Palacio de Meskhenet

Reina de arena

Una sala grande, al fondo un trono con una figura femenina sentada en él. Una voz que parece venir de todas partes pregunta el porqué de vuestra presencia en ese lugar. El cuerpo momificado comienza a levantarse y, según se aproxima, su rostro y cuerpo de apariencia marchita cambia hasta convertirse en una hermosa mujer. Sus movimientos lentos y torpes se tornan ahora gráciles y bellos. Mientras camina a vuestro alrededor habla de su reinado: era próspero y no tenía rival. Pero para ello tuvo que sacrificar mucho.

Tentada a arrebatar el trono a su tío, fue descubierta reunida con un par de traidores a la corona. Fue acusada y exiliada a vagar sola y sin alimento por el desierto, sólo con la única compañía de los objetos que pudiera transportar consigo. Sin decir nada en su defensa se dirigió a sus aposentos y cogió un único libro. Sin mirar atrás comenzó a adentrarse en el desierto para perderse entre las dunas.

Tras varios años en el exilio consiguió hacerse con un ejército, mayor que cualquier otro al que su reino se hubiese enfrentado jamás. Cuando apareció en el horizonte con él no hubo tiempo para reaccionar, y en menos de un día ya estaba sentada en el trono y era proclamada reina. Ambiciosa por naturaleza, comenzó a expandir sus fronteras. Feroz y despiadada, era una reina que no perdonaba a sus enemigos, y con tal ejército a su servicio no había quién le hiciera frente.

No se sabe cómo lo consiguió, pero las malas lenguas decían que ese ejército estaba maldito, que había pagado un precio demasiado alto. Y los rumores no distaban mucho de la realidad. El día en el que se cumplieron siete años de su ascensión al trono, un eclipse solar tuvo lugar dejando en penumbra la ciudad. El cielo quedó cubierto por nubes tan negras como el carbón y un grupo de cuervos se aproximaron a toda velocidad hacia la ventana de los aposentos de la reina avisando de que el momento había llegado.

La figura de un hombre esperaba de pie ante la puerta de las murallas y poco después estas se abrieron para dejarle paso. El hombre, con túnica y capa negra, de piel blanca azulada, se aproximaba hacia el palacio sin parpadear ni quitar la mirada de su objetivo. La gente se apartaba a su paso y cuchicheaba, muchos de ellos salían corriendo hacia sus hogares aterrorizados por la visión o simplemente se meaban encima por el miedo que les producía.

Al llegar a esta misma sala en la que ahora os encontráis, la reina y su séquito más cercano le esperaba con sus mejores galas pero sin muchas ganas de parlamentar. El hombre alzó su mano y la señaló comenzando a hablar en rasmálico, una lengua que en la sala del trono sólo ellos dos entendían, una lengua que únicamente era hablada por demonios y brujos:

―Meskhenet, es la hora. Gracias por cuidar de mi ejército, pero ya sabes el por qué de que esté aquí.

―¡NUNCA! ¡NO ERES NADA, NO ERES NADIE! El trato para mí ya no es válido- gritó.

―Vengo a por lo que me pertenece, no quieras jugar conmigo…

Meskhenet se levantó y llamó a sus guardias. Estos, que aún le pertenecían, obedecieron sin rechistar. Pero ella ya no era dueña de sí misma. Con un simple gesto de su mano, el hombre hizo que Meskhenet quedara paralizada, y a su vez, la guardia quedara inmóvil esperando órdenes de su nuevo amo. Éste se acercó a una de las ventanas del palacio y comenzó a gritar las nuevas órdenes que su ejército debía cumplir.

En un par de días ya no quedaba alma viva en todo el ancho y vasto reino, ni siquiera se oía el canto de un pájaro. Los cuerpos yacían por todas partes. El hombre se acercó a Meskhenet, que aún permanecía en la misma postura, y le susurró:

―Ya he cobrado mi prenda: las almas de todo tu reino a cambio de mi ayuda. Pasarán tantos días como granos de arena tiene el desierto para que vuelvas a ver a otra persona. Querías ser “La única reina, dueña y señora de tu reino“… pues bien, aquí lo tienes.

Y con un gesto de la mano ella quedó libre de su atadura. Cayó al suelo dolorida y sin saber qué hacer. El hombre salió de la sala sin importarle los cuerpos que comenzaban a pudrirse por el calor.
―¡NO! ¡ESPERA! ¡YO NO TE PEDÍ ESTO! ¡ESPERAAAA! ―dijo mientras su voz se desgarraba en dolor y angustia.

El hombre sin prestar atención a las súplicas vacías de significado para él, hizo una mueca desapareciendo entre las sombras. Con su marcha, la luz volvió y el eclipse desapareció.

Ella, maldita para el resto de la eternidad, espera en su trono a que alguien vuelva para venerarla como la reina que un día fue.


Imagen: Ilustración por Matt Kohr.

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