Dejamos atrás del Templo de Kaj y no había ni un solo día en el que me arrepintiese de haberles dejado volver a entrar a por la estatuilla. Sí, volvíamos a cargar con la estatuilla de Kaj. Éramos como una panda de idiotas que vagan con los ojos vendados por un sendero al borde de un acantilado.
Desde que salimos del templo pudimos comprobar que el poder que encerraba la piedra estaba latente. Por los aledaños encontramos adoradores de Kaj, como los últimos habitantes de Criabul. También fuimos atacados por alguna que otra horda de orcos. Quizá todos fueron atraídos por estatuilla, o quizá no, pero desde que portábamos el mal con nosotros ya nada me parecía casual.
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