Marcas del desierto
La estación no facilitó el viaje hasta la primera localización marcada; el insoportable calor agotaba a las monturas y a los jinetes por el día y la gélida brisa nocturna entorpecía el descanso. Apae comenzaba a perder la paciencia con cada queja de Énora y Maram. La travesía iba haciéndose más insoportable con cada paso, hasta que uno de los caballos sucumbió por el agotamiento. Esto hizo que Apae explotase en una furia incontenible, golpeando y acuchillando el cuerpo agotado del equino a la vez que gritaba como un desbocado.
— ¡Desgraciado, malnacido! – la hoja de su cimitarra se había quedado atrapada entre las tripas del animal. Le costó sacarla de aquel montón de vísceras. — ¡Muere, hijo de mil rameras!
— ¡Basta, está muerto ya! – gritó Énora mientras agarraba a Apae de los hombros. — ¡Vas a asustar al resto de caballos!
— ¡Cállate, mujer! ¡¡Cállate!! – su rabia cambió hacia la mujer; de un fugaz tajo, rasgó parte de la mejilla izquierda de Énora y partió su oreja en dos. Ella rompió en gritos y llantos mientras sostenía el cartílago cercenado y la sangre fluía por su cuello y pecho. — ¡Maldición! Maram, limpia a esta imbécil. – se puso de rodillas frente a ella y le acarició el pelo. Énora le miró fijamente a los ojos: sus lágrimas se fundían con el fluido carmesí de sus heridas. – Espero que esto te enseñe a no molestarme más, puta interesada.
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