El violador de dioses

Con el dolor de quien habría perdido a un ser querido, el Creador recogió el cadáver decapitado de Énora y acarició el corte del cuello; la sangre borboteaba con furia, negándose a abandonar el mundo de la piel. Sorprendido, Apae suspendió el cuerpo en el aire, observando la reacción de las extremidades. Si bien pendían como colgajos de carne sin vida, la potencia sanguínea de los fluidos era evidente. Puso el cadáver de rodillas y congeló el muñón del cuello con frío perpetuo. A continuación, fabricó un hilo etéreo que uniría los restos de Énora con su propio cuerpo. Celzu observó la situación con su mirada perdida. Los susurros que estaba escuchando desde que el Creador lo alzó de las arenas se hacían cada vez más persistentes y claros: tenía que asesinar a Apae antes de que cumpliese sus sueños.

La visión de Apae caminando con un cadáver decapitado era perturbadora. El cuerpo de Énora se movía bajo las órdenes mentales del Creador, siguiéndolo como si estuviese vivo. Celzu seguía a la extraña pareja en silencio. Buscando entre los recuerdos de su antigua amada, había descubierto la existencia de los niños Kram y Esmitia, y su siguiente parada sería el poblado de Énora, para recuperar a sus retoños. Una vez cruzaron la salida de la aldea, un rápido chasqueo de dedos por parte del Creador hizo que todo el lugar se incendiase bajo llamas purificadoras. Las lágrimas brotaron sin control de los ojos de Celzu, pues fue consciente de lo que hizo bajo el control de Apae. Sin esperárselo, la hoja del enorme bruto pasó a centímetros del cráneo de Apae, pero lo esquivó a tiempo. Los gargajos y los gruñidos eran expulsados al mismo tiempo de la boca de Celzu, y sus ojos se habían teñido de rojo sangre. La manipulación mental de Apae había acabado con la cordura de su compañero, y el gesto que arrancó la vida de Maram hizo lo mismo con la de Celzu, aunque los órganos internos de éste último salpicaron más de lo necesario al Creador y su acompañante sin cabeza.

Los niños pasaron varios días sin recibir la visita de Énora. El jefe y chamán de la aldea, Númino, estaba preocupado por lo que le podría haber pasado a su hija. Los dos pequeños no paraban de lloriquear, y Esmitia necesitaba la leche de su madre. Númino preparó a un par de jinetes para que viajasen hasta la aldea de Énora y trajesen noticias. Mientras les explicaba lo que tendrían que hacer, un trozo de intestino cayó sobre su cara, y los chillidos desesperados de los aldeanos masacrados por la fuerza del Creador desgarraron el aire. Númino corrió rápidamente hacia su casa, con la esperanza de salvar a sus nietos, pero Apae ya estaba allí. Kram miraba a los ojos de su verdadero padre con una expresión mezcla de terror y curiosidad, pero Esmitia lloraba desconsoladamente en los brazos de su abuela muerta. Una explosión sónica proveniente de las manos del Creador había volado parte del torso de la vieja esposa de Númino. A su lado, estaba el cadáver de Énora, decapitado y congelado para preservar la Sangre de los Antiguos. Númino vomitó al ver la escena; El Creador se giró hacia donde estaba el viejo.

– Eres el jefe de este estercolero, ¿verdad? – pronunció con palabras frías. Su voz sonaba como una hoja afilada rasgando el hielo. – Soy el Creador, azote de la falsa humanidad y Arquitecto de los Cielos. He venido a este lugar para reclamar a mi retoño… – se agachó, empapando su túnica en la sangre de la esposa de Númino. Recogió a la pequeña Esmitia. – ¿Y esta masa de lágrimas y mierda?

– ¡No le hagas nada, criminal! – espetó Númino, recuperándose de su horror. – No sé quién eres o qué te ha llevado a atacar a un pueblo inocente, ¡pero no voy a permitir que dañes a mis…! – antes de que pudiese finalizar su ultimátum, una luz azulada consumió el cuerpo de Esmitia. Sin dolor ni suciedad, el cuerpo del pequeño bebé desapareció. – ¡NOOOOOOOOOO!

El viejo se abalanzó llevado por la cólera hacia Apae. El cuerpo decapitado de su hija se puso en medio, recibiendo la puñalada en el pecho. Númino se dio cuenta demasiado tarde y se horrorizó al ver lo que Apae había hecho con Énora. El Creador sonrió y arrancó el cuchillo de las manos del anciano, arrojándole sobre el suelo de la tienda; el niño observaba la situación en silencio. Sin mediar palabra, Apae atravesó el pecho del viejo con su mano derecha y le arrancó el corazón, soltando varios trozos de carne y hueso. La mueca de horror de Númino quedó grabada en los ojos de Kram, que había visto perecer a sus abuelos y a su hermana a manos de un desconocido con la piel plateada. El órgano sanguinolento del anciano aún palpitaba en la mano de Apae; observó de nuevo a Énora, de pie e inmóvil. Hizo que el cadáver se abriese de piernas para insertar el corazón por su vagina gastada por los partos; el cuerpo absorbió el órgano sin ninguna dificultad. Dentro del cascarón de la joven, la ponzoña de los Antiguos consumió a gran velocidad la nueva sangre, dándole un tono más saludable a su vientre. El proceso que sufrió el cuerpo fue un descubrimiento interesante para Apae; hasta ese momento, no se había parado a pensar en el origen de las misteriosas fuerzas que comandaba: la resurrección de entre los muertos de Celzu y el domino mental de éste, la explosión de vacío que había acabado con tantos inocentes y el absoluto control del hielo. Una imagen de revelación dio forma a los caóticos pensamientos que tuvo Apae desde que emergió de las Puertas del Cielo: él era lo que temían Ugnak, Pantemos y el resto de Antiguos; la perfección caminando por la tierra, conocedor de los secretos de la Noche.

Los rituales que Ugnak había empleado en Énora la habían hecho capaz de procesar la sangre. Su cadáver se retorció y, de entre sus piernas, expulsó una gema de color carmesí brillante. Emanaba la misma fuerza que la sangre de Ugnak y de Pantemos, pero se encontraba cristalizada en una piedra preciosa. Los pulsos de poder vibraron a través de los huesos de Apae, y reconoció su potencia. Como un padre cariñoso que ofrece a su hijo un dulce, el Creador puso en las pequeñas manos de Kram la espinela alumbrada del útero materno. El niño no supo qué hacer con ella, pero Apae le ayudó; clavándole la joya a través de la caja torácica, el Creador otorgó al niño un deseo que nunca pidió: la inmortalidad a través de la reencarnación. Los hilos del hechizo fueron apareciendo ante Apae a medida que la vida de su hijo se iba uniendo a la gema, reconociendo cada patrón. El poder que había descubierto tras el umbral de las Puertas del Cielo se hacía cada vez más evidente.

De nuevo, el fuego abrasó la aldea de Númino, consumiendo a todos sus habitantes en las llamas de Apae. Incluso su hijo, Kram, pereció en los escombros ardientes de la casa de sus abuelos, pero su alma se reencarnaría en otra tarde o temprano. A la sombra de las llamas y perdido en los susurros enloquecedores de quienes había asesinado, el Creador comprendió lo que le dijo a Énora antes de asesinarla. Debía apoderarse de Babel para conquistar los Cielos, debía consumir a los otros dos aliados de Ugnak para cumplir su cometido. E iba a utilizar el cuerpo sin vida de su amante, la Vasija de Sangre de los Antiguos, para traer al mundo a criaturas abominables, para construir poco a poco la verdadera Babilonia.

En las profundidades de su cripta, Tekles había pasado los últimos siglos conservando un altar construido en piedra arenisca y manchado con el paso del tiempo. Conservaba una pequeña comunidad de humanos a los que controlaba y alimentaba mediante el poder de su sangre, pero los motivos por los que guardaba ese lugar se habían perdido en la tierra seca. Había sentido intranquilidad desde hacía varios meses, pero no se preocupó por ello. Pero aquel sentimiento desapareció por completo cuando fue arrollado por una bestia de aspecto brutal; un toro de más de tres toneladas y cuatro metros de altura destruyó las humildes casas del asentamiento de Tekles, y este quedó atravesado por el cuerno izquierdo del monstruo.

– Estarás vivo hasta que me cuentes qué es lo que escondéis Ugnak, Pantemos y tú. – un escalofrío recorrió el cuello del nocturno. Tekles permaneció en silencio unos segundos.

– Q… quién eres… ¿quién eres… tú? – el peso del cuerpo hizo que se deslizase un poco más hacia abajo por el cuerno de la bestia. Ésta respiraba pesadamente. – ¿Qué… pasa con… ellos…?

– Contesta lo que te he preguntado, imbécil. ¡Te estás muriendo! – el Creador agarró con fuerza la cabeza rapada de Tekles. Los ojos del Antiguo adquirieron un tono blanquecino.

– Ah… fallaron… veo que el propio Ugnak sucumbió a… su orgullo… – Tekles esputó una gran cantidad de sangre. Apae recordó la agradable sensación de consumirla, pero ya no sentía nada. – Eras su aprendiz, ¿eh?… Bien, te lo diré… breve… brevemente… – hizo un amago de liberarse del monstruo, pero éste emitió un gruñido. – Escapamos… escapamos de nuestra ciudad… la de nuestra raza… hasta esta región. Aquí encontramos esos altares… que estaban unidos mediante una fuerza desconocida… – dijo retorciéndose de dolor. El Creador se impacientaba. – Ugnak era el… el más sabio… y nos pidió que protegiésemos esos altares, para que nadie los usase… – la herida de su pecho se iba haciendo más grande. Poca vida quedaba en Tekles. – …. Y ahora, tú… el aprendiz de Ugnak… has usado esos altares para saber qué… ojalá te consumas en ellos… ¡ahógate! – el frágil cuerpo de Tekles no soportó más y fue seccionado en dos al llegar al final del cuerno. La bestia cornuda rugió al sentir caer el peso del nocturno.

Apae se agachó a examinar el cuerpo de Tekles. El nocturno se había conservado peor que sus otros dos compañeros y la sangre que emanaba de su cuerpo seccionado se encontraba en mal estado. Sin embargo, esto no evitó que el Creador vertiese los pocos litros que se salvaron en la Vasija de Sangre. El cadáver de Énora se había convertido en una masa amorfa de piel y huesos, modificada por el poder de Apae para conservar la Sangre de los Antiguos y dar a luz espinelas de potencia. Con el sol de la mañana emergiendo entre la zona, los restos de Tekles ardieron en cenizas al igual que sus aliados; y el altar que cuidó durante tanto tiempo desapareció en las arenas movedizas.

Repugnado por la falta de información que le habían dado Tekles y Pantemos, el Creador decidió asaltar el último emplazamiento de los Nocturnos, sin pararse a preguntar. Montado en su abominación llamada Behemoth, arrolló el templo de arenisca donde vivía el siguiente Nocturno: una mujer de aspecto cansado llamada Seisha. Antes de que fuese destruida por completo, ofreció sus conocimientos y apoyo a su torturador.

— ¡Espera, oh gran Creador! — se atrevió a gritar, envuelta en la oscuridad y polvo provocados por la bestia desbocada. — ¡Quiero viajar contigo! ¡Quiero apoyarte en tu ordalía!

— Interesante, mujer. — espetó el ser trascendental, curioso por dicha reacción. — Habla, no tienes mucho tiempo.

— ¡Usa mi cuerpo, mis dones, para crear la criatura perfecta! — Seisha extendió sus brazos de par en par. — ¡Tu magia y mi estirpe! ¡Unidas en un ser inmortal!

El comportamiento de Seisha, con su larga melena oscura, su mirada negra azabache llena de determinación, y su respeto a sus dones, excitó el corazón del antiguo Apae. Sonrió con malicia, y de un gesto una oleada de energía oscura surgió de las profundidades de la arena. Este ciclón sobrenatural rodeó a la Antigua, que fue transformada en un ser híbrido, poderoso, elevado gracias a la espinela de potencia.

—Serás mi Estigma, la Herida del Planeta que sangre con la vida de los Antiguos. — pronunció el Creador, satisfecho con su criatura. — ¡Álzate, Frustrata! ¡Camina conmigo hacia Babilonia!

Aquel ser, que había dejado atrás la forma humana y coherente, y se había convertido en una amalgama de extremidades, con un único ojo en su interior por el que serpenteaban aquellos miembros con desidia y crueldad, había perdido su capacidad de pensar con claridad.

Una vez que los accesos a las Puertas del Cielo fueron eliminados de la faz de la tierra, el Creador apuntó a su próximo objetivo. Utilizó la Vasija de Sangre para crear nuevas monstruosidades: un pájaro envuelto en llamas de cólera, una serpiente gigante empapada en veneno, incluso recreó uno de los Dioses que le susurraron cuando era pupilo de Ugnak: la deidad dragón llamada Tiamat. Con su ejército de aberraciones terrenales se dirigió hacia la capital de la región, la llamada Babilonia, ciudad que alojaba un proyecto humano herético. Los ejércitos no pudieron hacer nada contra las criaturas del Creador, sucumbiendo ante el enorme poder condensado. Pero Apae no quedó impune; agotó tanto su poder que tuvo que consumir toda la Sangre de los Antiguos que guardaba en Énora. La carcasa alojaba ya sólo huesos, y quedó tendida sobre la arena manchada de vísceras, como una muñeca olvidada.

Frustrata, agotada por la brutalidad del enfrentamiento, se deslizó bajo las arenas, aguardando recuperar su poder. La oposición había sido derrotada, y sus doloridos cuerpos debían descansar. Su sueño traería, en el futuro, una desgracia terrible, pero el Creador ya le había dado una razón de ser.

Ante el Rey de Babilonia, un humano sin más poder que el de su corona, se plantó Apae, desafiante; mientras las criaturas aberrantes de éste destruían la ciudad, el Creador le propuso un trato.

– Me darás tu gente, tu esfuerzo y tu alma. Juntos construiremos una torre tan alta que follará al propio Cielo. Y una vez entremos en el Útero de los Dioses, los mataremos y nos daremos un festín con sus fluidos. – dijo con su temida voz helada, poniendo la mano sobre el hombro del Rey.

– ¿Vienes a mi palacio a darme promesas de gloria celestial mientras tus bestias asesinan a mi pueblo? – el Rey frunció el ceño, sabiendo que iba a morir en cualquier momento.

– Lo que ha caído, lo puedo levantar… ¡mírame, idiota! – el frío toque del Creador recorrió todo el cuerpo del Rey. – Soy el Nuevo Creador. Gracias a la idea de tu gente podré comprender por qué he conseguido esta fuerza. Por qué mi antiguo mentor y chamán nocturno obligó a sus aliados a proteger unos altares de arenisca… ¡Por qué existo!

Por toda la sala resonaron las carcajadas de Apae; la ciudad de Babilonia se rindió a su terrible poder trascendente y el Rey le juró lealtad por temor. Pero antes de que pudiese ocupar su trono, se presentaron en la sala tres seres compuestos por Luz Creadora. Ataviados con túnicas broncíneas y formados de luminosidad pura, condenaron los actos de Apae, apresándolo con barrotes de oscuridad perpetua. El Creador gritó y se revolvió, sintiéndose indefenso. Las caras de Celzu, Maram, Énora, Ugnak, Pantemos, Númino y Tekles aparecieron ante él; las caras de aquellos que mató mirando directamente a sus ojos. Siete haces de luz emergieron del cuerpo de Apae y se cristalizaron en gemas. Las fuerzas abandonaron al Creador, revirtiéndole a su antigua carcasa de Apae, el aprendiz de chamán. Estas gemas las recogió uno de los seres. En silencio, los otros dos le dieron una orden a éste último y abandonaron el lugar. El Rey de Babilonia cayó inconsciente después de esto.

Encerrado entre las paredes del planeta, condenado a una eternidad en la oscuridad, Apae el Iluminado chillaba y golpeaba la fría roca de su prisión. Su carcelero, atrapado junto con él, observaba con asco el rostro marcado por la frustración de Apae. Había violado la paz de aquellos tras el Umbral, y éstos tuvieron que poner fin a la intrusión. Aunque eso significase afectar el curso del planeta.

Aquella noche, Babilonia sufrió una horrible maldición, al mismo tiempo que un bebé nacía.


Imagen: Lord of Nightmares por Dianae

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.