Marcas del desierto

La estación no facilitó el viaje hasta la primera localización marcada; el insoportable calor agotaba a las monturas y a los jinetes por el día y la gélida brisa nocturna entorpecía el descanso. Apae comenzaba a perder la paciencia con cada queja de Énora y Maram. La travesía iba haciéndose más insoportable con cada paso, hasta que uno de los caballos sucumbió por el agotamiento. Esto hizo que Apae explotase en una furia incontenible, golpeando y acuchillando el cuerpo agotado del equino a la vez que gritaba como un desbocado.

— ¡Desgraciado, malnacido! – la hoja de su cimitarra se había quedado atrapada entre las tripas del animal. Le costó sacarla de aquel montón de vísceras. — ¡Muere, hijo de mil rameras!

— ¡Basta, está muerto ya! – gritó Énora mientras agarraba a Apae de los hombros. — ¡Vas a asustar al resto de caballos!

— ¡Cállate, mujer! ¡¡Cállate!! – su rabia cambió hacia la mujer; de un fugaz tajo, rasgó parte de la mejilla izquierda de Énora y partió su oreja en dos. Ella rompió en gritos y llantos mientras sostenía el cartílago cercenado y la sangre fluía por su cuello y pecho. — ¡Maldición! Maram, limpia a esta imbécil. – se puso de rodillas frente a ella y le acarició el pelo. Énora le miró fijamente a los ojos: sus lágrimas se fundían con el fluido carmesí de sus heridas. – Espero que esto te enseñe a no molestarme más, puta interesada.

El joven Maram esperó a que su líder se apartase para atender las heridas de Énora. Poco después de haber iniciado la travesía, los encuentros apasionados de ella con Apae finalizaron y el nuevo chamán comenzó solo a pensar en llegar al refugio del siguiente Nocturno. Énora sufría cada día las humillaciones de Apae y Celzu, escondiéndose por las noches en la manta de Maram. Humedeció parte de una tira de lino recién cortada en agua tibia y pasó el paño por la cara de la chica, que tembló de dolor al sentir el escozor de la tela. Con la delicadeza de una tejedora, Maram cosió como pudo la oreja de Énora, pero la joven ya había sido marcada de por vida. Los dos se quedaron en silencio recogiendo las provisiones que quedaban del cuerpo del caballo e intentaron alcanzar el paso de Apae y Celzu, que se habían adelantado varios minutos atrás.

Cada noche lo sentía, mientras intentaba conciliar el sueño mirando al cielo estrellado. Sentía la risa de Ugnak y el gélido toque de la muerte por todas sus venas, pues la fuerza que imbuía su cuerpo se había desvanecido una luna atrás. Apae ya no poseía el magnífico poder de la sangre de los Antiguos y el efecto que estaba teniendo en su cuerpo y mente era horrible y desgarrador. Giró su cabeza hacia Celzu, que estaba montando guardia con rostro huraño, mirando a la hoguera. En el otro lado se encontraba la puta que había abandonado su lecho y ahora yacía con Maram, el mocoso. Apae sintió un pinchazo por el brazo derecho, una sensación cálida y húmeda entre los tendones de su mano: el corazón de Énora podría servir como fuente maldita. Se revolvió entre sus mantas de lino.

Dos días después avistaron unas viejas ruinas entre la arena. Celzu avanzó primero para observar el lugar y comprobar que no hubiese saqueadores entre los escombros. Apae se paró delante de Maram y Énora y se quedó mirando a su fornido compañero. Los otros dos compartían montura desde la muerte del corcel de Énora, y la yegua de Maram estaba a punto de desfallecer del mismo modo. Maram desmontó y dio algo de beber a su montura, la cual se lo agradeció enormemente. El chamán observó la situación e hizo una mueca de desprecio hacia Maram, escupiendo sobre la arena del mediodía. Énora estuvo a punto de iniciar una violenta conversación cuando Celzu regresó, anunciando que las ruinas estaban abandonadas.

— Maestro Apae, lugar estar solo y en silencio. No haber nadie, ni cosas de comer ni de dormir. – dijo Celzu con su voz grave y gutural. Apae le ofreció una sonrisa e instó al resto del grupo para que le siguiese.

La cara de Énora había resultado muy dañada desde el sablazo, desfigurando la parte izquierda. Ningún hombre la tomaría como esposa, pasaría el resto de su vida apestada por culpa de la rabia de un aprendiz de chamán. Apretó los puños y se abrazó a Maram. Ninguno de los dos, ni Celzu ni Maram habían dicho algo a Apae de la herida que le hizo a la chica, pero Maram, en silencio y con cariño, había cuidado de ella y le había hecho sentir querida; incluso sin haberla follado como ella hubiese deseado desde hacía varias noches.

Las ruinas habían pertenecido a un pueblo demasiado pequeño y sin recursos naturales con los que sobrevivir. El pozo estaba seco desde hacía décadas y las colinas eran bajas, dejando que el sol abrasase la aldea durante la mayoría del día. Apae rebuscó por los restos de cabañas objetos que relacionasen el lugar con la raza de Ugnak, pero no encontró nada. Pasaron el resto del día persiguiendo fantasmas y Apae iba enfureciéndose con cada vasija rota removida y con cada panel de lino removido. Al caer la noche, Celzu le sugirió a su líder que partiesen de vuelta a la aldea, temiendo quedarse sin provisiones si seguían viajando más.

— ¿¡Y tú qué te crees, idiota!? – la cólera invadió a Apae de nuevo. — ¿¡Eh!? – puso su sable bajó la garganta de Celzu. El gigantón perdió el habla y se meó encima. — ¡¡No he caminado días bajo un sol abrasador para respirar el polvo de unas ruinas y volver sin nada!! ¡¡¡SIN NADA!!! – Apae empezó a clavar el filo sobre la piel de Celzu, haciendo brotar la sangre. Un ruido casi imperceptible retumbó debajo de los pies de los jóvenes. Una figura de mediana altura se colocó como una sombra detrás de Celzu, sin que Apae ni sus otros dos compañeros se percatasen. Como un destello de luz, clavó sus dientes en el cuello del grandullón, doblándole sobre sus rodillas. El filo de la cimitarra de Apae se quedó clavado sobre la piel y desgarró la cara de Celzu desde el gaznate hasta la frente, haciendo que perdiese un ojo.

— ¡¡Aaaaaaaaargh!! ¡Maestro, dolor! – el grito de Celzu heló las venas de Énora y Maram. Apae, en cambio, realizó un movimiento rápido de espada y atravesó el pecho de Celzu, clavando parte del filo en la figura misteriosa. — ¡Norgh, blurgh…! – entre espasmos y vómito sangriento, Celzu se desplomó como un saco de arena, muerto.

— ¡Aquí estás, ser repugnante! – extrajo la cimitarra de su compañero lo más rápido que pudo y la colocó frente al nuevo nocturno. – Álzate, deja que vea tu cara. – aun con sangre fresca en su boca, el rostro pálido de la estirpe de Ugnak se mostró a la luz nocturna. Se encontraba sorprendido, pues un humano le había hecho daño y sus dones hipnóticos no parecían tener efecto en él. – Sí, bastardo, ¡sí! – de otro rápido mandoble, seccionó la mano izquierda del nocturno; éste no reaccionó gritando ni quejándose. Apae recogió la extremidad cercenada y comenzó a beber la sangre que caía. Énora intentó acercarse, pero Maram la detuvo. — ¡¡SÍIIII!!

— ¿Qué eres, insensato? ¿Sabes lo que has hecho? – el anciano recuperó la compostura al ver que el insolente joven estaba bebiendo de su sangre. Ahora lo controlaría y lo drenaría como un oasis de deliciosa agua roja. — ¡Ahora obedéceme y ríndete a mis deseos, esclavo! – erguido, el anciano sería tan alto como Énora, pero su melena gris decrépita y sus ojos oscuros y hundidos le daban un aspecto atemorizante. Apae terminó de tragar.

— Conmigo no funciona eso, bestia nocturna. Uno de los tuyos me hizo así, ¡fuerte! – Apae señaló el muñón. – Voy a beber hasta la última gota de tu cuerpo. Y después, seguiré cazándoos.

— ¿Uno de los míos te hizo así? ¡Jajajajaja! – la risa histérica resonó por todo el lugar, espantando a dos aves de carroña que sobrevolaban el lugar. — ¿Quién te crees que eres, una especie de dios?

— Eso pregúntaselo a Ugnak, quien amablemente después de su muerte me dio vuestros hogares. Y como te he encontrado a ti, los otros dos estarán en el mismo lugar.

— ¿Ugnak? ¿Él te creó y lo mataste? – el semblante cambió. De incredulidad pasó a temor. — ¡Ese idiota! ¡Nos ha condenad…! – la cimitarra de Apae se encontraba ahora muy cerca de la yugular del nocturno. Si éste hubiese podido temblar, lo hubiera hecho. — ¿Qué…? No puedes matarme, no aún.

— Claro que no. Soy Apae el Iluminado, azote de los nocturnos. – apretó su arma contra el cuello. – Ahora quiero que me digas qué sois y por qué Ugnak guardaba vuestras posiciones en su cámara privada.

— Eh… eh… — el nocturno colocó su mirada sobre Énora y Maram. Al ver las intenciones negativas de su presa, Apae lo tiró al suelo. El nocturno parecía un viejo decrépito en esa posición.

— ¡Maram! ¡Énora! ¡Largaos de aquí mientras hablo con él! ¡¡YA!! – sin pensárselo dos veces, corrieron entre la arena revuelta y montaron en la yegua de Maram. Los dos compañeros se perdieron entre las dunas. – Ahora no podrás aprovecharte de nadie vivo, muerto. – el anciano suspiró y resignó a su situación.

— No puedo hablar bien si me encuentro débil y con una hoja en la garganta. Dame un respiro y la sangre de tu aliado. – Apae apretó más.

— El respiro es tuyo, la sangre no. – y retiró la espada del cuello del nocturno. Apae lo empujó al suelo.

Sin apartar la vista de las acciones del nocturno, Apae escuchó la historia de Ugnak y sus compañeros. El anciano se hacía llamar Pantemos, y conocía al chamán desde que adquirió su condición de «hijo de la noche». La historia de la estirpe fue rápida y poco precisa para Apae, pero lo que el joven líder quería era averiguar cómo los «hijos de la noche» se creaban, para poder obtener un flujo continuo de sangre de los Antiguos.

— Y hace infinidad de lunas que Ugnak nos abandonó, en estos templos olvidados. – la última palabra cruzó la mente de Apae. Pantemos se percató del brillo en los ojos del humano.

— ¿Templos de qué? – dijo Apae con una sonrisa socarrona. Quizás el plan de Ugnak era muy interesante.

— No… no lo sé, mortal. – el nocturno retrocedió e intentó ponerse de pie. Apae se abalanzó encima. — ¡Suéltame! He prometido darte lo que quieres… ¡Te mataré si…! – la afilada cimitarra de Apae atravesó la carne pútrida y vieja del estómago de Pantemos. – ¡Nghn…! Ya debes saber que no siento dolor…

— Pero te puedo convertir en una fuente escarlata de la que beba hasta que salga el sol, Pantemos. – hincó con más fuerza el arma dentro de las entrañas de la criatura. Pantemos apretó sus colmillos contra la carne de sus labios, sangrando pequeñas gotas. – Dime qué son esos templos de los que hablas. Me habré criado en un pueblo de ignorantes, pero yo no soy uno de ellos. – un ruido seco anunció que el filo de la cimitarra había atravesado el cuerpo de Pantemos. — ¡Dímelo ya, escoria!

— Ja… jajajajajaja… Estás loco, humano… – el nocturno agarró con las dos manos el filo y lo giró ciento ochenta grados, desgarrando aún más su carne y haciendo que brotasen chorretones de sangre. – Mátame y libérame de los secretos que el idiota de tu maestro no te ha contado… – obligó a Apae a ponerse frente a sus ojos; el aliento pútrido y metálico del monstruo invadió las fosas nasales del chamán. – Consume mi alma y vuélvete mi esclavo. Serás inmune a la sangre, pero no a nuestra magia. – Pantemos apartó sus ensangrentadas manos de la hoja y acarició el pelo de Apae. Los ojos del joven parecían perdidos en la lejanía, mostrando su vulnerabilidad a las habilidades del anciano. – Sí, sí… Obedecerás lo que te pid… ¡¡ARRRGH!!

Ninguno de los dos se había percatado de que Maram había regresado armado. De un golpe pesado, destruyó el vínculo mental entre Apae y Pantemos; de otro, seccionó la cabeza del nocturno, asesinándolo. Al despertar, el joven chamán entró en cólera y empezó a golpear a Maram violentamente; pero fue detenido por Énora, que había decidido ya plantar cara al despótico liderazgo de Apae.

Entre Énora y Maram consiguieron capturar al sorprendido líder, que se quedó atado con la cara entre la arena mientras sus dos compañeros se daban un festín con la sangre del anciano. El rostro acuchillado de Énora se recuperó rápidamente gracias a los poderes sanguíneos, a la vez que su libido se disparaba; las propias venas de Maram también comenzaron a bombear a toda prisa, excitándolo y provocándole una erección considerable. La chica, que llevaba varias semanas sin recibir amor de Apae y habiendo recibido los cuidados y las caricias de Maram, se dejó llevar por la potencia de la sangre, abalanzándose con pasión sobre su vigorizado compañero. Desvistió con suavidad los ropajes inferiores de Maram, chupando cuidadosamente su miembro erecto. Su amante no pudo evitar emitir un gemido de placer mientras sentía cómo la lengua de Énora acariciaba su pene y las suaves manos de ésta acariciaban sus testículos. La rabia y disgusto de Apae se hacían cada vez más evidentes cuando su hembra y su amigo comenzaron a follar como animales bajo la luz de la luna, perdiéndose en los placeres de la carne otorgados por la sangre de los Antiguos.

Antes de la llegada del amanecer y con el vientre repleto de la semilla de Maram, Énora llenó un par de pequeñas vasijas de barro con la sangre de Pantemos, para repartir entre el pueblo de Apae. Cuando el rey astro asomó en el cielo, el cuerpo del nocturno empezó a consumirse en cenizas; Maram estaba rebosante de fuerza y confianza. Decidido, agarró a Apae y le pegó una paliza salvaje, rompiéndole los huesos del brazo derecho y amputando su mano izquierda con una cimitarra.

— Nos has tratado como basura, obsesionándote con el poder como hizo Ugnak antes que tú. – dijo Maram mientras cortaba la extremidad izquierda de Apae. – Ahora muérete en el desierto mientras nosotros conseguimos lo que el pueblo necesita. No vales nada, Apae. – enterró la mano en la arena al lado de su antiguo compañero; la cimitarra también. – Aquí te vas a quedar, sin ningún modo de regresar a tu hogar. – hizo una pausa, mirando a Énora. Estaba radiante. – Y si vuelves, te mataremos.


Imagen: babylon2 por Jubran

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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