La cámara de los cielos

La imagen de Maram y Énora cabalgando de vuelta a la aldea tras haber traicionado su causa se grabó bajo el sol de la mañana a fuego en la mente de Apae. A duras penas pudo ponerse en pie tras esperar un tiempo adecuado a que los traidores se marchasen; miró con tristeza los restos de Pantemos y, en un alarde de lucidez provocado por el dolor, se abalanzó sobre la sangre seca tirada sobre la arena y empezó a comérsela. Después de estar tosiendo un rato largo, pudo sentir una mínima parte de la potencia de los Antiguos por su cuerpo; rápidamente, desenterró su mano amputada y la apretó contra el muñón, chillando de dolor. Los espíritus le escucharon, permitiendo que se soldase de nuevo a su cuerpo y recuperando parte de su movilidad; a cambio, una horrible cicatriz se quedó en su muñeca, marcándole para siempre.

Apae maldijo y escupió sobre los grumos de ceniza y arena de Pantemos. Agarró con decisión su cimitarra y se internó en una de las casas de adobe, por donde apareció el nocturno. Por dentro encontró unas escaleras que llevaban hasta una estancia amplia y poco iluminada. Apae pasó varios minutos intentando encontrar yesca y pedernal para poder iluminar el lugar; una vez tuvo una rudimentaria antorcha preparada, vio algo en esa sala que se le hizo familiar.

Los grabados que aparecían en las paredes de arenisca mostraban a figuras humanas muy altas dando forma a criaturas comunes, como caballos o chacales. Uno de los frescos mostraba a una pareja humana abrazándose mientras dos de los humanos altos estaban a su lado. Apae identificó los grabados con piezas de pared que había en la cueva de Ugnak; el Nocturno le explicó que él las había recuperado de su antiguo hogar. En el centro de la estancia encontró un altar similar al que colocó Ugnak en la aldea para realizar sacrificios y alimentarse de éstos, aunque éste había sido utilizado por Pantemos para descansar por el día. Unas letras sobresalían del borde; Apae se arrodilló e intentó descifrar lo que la inscripción rezaba, escrita en la misteriosa lengua que su maestro chamán conocía.

«Oculto en las tierras de hielo, la sangre abrirá el camino.»

El joven chamán frunció el ceño. Si bien el otro altar utilizado por Ugnak servía como catalizador para recolectar la sangre de los sacrificios y mantenerla pura, no exhibía otras cualidades mágicas. Pero aquella inscripción le hizo pensar en todo lo que rodeaba a Ugnak y a Pantemos. Similares grabados, construcciones y poderes. Quizás si vertiese parte de su sangre sobre los huecos del altar, activaría el artefacto y podría ver qué clase de cualidades tenía. Agarró con fuerza el mango de su cimitarra, manchada con los restos de Pantemos y de la amputación de su mano. Manchada con la traición de alguien a quién llamó amigo. El corte fue rápido y por la parte superior del brazo; un pequeño hilo de sangre comenzó a brotar y cayó silenciosamente sobre el altar de fría arenisca. El reguero cubrió el canal grabado en el altar, secándose al poco de tocar la piedra. Apae envainó su arma en su cinturón de cuero y lino, vendando su herida con los restos de su casaca.

Pasó casi una hora hasta que un temblor sacudió la sala. Cogió a Apae de imprevisto, pues se había arrodillado a meditar sobre la situación. El altar empezó a sumergirse en la arena y una tenue luz azulada emergió del agujero que iba dejando. Apae se colocó cerca y sintió un torrente de poder que invadió su cuerpo; el resplandor azul cubrió todo el lugar y se hizo el silencio. Una cálida tranquilidad acarició la piel del chamán, liberándolo de sus preocupaciones y dolores físicos. Cuando la luz fue despejándose, sintió el frío tacto del mármol en sus pies, y la estructura de una sala gigantesca iluminada con braseros de fuego azulado.

Apae sintió frío y malestar al poco tiempo de acostumbrarse a la temperatura; no sabía donde estaba, y la mayoría del lugar estaba tapado por una fina capa de algo blanco y helado. El lugar donde apareció estaba grabado con símbolos circulares en el suelo y había varias velas repartidas. No lo conocía aún, pero la nieve cubría la mayor parte del templo, resguardando su secreto. El chamán caminó hacia el frente, pues la parte trasera estaba sepultada por un alud nevado. Dos robustas columnas de mármol blanco decoraban y sostenían la elaborada arquitectura de la entrada; la puerta, al parecer fabricada con dura madera oscura, estaba cerrada por fuera gracias a una cadena plateada. A sus pies, había más símbolos similares a los que Apae encontró en su lugar de aparición. Haciendo acopio de sus fuerzas, apartó las cadenas y tiró de uno de los aros para poder abrir la puerta; esto consumió las pocas energías que le proporcionó la sangre de Pantemos.

Ante sí vio un pasillo decorado de similar manera a la entrada del templo. Enfrente, tenía una sala circular con otras puertas mucho más elaboradas que la de entrada. Alrededor de ellas, había dos paneles de color negro cromado e infinidad de grabados de humanos, animales y esas extrañas figuras gigantes; el blanco azulado destacaba por todo el lugar, dándole un aspecto sobrenatural. A los lados había otros dos pasillos, pero estaban bloqueados por la nieve. Apae estornudó y empezó a moquear, producto del horrible frío que hacía en esas estancias.

Con escarcha en los pulmones, el joven chamán caminó hasta las puertas elaboradas y las echó un vistazo. Imágenes de un hombre y una mujer decoraban cada portón, sosteniendo metafóricamente lo que estaba en el interior. Desconociendo qué es lo que había descubierto y por qué dos seres viles como Ugnak y Pantemos estaban custodiando tal extraño lugar, Apae agarró con fuerza las arandelas blancas de la puerta derecha y empezó a tirar hacia sí, desvelando el secreto de aquellas puertas blanquecinas…

Pasaron días, semanas, quizás siglos. A Apae no le importó, pues se encontraba suspendido en una luz pura, escuchando los susurros de la tierra y sintiendo las caricias del cielo. Ante sí sólo había una cegadora llama que consumía su cuerpo y al momento lo recomponía, deslizando suavemente conocimientos olvidados dentro de su corriente sanguínea. Notaba como la sangre iba abandonando su cáscara mortal, siendo sustituida por líquido argénteo proveniente del mismo paraíso; abrazó a sus ancestros congelados en el tiempo y comprendió el significado de ese lugar: eran los pórticos de regreso al hogar primordial de la humanidad, las escaleras hasta las nubes, las Puertas del Cielo.

En su exilio por las nieblas ancestrales, Apae aprendió muchas cosas y trascendió como humano. Observó cómo los padres del planeta maldecían a Caín por haber asesinado a su hermano, cómo lo corrompieron al igual que a Lilith; vio cómo las criaturas se convertían en humanos y caminaban entre los hombres, y cómo los lupinos empezaron a intentar controlar el planeta. La verdad de la humanidad fue tan chocante que fue expulsado violentamente de las Puertas del Cielo y yació inconsciente durante semanas, mientras su vello se tornaba de color blanco cristalino.

Un gélido choque estremeció la espalda de Apae, despertándolo. Su piel se había vuelto de un color pálido y metálico, haciéndole inmune a la temperatura exterior, y su mente estaba dolida por la oleada de conocimiento que había recibido. Se puso de pie, asimilando su nueva condición trascendida; extendió la mano mientras moldeaba las partículas del ambiente y creó un pequeño elemental de hielo, dándole forma través de la Celosía espiritual. Sonrío al sentir tal poder. En su cabeza, ya no era el Iluminado. Ahora sería Apae el Creador, bastardo de Babilonia y asesino del Nocturno. Sería el yugo que caería sobre los otros dos aliados de Ugnak, castigándolos por haber ocultado tal poder de sus ojos trascendentes y sería lo último que viesen los traidores de Maram y Énora. El Creador sonrió y regresó de nuevo al templo de Pantemos, atravesando las líneas que cruzaban la tierra a gran velocidad.

Apareció como un viento helado sobre la superficie del desierto. Los restos de Pantemos habían desaparecido bajo las arenas y el lugar había sido saqueado y desmontado por bandidos. El Creador caminó hasta la cámara subterránea para destruir el camino hacia sus Puertas del Cielo, encontrando restos humanos en severa descomposición en el suelo del templo. Sin pestañear, derribó el lugar de un pisotón terrible. El grito de los espíritus del lugar resonó en sus oídos, desgarrando parte de su mente; sin embargo, de poco les sirvió defender el templo, pues fueron consumidos por el odio concentrado de Apae. Emergió entre los escombros, flotando como un fantasma y miró hacia el ocaso. Una mueca de malicia se formó en su cara, y extendió la mano de nuevo, como cuando formó un elemental de hielo. Los huesos de Celzu se levantaron de las arenas, temblando como si fuesen parte de un títere. Mediante otro movimiento de dedos, la carne apareció de la nada y formó de nuevo al antiguo Celzu, antes de ser asesinado por Apae. El bruto no entendía la situación hasta que su verdugo se mostró frente a él. Con gesto tranquilizador y paz mental, el Creador restableció el vínculo que había entre Celzu y él. Sin más palabras que susurros como los que escuchaba Apae en las salas nevadas, llevó al salvaje resucitado a su lado, convenciéndole de que Maram le había traicionado y abandonado en mitad del desierto; Celzu empezó a expulsar espuma por la boca cuando las voces supersónicas empezaron a resonar por dentro de su cabeza. El Creador ordenó a su aliado caminar en dirección a su antigua aldea; Celzu obedeció, escupiendo un gargajo rojo grisáceo sobre una de las rocas desgastadas.

Habían pasado dos años desde que abandonasen al moribundo Apae en aquellas ruinas. La aldea había crecido tras haber formado relaciones amistosas con el pueblo de Énora y otras localidades colindantes. Maram ordenó derribar el altar de Ugnak el Nocturno e impuso una religión basada en las creencias antiguas, menos sanguinaria. El resto de los habitantes se sintieron aliviados cuando se les pasó la ansiedad de más Sangre de los Antiguos, y agradecieron a Maram el cambio que se les ofreció. Sin que él lo quisiese, le nombraron jefe de la aldea y, junto con Énora, guió a su pueblo en el crecimiento espiritual. A los siete meses de regresar de las ruinas de Pantemos, la joven de piel morena dio a luz al hijo de Apae, Kram, pero lo crió junto con Maram como su fuese de los dos. De esta unión nació una niña diez meses después, llamada Esmitia.

La sangre de los habitantes de la aldea de Maram se heló al ver a Celzu regresar junto con Apae, estando los dos perfectamente vivos. Un brillo azulado emanaba de la piel del Creador, y la falta de vello en todo su cuerpo sobrecogió el corazón de los dos guardias que estaban en las puertas de la aldea; antes de que pudiesen emitir algún sonido, sus gargantas fueron seccionadas por el hacha de Celzu. El Creador caminó hasta el centro de la plaza, lugar donde se había erguido un humilde monumento de piedra arenisca y madera para idolatrar a los dioses de la tierra y el viento. Apretó los puños al ver que el altar había sido retirado, y con un gesto de su mano levantó un tornado que destruyó la construcción. Los restos cayeron sobre una casa cercana, aplastando a sus dueños bajo los escombros. Maram salió corriendo de su hogar, armado con una espada ancha y se dirigió hacia la posición de Apae y Celzu. La visión de los dos, vivos y recuperados, hizo que su garganta se helase. El Creador dirigió una mirada de desprecio a su antiguo compañero.

— Al fin apareces, cobarde. — Apae giró su torso y se colocó frente a Maram con los brazos extendidos. El líder de la aldea apretó el mango de su arma, notaba cómo el sudor se escurría entre la guardia de cuero. — Veo que has estropeado parte de mi aldea para montar una montaña de excrementos. — chasqueó la lengua. Hizo un gesto de negación con el dedo índice de su mano derecha. — No, no, no. Descubrimos uno de los templos de los Antiguos, Maram. Aquí había otro, pero tú lo has destruido por mí, y eso te lo agradezco. — giró su muñeca, dejando los dedos índice y corazón hacia arriba. Maram notó un fuerte dolor en su pecho. — Ni siquiera voy a permitir que digas nada. Tu voz podría hacer que tuviese un atisbo de duda. — extendió la mano completamente y el cuerpo de Maram reventó salvajemente, bañando de sangre y vísceras la plaza de la aldea.

Los espectadores valientes que se habían quedado en el lugar empezaron a gritar de horror y a intentar ponerse a salvo. El Creador miró a Celzu, que se encontraba con los ojos en blanco y babeando, y el gigantón inició una persecución contra todo aquel aldeano que estuviese corriendo. En menos de veinte minutos, la mayoría de la aldea había caído bajo la violencia de Celzu.

Énora estaba regresando de comerciar trigo con su antigua aldea cuando llegó a la matanza. La espalda ensangrentada y decorada con entrañas de los aldeanos de Celzu la recibió cuando llegó a la plaza. El rostro desencajado por los susurros del enorme bruto hizo que la joven se orinase encima. Notó una mano fría en su espalda al dar dos pasos hacia atrás. La mirada gélida de Apae penetró en lo más profundo de su alma, desgastando su voluntad. Con el cuidado digno de una noche de bodas, el Creador llevó a Énora hasta los restos sangrientos de su amado; ella reconoció el tatuaje de Maram en las piernas que estaban esparcidas por el suelo. Sollozó.

— Me dejaste olvidado en la arena, mi hembra. — arrojó a Énora sobre el cadáver reventado de Maram. La joven se revolvió entre vísceras, sangre y heces, quejándose. El Creador le puso el pie sobre los pechos morenos, de madre. Hizo fuerza. — Me preguntaste hace tiempo, en mi lecho, qué éramos. — hizo una pausa, chasqueando la lengua en señal de desprecio. La energía de los Antiguos corría por la sangre de Énora. Apae comprendió la naturaleza de la mujer que estaba a sus pies, y ordenó a Celzu que se acercase a ellos, poniéndose a la altura de ella. El bruto colocó el filo del hacha sobre el cuello de la mujer. — Somos, amada mía, los Nuevos Creadores. Erigiremos una torre que viole el Cielo y que eyacule el poder de los dioses. Beberemos de la leche primordial, y tú alumbrarás a las aberraciones que colocarán la masa y los ladrillos. — la joven lloriqueaba con cada palabra de Apae. Su llanto finalizó cuando Celzu arrancó su cabeza del cuerpo de un certero hachazo, rápido e indoloro.


Imagen: Lord of Nightmares por Dianae

Por Maurick Starkvind

Aprendiz de escritor desde siempre, rolero empedernido desde los trece y nintendero desde los cinco. Empecé en esto de la creatividad porque no había dinero para los salones recreativos.

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