chamán que había ingerido en aquel trance.
— Ahora eres mi digno sucesor, Apae. – los ojos de Ugnak estaban cerrados; sus brazos estaban suspendidos diagonalmente, con las palmas de las manos abiertas. Recibía la energía de su pupilo. – Comprenderás mi legado. Tendrás… el poder…
Las palabras de su maestro se perdieron en las nieblas de la mañana; Ugnak el Nocturno volvió a su cueva de los secretos a descansar, mientras la aldea se recogía para dormir en sus hogares hechos de barro y arena. Apae experimentó su nuevo cuerpo y su vigor inagotable, mientras sorprendía a los jóvenes con la perfección de su ser. En ese momento era consciente de muchísimas cosas: el tenue latido de los corazones de la aldea, la cantidad de animales salvajes que merodeaban por el lugar y las gotas de sudor que caían por la frente de sus acompañantes. El sueño no era necesario para él, ni el alimento porque había consumido el alma de su padre. Se sentía mejor que nunca.
De nuevo, las estaciones pasaron y Apae aprendió mucho más de la oscura naturaleza de su maestro. A medida que conocía los verdaderos motivos de Ugnak el Nocturno, el recelo del joven chamán aumentaba; desentrañando los terrores perdidos en el alma de su maestro, Apae descubrió que cuando el Nocturno le hiciese consumir otro alma, llegaría el momento en el que el pérfido no-muerto intentaría apoderarse del cuerpo de Apae. Una presencia con olor a océano se lo susurraba mientras dormía; y cuando el momento se hacía más próximo, lo escuchaba incluso cuando estaba con su mentor. El Nocturno no sospechó nada y siguió con los preparativos del siguiente sacrificio: una bella joven de piel café y sonrisa diamantina traída de otra aldea como regalo. La pobre no sospechaba nada de las intenciones del chamán y su aprendiz, y sonreía amablemente cuando la decoraban con tatuajes.
Ugnak no se esperaba que su pupilo, supuestamente subyugado tras haber bebido de su sangre maldita, fuese a apuñalarle en mitad de la ceremonia de sacrificio. El cuerpo inerte del altar cayó al suelo tras el forcejeo de maestro y alumno, y rodó por las escaleras de piedra arenisca hasta la multitud que presenciaba el ritual. El Nocturno estaba repleto de cuchilladas y las fuerzas le abandonaban, mientras que Apae relamía cada salpicadura de sangre que brotaba del cuerpo de su maestro. El gentío observaba la situación con incredulidad, sin saber qué hacer; pero un grito rasgó el silencio de la pelea: la madre de Apae despertó del control mental del Nocturno y empezó a animar a su hijo con gritos de júbilo. El resto de la aldea siguió a la mujer, desgarrando la tranquilidad de la noche y confundiendo aún más a Ugnak.
El no-muerto intentó utilizar sus poderes oscuros para someter de nuevo a Apae, pero comprobó que el joven era inmune a ello. Con una sonrisa de resignación, dejo que la última cuchillada sesgase su no-vida y cayó al suelo como un saco de avena.
— ¿Por… qué? — la voz de Ugnak se iba desvaneciendo. — ¿Por qué… mi sangre no…? — gimió antes de desvanecerse. Apae se erguía como vencedor.
— Soy el elegido de nuestra diosa, Tiamat. En sueños, me ha mostrado tu artimaña. — se agachó para ponerse a la altura de Ugnak, mirándole a los ojos. — Tú no me arrebatarás este cuerpo divino. Consumiré tu carne ponzoñosa para que las fuerzas de la muerte vibren dentro de mí. — le mostró el cuchillo empapado en sangre y probó una gota que se derramaba poco a poco. – Ahora yo soy el chamán.
— ¡No…! Apae… ¡no sabes lo que estás…! – el grito ahogado que salió de su boca al sentir el filo perforar su corazón hizo que toda la aldea se estremeciese. Con semblante de odio, el chamán Ugnak el Nocturno abandonó el mundo físico envuelto en odio y pesadumbre. Su pupilo, Apae el Iluminado, recogió los restos y empezó a comer, consumiendo la energía de la sangre maldita. Con varios pedazos masticados en su boca, se acercó al cadáver de la joven y la besó en la boca, regurgitando parte del fluido carmesí en la garganta de ella; entre espasmos, volvió a la vida y miró impresionada al resto de la aldea y a su salvador, envuelto en sangre. El olor a sus propias heces y orines hizo que vomitase encima de Apae, el cual se limpió con los retazos de la túnica de Ugnak y sonrió.
— Levántate de entre los sacrificios, Énora. – le tendió la mano, y ella le agarró firmemente. Los dos se levantaron ante el pueblo y los aldeanos vitorearon a la vez que el sol emergía entre las montañas. – Hemos estado bajo el yugo del Nocturno durante mucho tiempo, pero no perdonaremos a su estirpe maldita el mal que nos ha obligado a hacer. La muerte, el hambre, la enfermedad y la guerra que hemos sufrido por culpa de sus planes no quedarán impunes. Yo me nombro, ante la luz de la mañana y el cuerpo salvado de Énora, Apae el Iluminado. Y os traeré la carne de aquellos que son como Ugnak. – hizo una pausa mientras los aldeanos escuchaban atentamente. Énora estaba rígida junto a su salvador. – Pues ahora los siento, deslizándose bajo las arenas y lamentando la pérdida de su aliado. – señaló el montón de ceniza en el que se habían convertido los restos del Nocturno.
Después de su discurso, ordenó a sus compañeros más íntimos, Celzu y Maram, que limpiasen el altar ritual para eliminar cualquier rastro del Nocturno. Celzu era un enorme hombretón de piel obsidiana y músculos bien formados debido a su trabajo en las minas; parco en palabras y rudo en acciones, agarró con fiereza dos cubos de agua y empezó a subir poco a poco las escaleras hacia la mancha de color oscuro. Maram, en contraste, era más fibroso y de piel más clara. Las malas lenguas decían que venía de un país en el que no existía el sol, pero Maram sabía que pasó toda su vida en la aldea. El resto de aldeanos regresó a sus hogares, extenuados tras la eliminación de la influencia maldita de Ugnak.
Apae cogió de la cintura a Énora y la dirigió hacia su cabaña. La madre del joven les siguió, pero él le hizo un gesto y la envió con Celzu y Maram a limpiar. Énora se dirigió hacia el cubo de agua y comenzó a lavarse tras haberse quitado los harapos que llevaba, sucios de sangre y vómito. Apae observó las finas curvas de la joven, las caderas anchas y el cuerpo recién lavado, brillante; a la luz de la mañana, parecía una estatua de arena pulida con esmero. La chica se percató de la mirada lasciva de Apae y se sonrojó. El líder de su aldea la envió ante Ugnak para ganarse el favor del chamán, pero ahora que había muerto, temía carecer de utilidad a su pueblo. Observó con gozo la notable erección de su salvador, y se acomodó sobre el montón de paja que Apae utilizaba como cama. Éste leyó las intenciones de su nueva hembra y se acercó sin quitarle la vista de los ojos; ella se mordió el labio a la vez que su cuerpo ardía por dentro: la magia de la sangre maldita hacía que los vivos se regodeasen en sus instintos primarios.
El fuego que corría por las venas de Apae hacía eco en la húmeda piel de Énora. Entre abrazos y gemidos, el antiguo aprendiz vertió su semilla abundantemente varias veces en el vientre de su hembra; después de varias horas, los dos cayeron extenuados y durmieron hasta el anochecer en el lecho de Apae.
Uno de los hombres de la aldea despertó a Apae cuando la brisa nocturna silbaba entre las cabañas de adobe. El efecto de la sangre de Ugnak estaba desvaneciéndose de Apae y esto le provocaba un enorme cansancio físico.
— ¿Qué sucede, Bamul? – preguntó mientras se desperezaba.
— Maes… Apae, nos preguntamos si tú ocuparás el lugar de Ugnak el Nocturno ahora que él ya no está… — hizo una pausa y miró el cuerpo desnudo de Énora. La entrepierna de la chica estaba rebosante de semen y el olor llenaba la sala; ella dormía plácidamente. – Necesitamos… guía espiritual.
— Escucha, tenéis que cambiar la manera de pensar. – recogió una larga manta de lino y tapó a su hembra. Esbozó una pequeña sonrisa imperceptible por Bamul. – Ugnak era un tirano que nos tenía para robarnos nuestra esencia vital. Ahora, haced lo que queráis. Vivid bien, matad a los bandidos que quieran robarnos la cosecha. – se sumergió de nuevo entre las piernas de Énora. La chica despertó a sentir el duro miembro de Apae rozando sus clítoris.
— ¡Pero Apae! ¡Lo necesitamos! Si no, ¡estaremos perdidos!
— ¡Bamul! Déjanos a mi hembra y a mí en paz y en un rato saldré a darle al pueblo lo que quiere. – la denominación chocó tanto al hombre como a Énora. Por la mente le pasó una idea: Ugnak satisfacía al pueblo con ofrendas de su sangre, él podría hacer lo mismo pero con la sangre de los aliados del Nocturno. Lideraría una partida de caza con el objetivo de conseguir la paz para sus vecinos.
— Sí, maestro Apae. ¿Serás nuestro nuevo chamán? – Bamul colocó sus manos como si estuviese rezando. Las mismas temblaban, quizás de felicidad. — ¿Por favor?
— ¡Ahh! Sí, sí. ¡Ahora lárgate! – el coño de Énora estaba empapado de nuevo y la polla de Apae se deslizaba con placer a la vez que el simple Bamul abandonaba la tienda. Apae aumentó el ritmo de sus embestidas mientras su cabeza se llenaba con ideas de poder: la sangre de los Antiguos.
Finalizó el coito apretando sus dientes contra el cuello de Énora y abrazándola fuertemente. Éste último esfuerzo minó la resistencia de Apae y lo sintió por todo su cuerpo. La chica sostuvo durante un momento todo el peso del chamán, pero no le dijo nada. Minutos después, se tapó el miembro flácido y se puso una de las túnicas de lino que poseía antes de ser aprendiz de Ugnak. Énora le miró con semblante preocupado desde el montón de paja; el líquido blanco manaba entre sus piernas.
— Apae… ¿qué somos? – preguntó la chica mientras oteaba por la cabaña algo que ponerse. — ¿Así… sois aquí? – enredaba sus dedos entre la manta de lino. Apretaba sus piernas.
— La sangre de Ugnak despertaba… ciertos deseos en mí. El desgraciado me invitaba a que los suprimiese y utilizase su «don» para mejorar mis artes espirituales. – hizo una pausa y escupió al suelo. Énora retrocedió, sorprendida. – Basura. Esa sangre tiene una fuerza desconocida, que cura las heridas y potencia la sexualidad del hombre. – señaló el estómago de la chica. – Por eso te traje de la muerte, sané tu vientre.
— ¿Y lo que hemos hecho, Apae? – miró al suelo, apenada. – Ahora llevaré tu hijo…
— Permanece a mi lado y verás lo que te puedo dar. – Apae abandonó la cabaña. La joven se quedó en la penumbra pensando en las palabras de su amante.
Un cielo gris repleto de nubes despertó al pueblo de Apae al día siguiente. El chamán reunió al gentío frente al viejo altar de Ugnak para anunciarles que iba a partir en busca de los aliados del Nocturno. La ilusión poblaba los rostros de los aldeanos; viejos, madres, niños imberbes, todos esperaban las bendiciones de sangre del nuevo chamán Apae. El joven marchó tras haber encontrado grabados en piedra arenisca en la cueva de los secretos de Ugnak; en esos grabados se mostraban unos mapas rudimentarios con la localización de sus aliados no-muertos. Apae desconocía los objetivos de éstos, pero en su mente estaba el pueblo, hambriento de sangre maldita. A su lado iban Maram, Celzu y Énora, preparados con víveres para los largos viajes en el desierto.