El cielo estaba encapotado, pues una tormenta amenazaba con caer sobre las llanuras de Flautovia. Nuestro grupo de aventureros aceleró el paso, ya que la Posta de la Llanura se encontraba a menos de una hora de marcha, y el hambre ya empezaba a manifestarse en sus estómagos. Pero, por fortuna, pudieron meterse bajo el techado de aquel concurrido lugar antes de que el cielo comenzase a rugir y a empapar toda la provincia.
Flautovia era un condado extremadamente menor al sur de Sauthelle, pasadas las Llanuras Vertenia; el mandamás del lugar era un individuo enjuto, de cara granuda y de temperamento hosco y violento, llamado Henri Laflute. Un estulto en toda regla, que obtuvo el título de conde tras enfrentarse a una horda de musenios enloquecidos con sus melodías de flauta; nadie sabía por qué, pero el imbécil de Henri pudo derrotar a una comunidad entera de hombres ratón empleando únicamente la música.
Desde que adquirió su poder en las tierras, las cosas no habían parado de empeorar. Los comerciantes se marchaban del condado, en busca de otras oportunidades dónde no fuesen fritos a impuestos. Los pocos recursos que tenía para explotar Flautovia ya fueron esquilmados, y sin mercaderes ni mano de obra, poco a poco la provincia había caído en decadencia. En aquel momento, no se podía considerar ni siquiera un buen lugar de paso, pero nuestros aventureros querían hacer un alto en el camino antes de alcanzar las fortalezas abandonadas de Piedrargenta.
En la posta se hallaban un par de viajeros desconcertados, pues los recientes eventos bélicos entre Shadaleen y Malasthar habían provocado que los shadalenses prefiriesen no salir de sus ciudades, además de nuestros queridos protagonistas:
Arcturus Rousseau, un hábil, atrevido y valiente malasthino, oriundo de Beslitz y repleto de juventud. Conoció a sus dos compañeros de viaje cuando decidió abandonar su ciudad natal en busca de aventuras y emociones. Aprendiz de espadachín, recorrió no pocas mazmorras y cuevas repletas de monstruos peligrosos.
Kaélidas Katzenstein, gatónido adepto en las artes arcanas, descendiente del legendario Kael y voz de la razón del grupo. Tras contemplar como su aldea era arrasada por las huestes conquistadoras de Malasthar, dejó atrás su tranquila vida como habitante del bosque y se lanzó a la aventura, en busca de fama, fortuna y, por qué no, una pizca de venganza. Gourmet exquisito, empleaba sus conocimientos como mago del fuego para cocinar unos platos de rechupete.
Sheoltio Gattozzo, un gatónido urbanita procedente de los suburbios de Beslitz y el mejor amigo de Arcturus desde que eran unos niños. Sus habilidades para la infiltración, el sigilo y el robo le hacían un ladrón experto, aunque bastante descuidado. Era el gracioso del grupo, jugueteando con todo, sobre todo con las trampas mortales de las mazmorras. Tenía una suerte endiablada que en más de una ocasión le salvó la cola.
Tras haber recorrido el norte de Malasthar, el grupo de Arcturus quería probar fortuna en los territorios shadalenses. Gracias a su aspecto joven, los tres no habían llamado demasiado la atención, y esto no sólo les permitió recorrer las provincias sin mucha molestia, si no que les otorgó la posibilidad de forjar una amistad con los aldeanos de la zona. En el interior de la posta se reunieron con su contacto, una esquiva y elusiva gatónida llamada Selinia Hiyahiya, vieja amiga de Sheoltio y Arcturus, que no tardó en ponerles al tanto de la situación y su nuevo objetivo.
La misión de esta peculiar banda era sencilla: en las profundidades de los almacenes de Piedrargenta se hallaba un yelmo mágico, elaborado a partir de la coraza de un espíritu deífico caído en combate, conocida como la Celada Fotoancestral. Se decía que semejante artefacto podía concentrar la luz a su alrededor y expulsarla en forma de rayo lumínico devastador, aunque las habladurías posiblemente hubiesen exagerado las cualidades de tremenda arma.
Además, Selinia les contó que cerca de la posta se hallaban varios campos de cultivo, y las familias encargadas de su explotación estaban abrumadas por la pésima administración del mentecato de Henri Laflute. Era bien sabido por Kaélidas que sus compañeros no tenían jamás buenas ideas, y cuando Arcturus propuso a los aldeanos la posibilidad de derrocar el tiránico y estúpido gobierno de Laflute utilizando el yelmo mágico, la plebe no tardó en envalentonarse y en animar a los tres viajeros a viajar hasta Rocargenta, expoliar las ruinas enanas y regresar de vuelta con una terrorífica arma de destrucción. La misteriosa gatónida prefirió mantenerse al margen de la situación y aguardar el regreso de sus compañeros.
Durante el viaje hacia la montaña cercana, Kaélidas no tardó en hacer visible su preocupación.
- Amigos, disculpen, ¿son ustedes conscientes del problema en el que nos hemos metido? — pronunció el rubio gatónido mientras subían una loma.
- ¿Problema? ¡Qué va, Kayulero! Piensa que esa gente va a estar mejor cuando destruyamos a ese imbécil de Laflute. — respondió en seguida Arcturus, animado por su inocencia como siempre. — Y total, en cuanto tengamos ese casco nos vamos a largar de aquí, por lo que no veremos si las cosas salen mal.
- ¿Alguna vez se ha parado a pensar en las consecuencias, amigo Rousseau? — articuló consternado Kaélidas. — Es posible que el ejército de Shadaleen se enemiste con nosotros.
- No te preocupes, no pasa nada. — Arcturus se giró y miró a su amigo. — No hemos dicho nuestros nombres de verdad ni de dónde venimos. Aunque que seáis unos gatos peludos puede llamar suficiente la atención, anda que no hay gatónidos viajando por el reino, ¡es lo que tiene el progreso!
- ¿Progreso? ¿De qué está hablando? — el gatónido suspiró. — Ay, mire, déjelo. Exploremos esas ruinas, que aún queda mucho cam…
- ¡¡ESPERAD!! ¡¡YA HEMOS LLEGADO!! — aulló Sheoltio, emocionado. — ¡Mirad, campamento de goblins! ¡Yuju!
El rostro de consternación de Kaélidas no mejoró al ver que la vieja fortaleza enana, abandonada desde la Segunda Guerra Esserina, había sido ocupada por una tribu de goblins verdosos y asquerosos. Las fortalezas de Piedrargenta habían sido erigidas por los enanos de Faustheim como puntos de protección para las Llanuras Vertenia. Empleando sus conocimientos de arquitectura, construyeron tres pequeños fuertes de piedra, con paredes de mampostería, torres vigía y almenaras dispuestas para colocar arqueros, ballesteros o cañones de maná. Sin embargo, debido a su rauda construcción y subsiguiente abandono, el estado en el que quedaron para la posteridad fue lamentable. Con el paso del tiempo, fueron ocupadas por distintas tribus de humanoides monstruosos, desde orcos exiliados de Tûagomut hasta enormes colmenas de goblins mucosos, como coincidía en el momento en el que Arcturus y sus amigos gatónidos visitaron aquel decadente lugar.
Una patrulla de tres repelentes seres detectó a nuestros protagonistas, pero antes de que pudiesen reaccionar, Arcturus pegó un salto con sus Botas de ancarrana y desenvainó su arco. En seguida, cargó una flecha explosiva y la disparó hacia el centro, creando una terrible explosión de fuego y piedras, y desintegrando a los exploradores. No obstante, este exabrupto avisó en seguida al resto, pero Kaélidas ya estaba preparado para recibir el siguiente embate.
Con sus manos peludas entornadas, comenzó a crear una ardiente bola de llamas amarillas, y cuando estuvo formada la arrojó a gran velocidad hacia la patrulla de goblins que cargaba hacia los invasores. Tras un impresionante estallido de llamas, no quedaron nada más que restos mucosos y chamuscados, y el silencio se hizo incómodo durante un momento. Arcturus lanzó una mirada de complicidad a Sheoltio, que en seguida pegó varios saltos entre las ruinas y columnas derruidas en busca de supervivientes.
Sin embargo, aquel ladronzuelo gatónido no necesitó aguzar sus sentidos: el repentino temblor y los gruñidos que surgían del interior de la fortaleza revelaban la presencia de algo más aterrador y peligroso que los goblinoides: un ogro de piel blanca como la nieve, ojos inyectados en sangre y con una prominente barriga, oscilante como un mar embravecido. La bestia ogroide cargó sin piedad contra Arcturus, impactando contra su costado con su enorme maza de pinchos; el joven salió volando por los aires e impactó contra una de las paredes derruidas del área sur de las ruinas. Sheoltio, al ver a su amigo herido, pegó un salto altísimo para tomar altura y caer sobre el enemigo con sus dagas de cristal plateado. El impacto hizo rugir a aquel ogro, tras notar que sus hombros habían sido perforados por armas mágicas, e intentó zafarse de Sheoltio con fuerza vigorosa.
- ¡MALDITA BASURA! ¡Soy Ruinafuria, el cacique de esta montaña! ¡Te arrancaré la piel y me comeré tus huesos! — aulló el ogro, rojo de ira.
- ¿Comerme a mí? ¡SOY TODO CARTÍLAGO, CARA DE HARINA! — se mofó Sheoltio, apartándose a tiempo de los embates del bruto.
Kaélidas, que estaba observando desde la distancia, recuperándose del último conjuro lanzado, apretó los dientes mientras se quejaba de la imprudencia de sus compañeros. Cuando notó de nuevo que la Urdimbre ya se dejaba moldear de nuevo, comenzó a pronunciar la invocación de su hechizo más poderoso.
- Mushuki, reina de las llanuras, madre de los caminos y acechadora de todos nosotros. Yo soy tu hijo, tu siervo. Canalizo tu poder a través de mi pelaje, hago tu voluntad entre mis garras. — los ojos de Kaélidas se tornaron de color anaranjado, momento en el que Arcturus se recuperó del impacto del ogro y reaccionó en seguida. Sabía que la batalla estaba a punto de finalizar, así que, con su arco, disparó varias flechas hacia Ruinafuria para distraerle de la convocación del gatónido mago. — ¡Que la tierra ruja bajo mis enemigos! ¡CUERNO TERRÁQUEO!
Bajo los pies de Ruinafuria la tierra empezó a temblar y a moverse encolerizada. El ogro solo tuvo tiempo para torcer su hocico antes de que un enorme pilar de roca atravesase el suelo, y por ende la mayor parte de su cuerpo. El miserable quedó empalado, con la mitad de su cuerpo despegándose de los huesos de forma repulsiva: su sangre amoratada empapó la tierra y la piedra desgastada. Sheoltio se dirigió de un salto hacia Kaélidas, que estaba arrodillado por el esfuerzo; a pesar del cansancio, Arcturus esbozó una sonrisa, pues ya habían acabado con el peligro que acechaba Rocargenta.
Mientras los gatónidos se recuperaban del combate en el exterior, el joven malasthino se internó en el subterráneo en busca de la Celada Fotoancestral. Tras superar un par de pasadizos con trampas relativamente comunes, localizó el tesoro en un cofre ornamentado, tras una pared falsa. De vuelta a Flautovia, más tranquilos y con el ego hinchado por haber acabado con una colmena de goblins, conversaban y bromeaban sobre cómo iban a utilizar tremendo artefacto para acabar con el ridículo Henri Laflute.
No tardaron en encontrarse con su némesis, pues el conde se había enterado de los viajeros malasthinos y sus planes para expoliar las ruinas de Rocargenta, y estaba esperándolos en la Posta de la Llanura con un destacamento de diez hombres, bien armados. Nuestros aventureros estaban ya muy cansados, pero decididos a enfrentarse a este sinvergüenza.
- ¡Alto en nombre de la Corona de Shadaleen, mangurrianes! — espetó Henri, un hombrecillo de poca altura, nariz aguileña y exagerada, y un mentón con el que podía romper nueces sin problema. El aspecto deforme y descompensado del conde hizo que Sheoltio y Arcturus empezasen a reírse. — ¿Osáis faltarme al respeto? ¡Guardias, acabad con ellos!
- ¡Espere, mi lord! — gritó Kaélidas, dispuesto a negociar con ese fantoche. — Somos aventureros y acabamos de dar fin a una peligrosa amenaza que suponía un incordio para vuestro condado, ¿así es cómo la comunidad agradece nuestra desinteresada ayuda? — mientras la diplomacia del gatónido mago hacía efecto, Arcturus no tardó en desenfundar la Celada y empezó a colocársela.
- ¿Alguien me puede explicar cómo funciona este trasto? — preguntó Arcturus en voz alta, ignorando a Henri y a los soldados que tenían en frente. — Kaélidas, ¿esto tiene un botón o cómo va?
La Celada Fotoancestral parecía un casco forjado con hierro verdoso, con la forma de una cabeza de unicornio. Del cuerno central surgía un pequeño resplandor, que cuando el joven aventurero se lo colocó en la testa, empezó a ganar más intensidad.
- ¡Guau! ¡Noto la energía acumularse! — afirmó con alegría.
- ¿Qué diablos es eso? ¡Guardias, impedid que ese mocoso haga lo que…!
Lamentablemente, Henri Laflute no pudo acabar su frase, pues un repentino impacto de luz brillante lo desintegró de cintura para arriba. Sus guardaespaldas, si bien sorprendidos en un momento, suspiraron tras darse cuenta de lo que había pasado. Arcturus se quitó con rapidez el casco y observó la situación. Kaélidas había clavado su mirada, mitad sorprendido, mitad enfadado, mientras Sheoltio reía a carcajadas. Los soldados no sabían que hacer: si bien su obligación era proteger al conde de Flautovia, la verdad era que las decisiones y el liderazgo de semejante imbécil habían provocado un malestar insoportable en la comunidad. Y ahora, el problema se había evaporado en un abrir y cerrar de ojos.
- ¡Escuchad! ¡Largaos de aquí inmediatamente! No os aseguramos vuestra integridad en la provincia, pero tampoco vamos a buscaros de forma activa. Largaos de Flautovia y no volváis. — gritó uno de los guardias hacia los gatónidos y Arcturus.
No tardaron en seguir el consejo, y aunque estaban muy cansados por la incursión a las fortalezas de Rocargenta, espolearon a sus monturas para cabalgar hacia el amanecer. Desde aquel fatídico día, la organización del condado de Flautovia ha caído en una agrupación vecinal que se reparte las tareas y somete a votación los asuntos importantes para la comunidad. Del asesino de Henri Laflute jamás se supo nada, salvo que era un ogro de piel blanca y temperamento terrible que huyó de la zona hacia las Costas crepusculares.
Imágenes: generadas por inteligencia artificial.