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En las vastas y olvidadas Tierras del Dominio, dónde el Río Varlys surge del manto pantanoso y el viento arrastra la ponzoña y la humedad, nació y se crió un plebeyo conocido como Kyro Agathon. Desde niño, se sintió atraído por las misteriosas runas que aparecían esculpidas en las piedras de su aldea y en los viejos pendones del mercado. Los ancianos, en la taberna, hablaban de un arte perdido, la Magia Rúnica, capaz de torcer el destino y moldear el universo. Lo hablaban entre las brumas de la ebriedad, pero a Kyro le daba igual. Determinado a desentrañar estos misterios, se propuso encontrar al único ser que se rumoreaba conocía el verdadero poder de las runas: el Ermitaño de las Moscas.

Se decía que el eremita habitaba en lo más profundo de las cavernas del Monte Corvinus, un lugar envuelto en sombras perpetuas a un par de jornadas del pueblo. Desafiando los peligros de la senda y armado solo con su determinación, Kyro partió hacia el corazón de la montaña. Las horas se convirtieron en días mientras atravesaba bosques encantados y escalaba precipicios traicioneros, cada paso lo acercaba más al núcleo de aquel enigma.

Al fin, exhausto pero resuelto, halló la entrada a las cavernas. En su interior, la luz del día parecía un recuerdo lejano, y el aire estaba impregnado de un olor a tierra húmeda y podredumbre. Caminó por corredores laberínticos hasta que llegó a una cámara donde miles de insectos zumbaban en torno a una figura encorvada: el Ermitaño de las Moscas.

El anciano era un hombre de aspecto decrépito, con ojos que brillaban con una luz febril y manos temblorosas marcadas con innumerables runas. 

— Vienes buscando el conocimiento que te hará poderoso… — murmuró con una voz que sonaba como el crujir de hojas secas. — Pero el conocimiento requiere un sacrificio; uno más allá de lo imaginable.

Así comenzaron los días de aprendizaje, cada uno más arduo que el anterior. El Ermitaño sometió a Kyro a pruebas brutales, desde decodificar runas en simas inundadas hasta soportar ritos blasfemos y corruptos que ponían en jaque su resiliencia y su entereza espiritual. Las moscas, testigos constantes, eran a la vez espías y ejecutoras de los castigos del Ermitaño. A pesar de la agonía y la soledad, Kyro persistió, pues cada secreto descifrado lo llenaba de una comprensión más profunda del tejido de la realidad.

Tras meses en las sombras, cuando Kyro finalmente dominó el arte, el Ermitaño reveló su última enseñanza con una sonrisa cruel. 

— Para que la sabiduría perdure, debe ser compartida. — dijo, y antes de que Kyro pudiera responder, el viejo se transformó en una nube de insectos translúcidos, que no tardaron en desaparecer a través de las paredes húmedas y pestilentes de la caverna. En ese mismo instante, sintió cómo su cuerpo se encogía, sus ropas se agrandaban y su voz se volvía más aflautada. Se había convertido en un infante, habiendo perdido su adultez y buena presencia gracias a la magia más oscura y siniestra.

Ahora, como un niño con la mente de un hombre, debía vagar por Esseria, enseñando a otros la Magia Rúnica que tan caro había pagado por aprender. Cada aldea que visitaba, cada estudiante al que instruía, veía en él no a un maestro venerable, sino a un muchacho con un don inexplicable. Kyro enseñaba, sabiendo que nunca recuperaría su forma ni alcanzaría el destino heroico que había imaginado.

Con el tiempo, las historias de un niño mago que vagaba por el mundo, impartiendo un conocimiento antiguo y poderoso, se tejieron en el tapiz legendario de Esseria. Y mientras impartía, en lo más profundo de su corazón, albergaba la esperanza de que, algún día, entre sus estudiantes surgiera uno capaz de romper su maldición, devolviéndole su destino robado.


Imagen: Generada por IA

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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