Vivimos en armonía. Tomamos lo que hace falta para vivir un día más, lo que matamos ha de ser comido. Lo que no es comido, ha de ser dejado para que la tierra lo reclame.
Madre consume nuestros cuerpos sin vida y los de nuestras presas. Así es, así ha de ser y así ha sido.
Madre nos cuida, nos provee y nos otorga el equilibrio. Sin equilibrio, sin armonía, nos perdemos en nosotros mismos. No somos sin la tierra, la tierra no es sin nosotros.
La tribu goblinoide que moraba en el Valle de los Maullidos había escapado de su antigua tierra natal, arrasada por la guerra. Cuando se establecieron en la tranquila región, no tardaron en encontrar resistencia: la aldea gatónida de Rony estaba comenzando a expandirse, la colmena de aranios del oeste presentaba una especial resistencia y el lago, habitado por rusalkas de agua dulce, era intransitable sin caer presa de las trampas de los hombres pez.
Hiffer no era demasiado inteligente, él lo sabía. Sus esbirros no sólo estaban hambrientos, estaban frustrados y enloquecidos; habían sido exiliados por la fuerza, habían recorrido un camino lleno de polvo y miseria, y se les privaba de habitar los lugares más frondosos del Valle. Sólo les quedaba la ira y la certeza de que su líder les daría un nuevo hogar a cualquier precio. Por eso no le importó enfurecer a los aranios y perder buena parte de sus exploradores en telas de araña. Ni tampoco contemplar como una pequeña batida de rusalkas daba muerte a las tropas de asalto.
Cuando sólo quedaban los soldados rasos, los haraganes más despreciables de la tribu y los indefensos, Hiffer estaba solo. Sus fuerzas se habían disipado tras chocar con otras comunidades mejor organizadas: simplemente, el Valle de los Maullidos no era para los pieles verdes.
Rony se irguió victorioso ante el cabecilla goblin. Pequeñas gotas de sangre manaban de sus extremidades, producto de cortes a la desesperada. Hiffer gimoteó y suplicó piedad, pero el cacique de los gatónidos permaneció impasible.
— ¿Dónde está mi hija? — bramó de tal forma que su voz retumbó por todo el lugar. Los pocos supervivientes goblin se amontonaban en la entrada de la cueva, rodeados por Koki y su séquito de gatunas. — ¡Habla, alimaña!
— ¡Está bien, te lo juro…! — el otrora desafiante goblin se había convertido en un guiñapo. — Si nos dejas vivir… — hizo una pausa. Tenía que escoger bien sus palabras, pero no se le ocurría nada. — … ¡no nos hagas nada y ahora… ! — Rony se abalanzó sobre Hiffer, derribandolo de espaldas y poniéndose encima. Gruñó. — ¡… Ahhh!
Los chillidos de agonía del goblin terminaron de amedrentar a los pocos que se habían atrincherado en el interior de la cueva. Dos jóvenes pieles verdes escoltaron a la princesa Talim hasta el exterior, donde se reunió con su padre victorioso.
Kael y Gata llegaron unos instantes después. La decepción era latente en la cara del joven heredero: su oportunidad de demostrar su heroísmo se había disipado. Los pieles verdes no eran una amenaza tan grave como él creía. Sin embargo, podía atesorar la sensación de aventura experimentada desde que Talim abandonó la aldea con Sheol; en el futuro, emplearía ese sentimiento como fundamento para gobernar.
Al día siguiente, cuando la aldea gatónida ya había vuelto a la normalidad, Selina caminó furtiva, entre las sombras, hasta la celda de madera donde habían encerrado a Pakko. Declarado traidor por el cacique y su consejo, iba a ser abandonado al anochecer en la frontera del Valle, condenado a no regresar nunca más.
— Mírate, el increíble líder de los pieles verdes, condenado a pudrirse en una jaula. — se jactó la centinela, sin dejar de prestar atención a los sonidos alrededor. — Padre se ha vuelto blando desde que nació la princesa. Si esto hubiese ocurrido hace unas semillas, ya estarías muerto.
Pakko se encontraba atado con fuertes raíces de árbol gris. Casi no podía ni moverse: los gatónidos presumían de flexibilidad y agilidad, pero a Rony no le interesaba que su prisionero se escapase a la primera de cambio. Bufó cuando escuchó la impertinente voz de Selina.
— No te tomaba por una cruel verduga, acechadora. — respondió Pakko, clavando su mirada en los ojos dorados de Selina. — No puedo pedir clemencia a Mushuki, ¿verdad?
— Pídela a quien quieras, urbanita. — la centinela se dio la vuelta, apoyando su espalda sobre el mimbre de la jaula. En el horizonte, el sol estaba a punto de desaparecer entre las montañas. — Talim tiene la misma culpa, o más, que tú en todo esto. De Sheol no se puede esperar nada bueno y Kael.. ah… — hizo una pausa. Chasqueó la lengua y se giró hacia Pakko. — Kael aún tiene mucho que aprender. Sin embargo, el único que va a recibir una lección eres tú, el que fue abandonado por los humanos.
La oscuridad empezó a rodear la aldea de los gatónidos. Rony salió de su cabaña, ataviado con el traje ceremonial de cacique. A su lado, sus dos hijos le seguían el paso. Llegaba la hora del exilio.
— No te quedes en silencio, Pakko. — exigió Selina, aún sin mirarle a la cara. — Si convenciste a aquellos pieles verdes de llevar a cabo ese disparatado plan, fue por algo. — se dio la vuelta y le miró a los ojos, oteando entre las vetas azules de sus irises. — ¿Para qué querías el Corazón de Mushuki?
Gata dirigía el coro ritual de gatónidos, entonando una canción lúgubre sobre miedo, desesperación y traición. El rito del exilio iba a celebrarse en la aldea, y aunque Pakko no formaba parte de la comunidad, había actuado en contra de su gente.
— Esa joya… es capaz de mostrar el camino hacia nuestra tierra natal, acechadora. — masculló Pakko, entre dientes. — Fui abandonado en este Valle, pero incluso tú sabes que no es nuestro hogar. — hizo una pausa. Tras Selina aparecieron el resto de gatónidos, Rony el primero. — Nuestra madre se comunica conmigo, al igual que lo hace contigo. Fíjate… ¡Si eres su viva imagen!
El corpulento cacique gatónido apartó a la centinela, que bloqueaba el acceso a la jaula de Pakko. Selina se quedó meditabunda, masticando las palabras que había dicho el falso líder de los pieles verdes. El viejo Kenpo, un gatónido de pelaje sucio con parches sin pelo, se acercó para extraer al prisionero. La comitiva empezó a caminar hacia la entrada al Valle, ubicada al sur de la aldea, mientras entonaban el rito del exilio.
Kael observó con preocupación a Selina; su melancolía parecía estar cobrando sentido, pero de una forma que no era capaz de entender. Sus miradas se cruzaron y ese ansia de aventura volvió a florecer.
Sheol no sabía por qué estaban huyendo de los gatónidos del pueblo, pero le parecía una idea genial seguir el ritmo a Selina, Kael y Pakko rumbo a lo desconocido. Cuando atravesaron la linde del Valle de los Maullidos, el mundo parecía haberse vuelto más grande.
Mushuki ronroneó tras acomodarse sobre las brasas cenicientas del nuevo mundo: el momento de la madurez de sus hijos había llegado.
Imagen: Himalaya Sunset por balaa