Había sido otro día nefasto para las ganancias. La tripulación escuálida y mal alimentada de Mark Maxley no pudo siquiera asaltar un esquife de esclavos en fuga; a esos miserables les quedaba menos de un suspiro antes de caer víctimas del escorbuto, las infecciones y el hambre. Suspiró mientras el fuego de Kaeduin abrasaba la cubierta del barco y el sudor se deslizaba por su piel ennegrecida. Uno de sus esbirros se acercó al capitán afectado por un terrible tambaleo: los primeros compases de la locura galopante provocada por la falta de alimento e hidratación. Mark resopló con un gran esfuerzo y desenfundó el trabuco de mano. Estaban perdidos en mitad del océano al oeste de Shadaleen y sabía que no iban a ver un nuevo amanecer. La explosión del arma de fuego sorprendió a aquellos miserables mucho más que el estrépito que hizo el contramaestre al estrellarse contra la madera podrida de la embarcación. El capitán Maxley hizo un esfuerzo para ponerse en pie y gritó a sus subordinados que les iba a dar una muerte rápida para que no sufriesen más.
En el transcurso de un lacrimógeno -y medio falso- discurso de despedida, ninguno de los marineros de la Ruina Embotellada se percató que estaban a punto de chocar contra otra nave a la deriva. Las dos popas se encontraron y se partieron a la vez. El meneo arrojó a varios despistados a las ardientes aguas del mar, mientras que otros más avispados, como Mark, se agarraron a las amarras en un último esfuerzo de salvar sus despreciables vidas. Pocos fueron los improperios que resonaron en aquel infame naufragio y, aunque fuese de otro modo, los subordinados de Mark Maxley se reunieron con la muerte ese día. Él tuvo más suerte, pues fue rescatado de una prisión submarina por el único navegante de la otra embarcación, la Estrella del Mañana. Era un hombre de tez oscura, rasgos afilados y cejas muy pobladas. No pronunció ninguna palabra, pero agarró a Mark y le obligó a aferrarse a un trozo de madera flotante. A partir de ese momento, su destino iba a estar tan unido como el de una empuñadura con el filo de su espada.
La noche había caído y había transcurrido el tiempo suficiente como para que aquellos dos hombres cruzasen una sola palabra. Mark no hablaba mucho, bien porque no comía nada en dos días o bien porque acababa de perder todo lo que le quedaba en esta vida, pero no rozaba ni lo más mínimo el mutismo de su salvador. Era un ujibo exiliado llamado Hassad Fadel, oriundo de las tierras lejanas de Guroalt. Algo debía haber hecho para encontrarse perdido en mitad del océano a varios meses de viaje de sus tierras natales; algo que no era ni bonito ni digno de contar, dedujo Mark, pero que le daba un aire siniestro y misterioso. Mark bromeó sobre la cantidad de faldas que podía levantar con esa actitud, pero Hassad ignoró la socarronería de su ahora acompañante. Bien agarrados a los trozos de madera que les separaban de una muerte agonizante en las aguas, pasaron unas horas envueltos en una conversación poco trascendental, pero que resumía sus carreras como bandidos, saqueadores y mercenarios de poca monta. Mark no se extrañó lo más mínimo en compartir lecho de muerte con otro bribón de su calaña.
Antes de poder darse por vencido, el mar les arrastró hasta un cargamento flotante de lo que parecía ser víveres y enseres festivos. Cajas de grog orco, carne reseca y pan mugriento les recibieron con los primeros rayos de la mañana. Tras gastar las pocas fuerzas que tenían para mover los derelictos de madera, los dos extraños disfrutaron de un festín en mitad de las aguas. Pero esta distracción les impidió reconocer, por segunda vez, a un navío que se acercaba a toda velocidad. En el momento en que Edmundo Orejaquemada puso sus ojos sobre los miserables que habían devorado gran parte de las provisiones para su quinta boda, Mark se percató de que quizás su muerte no iba a ser tan aburrida como el que se ahoga tras hundir el barco. La resaca monumental no ayudó en nada a soportar las palizas de los esbirros de Edmundo. Ese título rebotaba entre las paredes de su cráneo mientras encajaba golpe tras golpe. Cuando se quiso dar cuenta, Mark Maxley era prisionero de Edmundo Orejaquemada, el pirata más terrible de todos los mares de Esseria y el azote de la civilización. Después de vomitar una repugnante mezcla de pan mal digerido, alcohol barato y sangre, escuchó la voz de Hassad, pero no le prestó demasiada atención.
Había pasado de estar a punto de morir de inanición bajo el inexorable sol de Ylat a ser prisionero de uno de los hombres más crueles y poderosos del continente; un día ideal para pasar una resaca entre barrotes y sufrir una muerte terrible, cruel y muy sangrienta. Mark empezó a reírse a carcajadas.
Imagen: Pirate Ship